jueves, 28 de diciembre de 2006

Ferrum, ferrum invocat

Conviven los signos opuestos, se confunden a veces, se superponen.

La risa y las lágrimas, por ejemplo, que como tales signos pueden ser vistos a la vez juntos y opuestos; porque así conviven las felicidades y los sinsabores, a la vez, tantas veces y casi siempre en la vida. A veces contemporáneos de origen distinto. Y a veces a la vez, como efectos de la misma causa: la misma cosa causa llanto y alegría.


Y vuelvo al hierro, no sólo por vocación sino porque se hace notable un nuevo hallazgo, apenas unos días después de la aventura del tornillo fósil.

Esta forma, que aquí arriba se ve, es parte de una pieza inmensa (un verdadero fósil, sin hipérbole, esta vez) que encontré hoy a la tarde, también ella abrazada a la tierra aunque de otro modo y con una silueta provocativa y convocante, sobre todo si uno es como el hierro para el imán que es el hierro para uno.

Una cadena de 'casualidades' me la pusieron adelante. Como por ejemplo que no tengo auto en estos días. Y hay tantas cosas que hacer y reuniones y esas cosas del fin de las cosas del año.

Fue así que, volviendo de un simpático asado, me bajé de un auto amigo que me traía a casa, bastante antes de llegar a puerto; por gusto de andar, creo; caminé unas cuadras que de otro modo no habría hecho, siguiendo una ruta inusual. Allí la encontré. No quise tentar a la suerte ni quise invocar a los dioses de la lluvia esta vez. Y me apliqué ahí nomás -aunque cansado de un día de trajines que empezó a la madrugada insomne- al trabajo laborioso del paleontólogo, fascinado por la extraña forma del 'hueso'. Hasta que salió, más o menos rápido, y vino a mis manos, otra vez, como un fruto en sazón.

Cargué la carga hasta casa, incrédulo y feliz.




Es una pieza antigua, forjada y hecha claramente a mano, más allá del trabajo de la herrumbre; tiene extraña forma y no tiene rosca alguna, de modo que si algo giraba allí lo hacía a través de esa especie de sinfín abierto que se ve en el centro. Probablemente algún eje de carro chico, aunque es muy pesado el hierro. Los orificios a los lados parece que indican varillas de no menos de 12 milímetros de espesor, o tornillos grandes con los que fijar la pieza a otra cosa. Mide 5 veces el tornillo fósil, lo que hace unos 70 centímetros, con un espesor de casi una pulgada en la parte más ancha. Es una pieza muy grácil, pese al peso, y la forma abierta del centro le imprime un aire ligero y dinámico, hipnótico diría.

Conjeturas todas, claro. Tal vez disparates. Ya la haré ver por un herrero viejo que anda por la zona, de los que saben al ojo de qué son las cosas. Y qué fueron. Qué envidia. Mientras, bien puede ser pasto de la fábula y de la épica, lo que se excusa por la alegría del encuentro, creo.

Y de este modo, aquello que tiene de inesperado y monumental y que al ferroamante le causa tanto contento, viene a juntarse con los líos del fin del año, que siempre tienen ese sabor a líos del fin de la vida, cuando parece que uno tiene que arreglar, quién sabe con quién y quiénes, cuántas clases de tantas cuentas y cosas pendientes de este mundo, que parecería no deben llegar como están ahora al otro lado del 31, como si fuera el 1º el otro mundo.

Y no sé si eso está tan mal, después de todo. Porque así es, después de todo. Así será, creo.

Y las dos cosas digo.

Porque pensaba al atardecer, mirando fruitivamente el imponente trofeo nuevo, si no podría pasar que hubiera episodios así en la tarde de la vida. Si cosas como esta pieza desusada, enorme y feliz, no podrán ser de aquellas cosas que al fin del fin de la vida, haya que dejar el 31, porque con ellas -por enormes y felices que resultaren en este día- no se pasa al 1º, al día nuevo del nuevo tiempo.

Aun para reencontrarlas el 1º -transfiguradas en más nuevas, más imponentes y más felices-, a condición, claro, de haberlas dejado el 31.