miércoles, 12 de noviembre de 2008

Calor (V)

Tuve que comprar un par de botines para el guerrero del balón. El tipo, a decir verdad, estaba jugando casi con los pellejos de las plantas del pie y eso no era digno.

Concienzudo, fui a un reservorio latinoamericano, es decir, a una feria persa peruana. En parte porque no había para más y en parte porque con tabas in crescendo, no hay que hacer inversiones riesgosas.

En el Retiro, a las 5 ó 6 de la tarde, la cumbia ruge exultante, el carbón del medio tacho sobre el que se cuece ‘la chipa’ humea insolente, los vendedores de perfume falso seducen brutalmente a cuanto incauto pase, las veredas se inflaman de puestos preñados de China, Paraguay, Bolivia; los extranjis se doblan penitentes bajo el peso de mochilas de 100 litros, unos bombos ensayan una futura marcha en la plaza canadiense; autos, colectivos y motos devoran peatones y los escupen en la calle, en las veredas; valijones de cualquier parte y desde cualquier parte, van y vienen desde y hacia la terminal vecina, como si dieran lo vuelta por atrás y aparecieran de nuevo por delante.

Para cuando uno termina la excursión y el mercadeo, todavía queda el tren, con t de tórrido.

El calor acompaña y acecha en los andenes, rodeando los vagones, con vías y durmientes de aceitosos vapores rancios como rehenes, el sol invade todo y recalienta los hierros y las chapas de todo. Miles de viandantes se atosigan.

Bulle la vida, sí. Ah, sí...

A esa hora, en otra parte, me dice el viajero que algunos caminos en Sicilia tienen un paisaje inquietante. Algunos en las costas, varios con ruinas milenarias cercanas.

Soledad de sol y silencio de piedras, sobre todo en el sur y en el suroeste, como en Agrigento. Menos en el norte, cerca de Mesina, más verde.

Pero los más pintorescos, según dice, están en el interior de la isla. Bordeados de olivos o naranjales, crujientes de sol, crujientes de cigarras. Burros a millares cruzando tierras ondulantes, plantadas de árboles viejos, en grupos pequeños, frutales, pinos; mujeres vestidas de negro en eterna peregrinación de pañuelos negros en la cabeza, por los bordes de las vías provinciales y menores. Chicos que aparecen de casas colgadas de peñascos en curvas y vueltas. Hombres viejos, sentados como en el turno del dentista, uno junto al otro, cada tanto sonriendo, hablando poco y quedamente una lengua cerrada y paradojalmente oscura en semejante luz del aire.

Así recuerda que oyó a un hombre de unos 70 años –no podía saberse, dijo–, cantar a pedido el único fragmento en dialecto que hay en Cavallerìa Rusticana (Turiddu a Lola, le canta), en una especie de patio frente a una trattoria salvaje, bajo unos limoneros fragantes, a los pies del Monte Colla, cerca de Randazzo:
O Lola, ch’ai di latti la cammisa,
si Bianca e russa comme la cirasa
quannu t’affacci fai la vuca a risu,
biatu cui ti da lu primu vasu!
Ntra la porta tua lu sangu è sparsu,
e nun me mporta si ce muoru accisu...
e s’iddu muoru e vaju mparadisu
si non ce truovu a ttia, mancu ce trasu...
Así que, finalmente, yo me fui al tren y él dejo el tren de lado. Y no porque sea voluble, que lo es (y quién no lo sería viajando así, huyendo...)

Pasó que en el barco tuvo dos encuentros que lo hicieron cambiar de idea. Un fraile y un mapa.

Y realmente –pienso ahora mientras por el sur del mundo la luna está enorme y baja, brillante y cada vez más luminosa, y eso quiere decir calor y entonces quiere decir riego...–, un fraile y un mapa no son motivos despreciables para hacer cambiar de idea a más de uno.

Claro que, pienso también, qué sencillo sería si uno pudiera a más de uno darle un mapa y acercarle un fraile para hacerlo cambiar de idea.

El mundo está, me parece, bastante más peligroso que eso. Si hubo alguna época en la que podía alcanzar con un mapa y un fraile –o lo que esas dos cosas significan o pueden significar–, no es esta época.

El mapa le mostró la gracia de los caminos, las vueltas y contravueltas, claro, pero allí descubrió Trapani y dentro de Trapani, Erice.

El fraile, por su parte, le contó de una especie de eremita que vivía precisamente en Erice, sobre el monte San Giulano, con fama de sabio y santo, cerca de un convento que había a mitad de la montaña, bajo el cual, se decía, podría haber estado la antigua ciudad de épocas incluso anteriores a la presencia griega en Sicilia.

Demasiado atractivo para un viajero. Y más si el fraile se ofrece para hacerle de guía en su tierra y llevarlo hasta la puerta de aquel hombre.

El barco tradó más de tres días en llegar a Sicilia, con alguna que otra recalada.

La última noche a bordo, ansioso por lo que le esperaba en la isla, evitó la sobremesa y se fue a su cubil. Quería dormirse temprano y estaba nervioso y feliz. Nada mejor que una noche de vísperas apacible, mecido en aguas mediterráneas, en el centro del mundo, con vientos bonancibles.

Para distraerse, el viajero rebuscó entre las lecturas pendientes -unas las llevaba consigo otras se las mandaban- para encontrar alguna que lo acunara al cuarto o quinto párrafo.

Encontró un discurso religioso de Barack Obama del 2006, cuando todavía no era Barack Obama, sino simplemente Barack Obama. Y encontró, sin decidir todavía cuál de ambos leería, un comentario a un libro reciente del cardenal Carlo Martini.

Al final, leyó los dos.


Pasó la noche en vela.