viernes, 7 de noviembre de 2008

Calor (II)

Sigue. El calor, sigue. La lluvia no llega. Difícil hilar así. Difícil tener ganas de hilar.

Y si uno tiene que hacer como si no estuviera en la pampa calcinada, puede viajar, claro. Seguir viajando.

Pero no es muy fácil deambular con las imágenes por Alaska o Irkutsk. Con esta inspiración que sigue a fuego lento, tiene que ser ecuatorial, subtropical y, la mayor parte de las veces, la imagen toma la forma de vientos calientes, en zonas áridas.

Palestina, por ejemplo. Tal vez no la que dicen los viejos libros, que hablan de bosques de cedros y ríos. Pero sí por ejemplo la que conoció Jesús, o Juan en el desierto.

Allí tuvo que ir a dar nuestro buen hombre, imaginando ser viajero imaginado. Porque nada es para siempre en el valle de este mundo y Tánger no es el paraíso tampoco. De modo que se fue al puerto y zarpó con rumbo este.

Durante el viaje en barco (le gusta el Mediterráneo...), volvió a leer el cuento de Chesterton y a pensar en el horroroso pecado: hacer crecer un bosque para esconder allí una hoja. ¡Cuántas cosas hizo pasar por esa figura! Propias y ajenas.

Es tan obvio, es tan típico de los hombres modelar el orbe para que quepa el mundo propio. Es tan típico promulgar leyes en la historia, en la propia vida, para que no desentonen la propia historia y la propia vida, para que no queden desnudas al descubierto, para sentirse uno mejor, gratificado, pensando que, después de todo, uno está haciendo las cosas bien. Y está siendo bien. A veces será por cortedad y es cuando uno toma lo particular por universal; es falta de mirada, lógica deficiente, necedad, incluso. Otras veces, no. Otras veces hay cierta malevolencia. Hay ganas de modelar el mundo casi literalmente, cortando lo que sobra (a mi paladar), agregando lo que falta (a mi sabor. Torciendo aquí lo derecho, enderezando allá lo tuerto.

A fearful sin, dice el Padre Brown.

El caso es que nuestro viajero consiguió además volver a Trípoli. De allí tomó caminos para bajar a Baalbek, cruzando las montañas centrales, y sin tocar Beirut pasar por El Beqaa para entrar a Tierra Santa por el norte. Podría haber elegido seguir por la costa, ir a Tiro y Sidón, pero la imaginación prefirió lo que estuviera más cerca de los desiertos y las montañas áridas.

Llegó para esta misma época a las tierras de la antigua Perea, tras el Jordán, en las que Jesús habló del capataz camandulero, como lo llama Castellani en las Doce Parábolas Cimarronas. Precisamente el día mismo en que los latinos leen en sus misas ese texto de san Lucas.

Claro que no es la misma hora allá que aquí en las pampas. Si hubiera estado en la Irkutsk de Siberia, el mediodía pampeano sería casi medianoche. Pero en la aridez jordana era media tarde, tirando a noche. El otoño perfuma el aire mientras entra a As Sal, poblado no muy grande. Del otro lado de la frontera, a esa altura en Israel y algo al sur, está Jericó.

Seguirá viaje al día siguiente. Ahora, después de barco y caminos, quiere descansar.

Está en su habitación ahora, casi oscuro afuera ya. Bajó a comer y encontró Mansaf recién preparado; era evidente que el cordero era fresco, especiado, el yogur apenas se notaba y el arroz estaba en su punto. Al volver, después de una caminata breve, digestiva, pidió una taza de café y el aroma a cardamomo con que lo preparan le está dando una sensación de placidez y a la vez de reposado vigor.

Con buen ánimo, dispuesto a dormir temprano y levantarse antes de que salga el sol detrás de las montañas, se puso a leer el pasaje aquel del capítulo XVI de san Lucas. Lo sorprende siempre esta parte difícil de elogiar al camandulero, medio infiel, medio astuto. Injusto y alabado. Y, a la vez, recuerda que precisamente Castellani rescata al capataz y hace que sea el patrón el que se convierte, incluso llegando a recitar todos los días penitente un salmo de su invención, en el que pena por su afición a las riquezas. En medio de la finanzkrise global, alguien podría editar el salmo ése y repartirlo a la salida de las bolsas del planeta, piensa con sorna. Pero le da pereza, bajar a buscar algún teléfono por As Sal y llamar a su amigo el editor de las pampas.

En cambio, nuestro amigo piensa que el cuento de Chesterton y la parábola del camandulero, bien podrían ir a la par, un trecho al menos.

Va de cosa en cosa, de párrafo a versículo. De los bosques irreales a las fanegas perdonadas. De las hojas que hay que ocultar a los toneles que hay que rematar. De ganar el mundo y quedar mal a perder el empleo y quedar bien. Y así.

Pero, como está rendido y está refrescando, antes de poder hilvanar la idea más o menos con algún provecho, se quedó dormido, con el libro desgajado de su mano, sobre la cama sin abrir.

El cigarrillo turco, de la parva que compró en el barco, se consumió despacio casi entero en el cenicero. Un peligro.