lunes, 27 de mayo de 2024

Planeta, patria ...y "el palo" ( I )





Mucho anda sonando la palabra mundo y la palabra historia como tiempo de este mundo.

Entonces tal vez sea cosa de echarle una mirada a lo que podría ser una irrupción significativa.

*  *  *

El planeta cruje por varios lados y una consecuencia bastante evidente de esos descalabros que lo sacuden es, muy probablemente, la confusión y el desasosiego de muchos, especialmente de quienes no saben o no entienden qué está pasando. Y temen. Hay gentes más o menos de a pie que creen entender las líneas cruzadas de este tiempo, pero ni siquiera ellos parecen cómodos con sus propias explicaciones limitadas e insuficientes. Es bastante claro que hay más preguntas que respuestas. Y que quienes tenían paradigmas parecen ya no tenerlos, o dejado al costado del camino, u olvidado o, simplemente, ansían alguno que les calme su ansiedad creciente.

Pongamos entre paréntesis las cuestiones ideológicas en torno al cambio climático que son más confusión todavía. Lo cierto es que hay fenómenos por todas partes que, al margen de los desastres que causan, asustan a más de uno. Lo medianamente súbito de esos desastres o amenazas, el que se den simultáneamente en lugares distantes y distintos, que azoten a poblaciones enteras, solamente ayuda a aumentar la impresión de que "algo está pasando", dicho (o sentido) con preocupación. Es la acumulación lo que conmueve, tal vez más que los fenómenos en sí. Es verdad que la hermenéutica interesada respecto de lo que esos desmanes naturales significan y de dónde provienen, ayuda a generar  –incluso en los perspicaces–cierta impresión de catástrofe global irreversible que se siente como inminente.

Con todo y eso, no es el punto que me importa más respecto del planeta. 

Hay ciertas situaciones políticas y económicas que vienen recalentando los niveles de alertas e inquietudes que, en todo caso, se suman a las que producen los malos humores de la natura. Guerras y rumores de más y mayores guerras, son una condición no inédita, aunque ahora con actores que parecen dispuestos, por alguna razón, a tensar la historia hasta donde dé... Rusia, Israel, China, son los tres casos más notables hoy y puede agregarse a eso el destino de las naciones islámicas. Pero el larvado terror europeo a desaparecer también está sobre la mesa. Como también el difuso papel de los EE. UU.. Aun regiones en apariencia menos relevantes van a la par de ese tembladeral a su modo. Hispanoamérica no es una excepción, aunque presenta una peculiaridad que ya diré.

Hasta donde me parece ver, particularmente desde los tiempos del Covid a ahora, el mundo ha mantenido un estado de acelerada confusión y temblor, latente y no tanto. Básicamente, se desdibujaron las hegemonías de la modernidad en las que se sentían seguros no solamente los países centrales, tronaron los bienestares indiscutidos del capitalismo, se resquebraja paulatinamente la confianza ciega en las virtudes presuntamente benéficas de la ciencia y de la tecnología, y los patrones morales se diluyen –según los entendía el común de los hombres hijos de la democracia liberal. Quedó flotando un estado de precariedad en todo orden y en todo ámbito que nadie ha podido remover. O que no han querido o podido disipar quienes tendrían que tener motivos y medios para intentarlo. 

Pero también ha empezado a cuajar un estado de, cuanto menos, prescindencia y hasta cierto abandono por parte de las poblaciones. Los hombres comunes parecen haber desdibujado el tiempo, la finalidad de sus acciones a largo plazo, la consistencia de sus propósitos, la validez de sus proyectos existenciales. Un nuevo hábito de supervivencia y desazón a la vez. Acicateados por la volatilidad de la vida económica del planeta, cercados por la violencia demencial, trallados por adicciones a las substancias, al juego, a la vida virtual obsesiva. Desasidos de los afectos, enredados en la toxicidad de los afectos, desamparados de los amores más elementales, inseguros de sus identidades, sin certezas y, lo que es peor, casi sin dudas o asombros. 

Algo menos notable todavía,  aparece a la vez otra cosa. Porque hay desde no hace mucho alrededor del mundo quienes tienen algunas preferencias distintas al común de la gente, conectadas mal que bien con alguna raíz cultural de mayor consistencia y que se proponen –y proponen– modos que en algún sentido podrían considerarse una resistencia. Algunos, hasta se ilusionan pensando en un despertar o incluso en algún tipo de restauración.

Es verdad que tampoco la tienen fácil. Por lo pronto, pasa frecuentemente que su apego a esa raíz cultural suele estar fundado en el prestigio de algunas formas culturales del pasado, más que en su conocimiento profundo o en la delectación genuina con sus bellezas o sus verdades. Y, consecuentemente, se ve con frecuencia también que su adhesión a ellas luce como un mantra o un diktat de militancia, más que como una convicción racional o espiritual. Una militancia lentamente creciente en líneas conservadoras de pensamiento y de afectos culturales y aun religiosos. Pero estas propuestas e iniciativas transitan la línea del tiempo histórico mayormente. En ellos, lo profético respecto del curso de la historia y del destino del mundo, evanesce. Es un modo de vivir en el mundo, más bien. 

En no pocos casos, creo ver en esas reacciones un halo de desesperación o, lo que es parejo con eso, el corazón refugiándose en un rincón bonancible y apartado en el que le sea dado obrar, creer, cantar, rezar, viejas y respetadas formas, siempre según sus gustos y preferencias, sin tener que tener el mal del mundo alrededor en modo alguno.

Tal vez, eso mismo es lo que parece haber producido un fenómeno relativamente reciente. En el choque entre lo desesperanzador de lo que el mundo viene ofreciendo en su desolación desorientada y esas preferencias veteroculturales, la imaginación se dispara hacia el apartamiento, el claustro, la necesidad de abroquelarse como un "resto", fiel a esas costumbres o preferencias. Los matices de esas actitudes dependen de cuán puras sean sus intenciones, aun de cuán firmes sean sus adhesiones a esas formas culturales (incluso sin ser conocidas en profundidad). En muchos casos, por temor cerval al peligro y el daño que representa lo nefasto, se ilusionan con la pura mecánica del apartamiento como remedio y escudo. 

En los términos de la Cristiandad de los primeros siglos del primer milenio, los Padres que se fueron al desierto hicieron algo semejante y, de ese modo, purificaron en el mundo –al decir de Chesterton– lo que la deriva del paganismo decadente había corrompido y aun demonizado. 

Claro que parecido no es lo mismo: aquellos primeros cristianos ciertamente preservaron lo creado y lo hicieron con el ayuno, la oración, el estudio y la contemplación de los misterios y la penitencia en medio de la desolación árida del desierto, alimentándose de insectos o raíces, conviviendo con alimañas y bestias salvajes. Al mismo tiempo que ellos combatían a los demonios en el aire áspero de los desiertos, miles de otros cristianos, durante tres siglos y rodeados por la crueldad pagana, se disponían a entregar sus vidas y su sangre como testimonio de la fortaleza invencible de la Fe. Anacoretas y mártires tenían finalmente un propósito común: conservar la Fe y rescatar el mundo de modo sobrenatural, mediando la Gracia que les donaba El mismo autor de todas cosas. Por cierto que una Esperanza muy firme los sostuvo. Y finalmente tuvieron razón: sobre ellos se edificó la Cristiandad.
 
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Volvamos a hoy. 

Si mi percepción no es errada, el estado del mundo, las cosas en el planeta, parecen ser la antesala de un cambio de época y de algo más hondo que solamente una época. Por supuesto que, por veleidoso que el ser humano sea en sus aspiraciones, no puede pretender un cambio de veras radical. El hombre, como toda creatura, tiene la facultad de imitar, de combinar, de romper o malversar la realidad. Pero lo radical de veras –que es hacer nuevas todas las cosas– no está entre sus posibilidades. Aun así, el cambio tiene visos de ser profundo. 

En el orden político, por ejemplo, las relaciones entre los estados parecen comenzar a establecerse según nuevos paradigmas, al menos en las pretensiones de un sector que hoy parece pujante. El concepto y la realidad misma del estado está a punto de transmutarse y –sin que una institución como un estado desaparezca así como así– se apresta velozmente a tomar una figura nueva, con un nuevo derecho que lo constituya y lo rija, nuevos conceptos de ley, nuevos parámetros morales, todo lo cual es necesario para vertebrar una sociedad nueva, con nuevas libertades. Y todo para el establecimiento de un hombre nuevo.

No es clara la doctrina que sustenta esos cambios pretendidos y postulados como la salvación de la humanidad. Salvo por el hecho de que, con una insistencia fanática, se proclama eso mismo: esto salvará a la humanidad.

Entre los dictados que se pretenden mesiánicos, hay de todo. La economía parece ser una matriz importante siempre lista para ir en auxilio de cualquier argumentación vacilante o desmañanada. Y más específica que la genérica economía es la libertad económica, como ariete y malla protectora de la salud social e individual. 

No es lo único. Eso que al final no es más que un craso materialismo, nunca tuvo en la historia humana más vuelo que el de postular y generar condiciones de vida, aun de vida social. Pero no logró transformarse realmente en una religión propiamente dicha. Por mucho que los materialismos economicistas quieran ser la clave de bóveda de la vida humana, no alcanza con ellos. Todas las formas sociales de los últimos 500 años han padecido el vaivén de sus éxitos y frustraciones económicas. A medida que esas propuestas económicas –cada vez más reduccionistas en términos antropológicos– se suceden, muestran en sus éxitos la insuficiencia del bienestar económico y en sus fracasos la rebelión que nace de la indignación. Si sale bien, no alcanza. Si sale mal, despierta el apetito no por el bienestar (que podrá lograrse con esfuerzo mayor o menor en no mucho tiempo), sino por un extraño deseo de dignidad o trascendencia que, es obvio, el éxito económico no puede solventar en modo alguno.

La experiencia de ser ricos insatisfechos y mascullando una alegría superficial y sin contenido, ya la hizo el hombre. La experiencia de masas innúmeras sometidas a la miseria y a la abyección, tendiendo la mano para recoger migajas interesadas que caen de la mesa opípara del benefactor de turno, también.

De hecho, ambas formas conviven en la historia del mundo de los últimos 200 años. Y hoy mismo.

Pero el hecho más novedoso hoy es el postulado que impone la consigna de que una libertad nimbada de gloria terrena e histórica llegará por la vía de las libertades económicas. 

¿Es posible esto? No, simplemente, no. Pero el discurso funciona como una zanahoria gigantesca y épica que es a la vez rebelión ante cualquier opresión (empezando por la de un estado hipertrofiado en los hechos tanto como caricaturizado en los discursos redentores).

En agosto del año pasado, dejé aquí algunas reflexiones imaginando una novela difícil que no sé quién se animará a escribir. Llamaba la atención allí acerca de una insólita centralidad argentina en el curso histórico de estos últimos años del siglo XX y los que corren de este siglo. Las figuras de Jorge Bergoglio y de Leonardo Castellani eran por entonces el emblema de ese curioso y grave protagonismo argentino. 

Hoy, a la vista de lo que veo y oyendo lo que oigo, estoy convencido de que hay que agregar la figura de Javier Milei a esas dos, más allá de que su suerte histórica podría ser efímera. Pero si lo incluyo es por lo que representa, en principio. 

Se me hace evidente que la figura antagónica es la del P. Castellani, porque a como lo veo, Milei y Bergoglio pertenecen al mismo género, aunque parezcan opuestos. Ambos se han encaramado al podio planetario con la pretensión de regirlo. Y lo hacen aparentemente con plena conciencia y con la inarrugable convicción de que su huella histórica y planetaria está llamada a redimir a los hombres. Así lo afirman y obran en consecuencia.

Mientras tanto, en el otro rincón, allí está Castellani para recordarles a ambos en qué y por qué fallan sus apetitos mesiánicos.