domingo, 9 de noviembre de 2008

Calor (IV)

Estaba parado al borde de la cancha número 3. Fiero el sol, pese a que eran recién las 9 de la mañana. Incluso las 8, quién sabe con la neohora qué hora es...

Ya con 10 años sobre sus espaldas, el incansable Gregorio, el batallador, jugaba su primer partido de primera ronda de su campeonato de fútbol. El sujeto es ya un habitué de estas páginas para esta época, que para él son las de peloteos de campeonato.

Y allí estaba un servidor, como en los últimos años, chofer, paje, escudero y aguatero del batallador.

Pese al sol, miraba hacia el noreste, sin embargo. Podría haber buscado un reparo. Pero valía la pena la vista desde ese lado. El pobre batallador sudaba la camiseta patinando sobre el pasto alto y un poco húmedo todavía en las partes sombreadas del terreno. No tenía botines y jugaba con unas zapatillas inapropiadas. Perdió tres a cero. Fiel a la natural ascesis de su estilo, concluyó, relamiéndose la cobertura de chocolate de un bombón helado: “Jugamos bien”. A las 5 de la tarde, o tal vez las 4 habría que decir en las neohoras de este calorón solar, tenía otro partido. Agotador.


Muy bastante más al noreste, mi homónimo estaba parado en la playa y el viento de sal del mediodía le daba en la cara.

Oía el Mediterráneo que tenía adelante –era el extremo occidental de Creta- y pensaba: Si tiene que ser Sicilia, tendrá que ser en tren. Había ido a repostar a la isla, pensando volver en no mucho tiempo para las costas orientales. Pero ahora se había decidido. Cruzaría otra vez el mar y estudiaba el modo de pasar a Taormina o, si no había más remedio, a Siracusa. También podía ser que recalara en Agrigento. Lo mismo daba: cualquier terminal de tren podía llevarlo por alrededor de la isla o hacerlo cruzar de costa a costa: de Catania a Palermo, de Ragusa a Trapani, de Gela a Mesina, pasando por Caltanissetta, o por los bordes del Etna. ¿Y por qué no internarse incluso hasta Corleone? Calor hace allí también, pensó, como en la pampa sobre la que Gregorio el batallador debe estar por jugar a esta hora...

De todos modos, estaba en Falasarna y le quedaba cruzar la mitad de Creta para llegar a Heraclion y embarcarse. Mañana a la mañana, en todo caso. Ahora seguía de pie sobre la arena blanca de una playa breve y no muy concurrida.

Se refugió en una taberna módica que gobernaba un parador playero. Bajo una sombrilla que exhibía con orgullo los colores de Grecia, pidió una botella de Retsina, fresco, aromado y áspero al paladar. El sol, a esa hora, se estaba recostando sobre Portugal, bien al fondo del Mare Nostrum, que ya destilaba una bruma azul como de bandera.

En una mesa vecina, dos alemanes y unas muchachas españolas conversaban y reían. Tenían unas cervezas sobre la mesa. Algunos platos acompañaban las cervezas: un poco de oktapodi a las brasas y una especie de ensalada de caracoles.

Mientras todos hacían un esfuerzo por poner cada cosa que decían en inglés, los alemanes por su parte cruzaban entre sí germánicas miradas de entendimiento y se hacían breves comentarios en su propia lengua, algunos sobre las ibéricas, sólo algunos. Y ellas otro tanto, aunque más bien parecían querer terminar su pintas y largarse con viento fresco. Con todo y eso, el conjunto era a la vista bastante armónico y parecía una reunión de camaradería casual, más que un apronte para inminentes salvajadas.

El homónimo viajero dejó por un momento el mapa mental de Sicilia y trató de seguir la conversación. Por los tópicos y el rango de sus fuentes, todos parecían gentes Wi-Fi, aunque no se veía máquina a la vista que justificara la sospecha fehacientemente.

Amanda, una de las ibéricas que lucía como una intelectual de barrio, se sorprendía de una nota que había leído en un diario de Buenos Aires sobre asuntos que discutían en su España, acerca de si no había que ponerle límites a lo políticamente correcto.

Distraídamente, nuestro observador se preguntaba por qué el lógos (lo pensó en griego por influjo del mar, seguramente...) seguía siendo la piedra del escándalo. Por qué esa batalla de palabras como si fueran la última ley de las cosas. Se preguntaba además, mientras Amanda hablaba a una velocidad que hacía difícil entender el español, si el mundo seguiría tratando de perfeccionar un modelo substituto que le permitiera decir que hay que llamar a cada cosa por su nombre, negando a la vez que cada cosa tenga un nombre.

Ya para entonces se había tentado y pidió unas olivas negras y minúsculas.

Advirtió que los alemanes no se llamaban por sus nombres. Uno de ellos -casualmente de ojos pequeños y negros como las olivas, con los que sonreía aunque su boca no se moviera- siguió el hilo del tema que había sacado Amanda y también citó un diario sudaca. Puso como ejemplo el comentario de un argentino (‘otro’ argentino, claro...) sobre un brulote de Noam Chomsky contra Barack Obama, cuando –antes de las elecciones- dijo que éste “era un blanco que había tomado demasiado sol...”

Claro, pensó el viajero, si uno es Chomsky, de izquierda y conoce los States, tal vez pueda saltar por encima de las leyes PC, que impiden mezclar varias alusiones incorrectas en una sola frase. En realidad, no entiendo por qué puede, pensó y se quedó mirando el mar que ya se hacía como denso y oscuro. Sí, sí que entiendo, cómo no..., dijo apenas 20 segundos después.

Precisamente, mientras una mujer baja y jovial reponía el Retsina, se acordó entonces del tratamiento casi teórico que tenía por esos días la cuestión del Milan Kundera dizque buchón de los servicios checos en tiempos comunistas. Casi todo lo que se decía en ambientes progres sobre la cuestión parecía un comentario erudito y esteticista del Cascanueces de Tchaikovsky, todo sin pasión, sin tragedia, sin sangre, sin soponcios ni escándalos. Claro.

Consu y Eleuteria, las hispanas restantes, se habían trenzado alrededor de cuestiones del tipo salven a las ballenas y con la misma sensibilidad con la que se habla de profilácticos o salvar al planeta, habían ido a parar a un informe sobre chicos pirañas que merodeaban al parecer cerca del Obelisco y robaban a la luz del día. Consu estaba indignada. Eleuteria quería que su cofrade entendiera cosas de la exclusión y tal y tal. Habían visitado Buenos Aires hacía un año y tenían ideas encontradas. Consu, al parecer había sido estafada por un taxista, incluso antes de bajar del avión. Eleuteria se había enamorado de un maestro de tango, con el que había tomado tres clases de milonga. Consu decía que eran como los inmigrantes en Europa y Eleuteria decía que no tenían la culpa de nada y mucho menos de que el mundo fuera así. Consu proponía llevarlos a todos a un inmenso campo como de refugiados y encerrarlos allí. Eleuteria -con un rasgo de humor filoso- la miró condescendiente y le susurró: "Joder, ¿es que no te das cuenta de que ya están encerrados en un campo de refugiados...?"

La conversación se encrespaba pero al mismo tiempo languidecía circular y sin arreglo.

Nuestro amigo, mientras las oía casi divertido, extrañó a los viajeros de otras épocas que, no siempre menos frívolos, al menos ponían cara y tono de estar mirando con atención.

El cotilleo se hacía esporádico. Más y más los alemanes fueron reemplazando el inglés por el alemán y las muchachas cada vez más hablaban entre sí en una jerga que parecía español, de a ratos.

El homónimo pensó de pronto que allí mismo donde estaba, sobre esa misma arena, en esas playas, durante siglos miles de hombres probablemente también habían hablado de cosas importantes en tonos de salón de té. O de cosas triviales como si estuvieran en el concilio de Nicea. Allí habría habido duelos y gozos reales y fictos. Habrían brillado espadas o resonado cañones navales por reyertas y guerras de buena y mala uva. Se habrían escapado dos enamorados de sus familias rivales, o se habrían batido a duelo dos oficiales ingleses de algún ejército de los tiempos de Napoleón, por unas migajas de dudosos honores empolvados.

Pensó en mujeres esclavas de guerreros bárbaros. Pensó en guerreros bárbaros prisioneros de sultanes. Pensó en cruzados y pescadores, pensó en apóstoles y en descendientes de Agamenón, pensó en mercaderes venecianos y en cortesanas áticas. Pensó en mártires y en venganzas ancentrales.

Tal vez ese mundo y esas cosas, que parecían en la nostalgia tener mejor sabor que éste mundo y estas cosas, estuvieran en algún lugar y nada más bastaba con desenterrarlo todo como a Troya. Tal vez todo eso y más existía en algún lugar alrededor y por la superficie y bastaba verlo para encontrarlo.

Mañana temprano, pensó al fin, lo esperaba un barco en Heraclion que lo llevaría al calor siciliano.