jueves, 27 de noviembre de 2008

La alegría de la vida

¿Cuántas vidas tenemos? Una, diría. Y varias.

Tres, tal vez. O cuatro, si acaso. Difícil que sean dos, en el sentido de lo que estoy diciendo.

Pero no se apuren los inspectores y los mala entraña.

Por supuesto que vida se dice de distinto modo según de qué estemos hablando y en qué sentido estemos hablando.

Por ir a lo más obvio, se dice que hay en nosotros, correspondientemente con los principios que nos animan, con las almas, vida vegetativa, sensible y espiritual. Y hay vida sobrenatural, también. Se habla incluso de animus. Y de otras cosas se dicen otras cosas más que aquí no desdigo ni aludo directamente.

Aquí, la descripción es más bien al modo como se describen los fenómenos. Aunque no estoy inventando demasiado, tampoco, como creo que se verá al ver.

Por supuesto que hay que gritarle al oído a los inspectores (no a los demás, que si son de los que entienden y quieren entender, no hay mucho que explicarles...): la unidad de lo que somos apenas permite hablar así. Somos un ser, claro. Pero de ese apenas me valgo ahora y esta división, como dije, es meramente expositiva, como descriptiva, y me valgo de ella principalmente para decir lo que quiero decir respecto de la alegría.

Entonces, y a los efectos de lo que viene, voy a considerar tres vidas, o tres niveles o modos de vida en la unidad de lo que somos.

Hay jerarquía entre ellas y es dependiente cada una de la que tiene encima en calidad o dignidad, o por debajo, en cuanto raíz y fundamento del nivel o modo más superficial.

El asunto se plantearía del modo siguiente: las tres vidas –que aquí voy a considerar fenomenológicamente, como ya dije, y de lo exterior a lo interior- se corresponden con tres alegrías o modoos de alegría. Cada vida, cada modo de vida, es el ámbito de cada una de las alegrías o modos de alegría que allí se da o se ve. A su vez, la relación de lo exterior con lo interior es necesaria, aunque no siempre visible; pero es claro que de un modo u otro sin lo más hondo, lo más visible no sería.

Un primer estadio es el exterior y el más bajo o más superficial, según se prefiera, que es lo mismo. Es la vida que todos ven y que uno muestra. Es el traje de calle de nuestra vida de seres vivientes. Es también el ir viviendo sobre la faz del mundo y es la vida donde la mayoría nos ve ir viviendo. Móvil, relativamente inestable, vulnerable, al menos por su misma exposición, esta vida es volátil y es, a la vez, bastante maleable significativamente. Transparenta de varios modos y habitualmente a las otras dos, incluso aunque uno haga esfuerzos por disciplinarla, ‘formarla’, recubrirla, actuarla o maquillarla.

En el territorio de esta vida campea un modo de alegría que le es correspondiente. Ese modo de alegría exterior, así las cosas, tiene casi las mismas notas que le adjudico a la vida en la que vive. Por cierto, no pierde nunca su lazo con los niveles más graves de vida y de correspondiente alegría. Y de allí que a veces esa misma alegría exterior tenga raíces en la caridad o en la esperanza, por ejemplo.

Un segundo estadio es la vida como si dijera de los afectos y de la memoria. Es casi por naturaleza como intermedia y se manifiesta, habitualmente, en ese continuo soliloquio, en esa continua conversación que tenemos con nosotros mismos. Y no con el nosotros mismos que reside en el exterior, sino más bien con uno más interior, en algunos casos simplemente menos exterior. Solemos detectarla precisamente en nuestras ensoñaciones, en nuestros alegatos interiores, o puede estar en relación con un de presencia virtual, físicamente ausente, con el que discutimos o hablamos como si estuviera presente. También aparece en los miedos, en las broncas, en los enamoramientos, además de en las decepciones o expectativas. Sin esfuerzo nos damos cuenta de que esos estados no son puramente exteriores. Pero a la vez sabemos que no son el fondo mismo de nuestro ser, la vida verdaderamente íntima, de tan difícil acceso. Esta vida segunda es hasta cierto punto gobernada por nosotros como lo es la primera más exterior. Pero con un grado mayor de dificultad. Cuanto más nos aproximamos al fino fondo de nuestra vida, de lo que somos, de quiénes somos, más difícil es conocernos a nosotros mismos y obrar en consecuencia.

La alegría que mora en este estadio es siempre bifronte. Con una cara –a veces una mueca– mira al exterior o, para mejor describirlo, a un exterior visto por nosotros mismos casi como ajenos a nuestra propia vida. Sentimos esa alegría como desdoblada. La otra cara, solamente la vemos desde el interior, y mira precisamente en esa dirección. Como la vida en la que reside, la alegría del segundo estadio es menos estridente, más difícilmente comunicable. A la vez, y quizá por lo mismo, esta alegría segunda tiene rasgos como oscuros, a veces más graves y densos. En esta estación, muchas cosas son como fuentes personales de una alegría que pocas veces hay ocasión de decir a otro. Por lo mismo, está reservada en algunos casos a los próximos, a los amigos. Y en algún sentido a los íntimos. También es verdad que damos por alegrías en este estadio de vida a cosas inconfesables, no solamente para los que ven nuestra vida externa, sino para nosotros mismos, que nos vemos desde más adentro, tal vez desde la misma vida tercera o íntima, alegrándonos o complaciéndonos allí en la vida segunda por causas innobles o impresentables. A veces también, algo de estas alegría sale al estadio externo, con cuidado en ocasiones, torpemente, otras veces.

La tercera vida, finalmente, es el fondo mismo de nuestra vida, nuestra vida misma. Somos nosotros mismos, más allá de toda ficción o deliberación. Y la alegría que allí vive está tramada de grandes motivos de alegría. No siempre de motivos buenos, necesariamente. Grandes sí, porque esa vida y esa alegría nos configuran en todo, en casi todo o en lo más importante de nosotros mismos. Éste el ámbito de las grandes luces y gozos, tan fugaces en su expresión como basales para nuestra vida interior. Es el lugar de la iluminación y de los amores más entrañables, como de sus contrarios. Por ejemplo, y por terrible que suene, ese el territorio de las alegrías por el mal ajeno y el de las tristezas por el bien. Pero es también la patria de una alegría inarrugable –y muchas veces inexpresable, salvo por signo o trasuntos– por el bien de los otros, de todas las cosas, y por el bien del que goza Dios, finalmente.

Parece claro que la de mayor dignidad e importancia es la tercera, la más honda vida, la alegría más honda. Y en consecuencia es más difícil entender y conocer su naturaleza, de que está hecha, qué es, para qué es, por qué es y con cuánto de ella somos. Es la menos accesible y la más presente y duradera a la vez, la más delicada y fuerte.

Pero, y pese a no ser la mayor, se me figura que es la segunda la que nos lleva más tiempo día a día, del día a día de años y años. Hay gentes que parecieran (¿uno mismo?) no tener más vida o alegría que la exterior y de no muy buena calidad. Más allá de ese espejismo -porque todos tenemos las tres-, la segunda vida es aquella con la que batallamos habitualmente, porque hay que decir que más que en el país de nuestra vida exterior o en el territorio de la más íntima, es en el de la vida segunda donde habitualmente nos sentimos luchando y batallando, y no porque no haya batallas en otros estadios, sino porque habitualmente es allí donde lo percibimos con mayor estridencia. Y tal vez por ello mismo, en su territorio –en esa vida y en esa alegría segundas– se juega mucho de nuestra suerte, e incluso de lo que creemos ser. Porque –también hay que decirlo– no pocas veces esa vida segunda nos parece ser nuestra verdadera vida. Pero, y aunque es tan nuestra y tan nosotros como cualquiera de las otras dos, no es stricto sensu nuestro vivir más propio, nuestro más propio yo.

Hay que repetir que no somos ni dos ni tres ni cuatro cosas. Somos un ser, un solo ser y no más. Sólo tenemos un alma racional. Sólo somos un viviente y no tres o cuatro o dos en uno.

Al fin, y aunque seguramente habré de retomar algunos puntos de aquí, me parece que basta con estos trazos gruesos para ensayar los límites de lo que quiero ir diciendo.