domingo, 13 de agosto de 2023

La novela difícil






"No te entrometas en cosas de magos, pues son astutos y de cólera fácil".

John R. R. Tolkien

El Señor de los Anillos, I. La Comunidad del Anillo, Libro I, 3.

 

 


Tal vez, uno de los grandes obstáculos para componer una obra así es que terminaría siendo una novela demasiado larga e intrincada, por sí misma, pero mucho más para tiempos de 140 caracteres.

Claroscuros confundidores, ambigüedades perversas, constantes conspiraciones curiales y planetarias –cruentas algunas y muy mucho–, innumerables y terribles inmundicias, traiciones, perplejidades y angustias, apostasías que simulan piedad, piedades verdaderas que se castigan como apostasías, notables martirios de pensamiento y palabra y sangre, cobardías, ambiciones mundanas, oportunismos, satanismo. Y una lista igualmente extensa de santidades, heroicidades, sacrificios, humildades genuinas, grandezas invisibles. Y todos esos son apenas unos pocos nombres de cosas.

Pero son demasiadas cosas, sí. Una novela difícil.

Podría escribirla Leonardo Castellani, si en parte no la hubiera escrito ya, con tinta a veces, con sangre también. Si se pudiera hacer, tendría que ser algo inédito, no visto, aunque podría tener algo del estilo de Malachi Martin, con un poco de Hugo Benson, salpimentada con Soloviev, Dostoievsky, Pieper. Cosas así, porque no se puede inventar demasiado en ese rubro. Sí, en parte lo hizo Castellani, aunque hay mucho de historia en las ficciones que él escribió (como lo hay en la obra de Martin). Y lo extraño de esta novela difícil es que no parecería una novela: parecerían hechos reales novelados. Y en el mismo sentido, también debería haber bastante más que unas pocas pinceladas de cuestiones políticas, por supuesto, porque entre todas las cosas, estaría, claro, la Parusía. Y la Parusía enfrenta a una Bestia del Mar, hombre político, además de enfrentar a la Bestia de la Tierra, hombre religioso y profeta de la Bestia del Mar.

¿La escribiría un servidor? No creo. Si acaso, me alcanzaría para bocetar unas pocas pistas, que apenas servirían para dibujar a mano alzada una estructura dramática provisoria, como hebras que podrían tejerse.

Por ejemplo.

Es extraño que un sacerdote jesuita argentino se haya ocupado de comentar el Apocalipsis en el siglo XX –cuando casi nadie lo hacía– y que buena parte de su vida la haya dedicado a predicar la Parusía y a señalar con insistencia y proféticamente la incubadora curial y eclesiástica en la que habría de germinar, crecer y medrar la Bestia de la Tierra, el profeta del Anticristo, que es la Bestia del Mar. Pero es igualmente o más extraño aún que –en medio de una resistencia prolongada a mencionar siquiera estos temas en el seno de la Iglesia– se lo reconozca como uno de los pocos que lo ha hecho en los últimos años, reconocimiento que no solamente se refiere a la Argentina o América, sino que también ahora le dan en Europa. 

Es en parte curioso también que este sacerdote jesuita argentino haya puesto muy atentamente la mirada en otro sacerdote jesuita (esta vez chileno), Manuel de Lacunza, que escribió, unos 200 años antes que él, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad. Con una curiosidad algo más lateral, pero significativa: otro Manuel, pero Belgrano (y argentino también como el jesuita argentino), hizo hacer en Londres, en 1816, una cuidada edición de los 4 tomos de la obra del chileno, y la pagó de su bolsillo. Al parecer, de los 1.496 ejemplares de la obra que llegaron a Buenos Aires (la edición era de 1.500, y 4 quedaron en Londres), uno lo entregó Belgrano a José de San Martín, que apreciaba la obra y ayudó a difundirla, recomendándola. Durante mucho tiempo, en Europa no había mucho rastro de la obra impresa por Belgrano por esa misma razón. Circulaban en Europa copias manuscritas, muchas de ellas defectuosas, con las consecuencias nefastas para la interpretación y el análisis en materias tan delicadas.

Es extraño también que, 30 años después de la muerte del jesuita argentino "parusíaco", otro jesuita argentino llegue a la Sede de San Pedro. Y tal vez más extraño es porque, de los 29 papas que fueron religiosos en la historia eclesiástica, recién es el primer miembro de la Compañía que llega a Roma. ¿No es raro que, con el poderío que siempre nimbó a la Compañía de Jesús a lo largo de más de 4 siglos, le toque a la Argentina proveer el primer jesuita que llega a Obispo de Roma?

Si no hubiera más que esos tres o cuatro elementos, una pluma diestra y una imaginación que no se desbocara, podría ya empezar a tramar una trama.

Porque, ¿qué puedo decir?: demasiado argentino, demasiado jesuita, demasiado argentino jesuita, demasiada profecía y Parusía dando vueltas alrededor de argentinos y jesuitas: demasiado todo como para que la cuestión pase del todo inadvertida.

Pero están los subproductos. Datos como simbólicos, o al menos significativos, que podrían ayudar a tejer más hebras y que para algunos complicarían la historia, aunque para otros la harían más transparente.

Por ejemplo, uno o dos. 

Un alfil importante en esa historia y hasta muy necesario (con necesidad de medio, exclusivamente), tendría que ser un maestro de la doctrina y su custodio oficial. Entre otras cosas, porque, con cuestiones parusíacas de por medio, estaría en juego el sentido teológico de la historia, que es, obviamente, su sentido principal, además de su sentido primero y último. Y la novela sería difícil también por esta razón. Pero tendría que ser un eje ineludible porque, sin ese ingrediente, no tendría mucho sentido. 

Entonces: el jesuita argentino sentado en la Silla de Pedro elige para esa delicada posición de maestro de la doctrina a otro argentino, un neoarzobispo de una arquidiócesis notable del país. Pero aparece una complicación. Hay un alto prelado que anteriormente ocupaba la posición del ahora designado custodio. No es argentino y es teólogo de renombre. Tuvo, 10 años antes del nombramiento, la ocasión de poner en entredicho ciertas expresiones y afirmaciones del que ahora lo sucede, porque las encontró no claramente concordantes con el depósito de la Fe que ahora deberá custodiar. Es decir, el neocustodio aparece cuando menos laxo: de hecho no ha variado en sus posturas que, en cierto modo, se acendraron. Aquello, difusamente disuelto después, ocurrió cuando el jesuita argentino, devenido Obispo de Roma, no lo era todavía y, siendo arzobispo de la arquidiócesis mayor de su país, lo propuso, a quien era sólo sacerdote entonces, para ocupar el cargo de rector de la mayor universidad católica del país. Ese nombramiento disparó el escrutinio romano de sus dotes y solidez teológicas.

Pasó el tiempo, pero no mucho: 12 años. De la mano de su mentor, el hombre escrutado pasó de sacerdote raso a rector universitario, de allí a obispo, de allí a arzobispo y de allí a prefecto y custodio de la Fe, con un más que probable acceso al cardenalato y eventualmente a ser elegible para suceder a su mentor, el jesuita argentino. Al nombrarlo en el último ascenso de su carrera inaudita y vertiginosa, el jefe de la Iglesia hizo pronunciamientos claros respecto de lo que esperaba que su paisano argentino hiciera en orden a la futura plasticidad de la doctrina. Y, según se mire, lo que le pedía que hiciera estaba en la línea de las posibilidades de su protegido, que no parece ser muy sólido en materia teológica y por lo mismo bastante “plástico”. ¿Por qué haría eso quien lo nombró para ocupar un lugar tan delicado? ¿Por qué promovería tanto a tan poco?

Un novelista podría especular e incluso enhebrar aquí sus propias razones, al menos verosímiles. Podría también sumergirse en una tarea de fuste: recopilar información sobre todo el asunto y sus conexiones. Y se entiende que así, a partir de esta disyuntiva, la novela correría el riesgo de engordar demasiado buscando hacerse explícita o, renunciando a detalles importantes, adelgazar demasiado y llegar a ser críptica hasta lo incomprensible o sencillamente banal. 

Elementos que a algunos críticos podrían parecerles simples datos "de color", podrían dar más volumen narrativo para desarrollar la trama (y darle menos trabajo a la imaginación del escribidor). Uno sería el hecho de que, tras la promoción del neoarzobispo a Roma, quien lo promovió a ese alto sitial de custodio cubrió –a su vez, y con celeridad simultánea–, el lugar que dejó vacante en su arquidiócesis el vertiginoso neoprefecto. Y lo reemplazó ahora con otro paisano argentino, neoarzobispo de la misma laya e impronta, del mismo fraseo, de la misma doctrina difusa. De resultas del vértigo de todo el encadenamiento de sucesos, el reemplazante del neoprefecto resultaría con parecidas probabilidades de acceder, a través del cardenalato, a un Cónclave. Otro asunto: poco tiempo antes, vertiginosamente también, la principal sede de la Argentina fue cubierta con un "joven" neoarzobispo, parejo en convicciones y lenguaje con los dos promovidos en tándem y, también él, con las mismas probabilidades de participar de un Cónclave con un presumible cardenalato a la vista.

Sí: una novela difícil. Porque, otra vez: demasiado argentino en una historia planetaria de origen y fin metahistórico. Otra vez: quedaría a la luz una desproporción notable con el peso que, a primera vista, el país de origen de todos estos actores tiene en el curso mundial de los sucesos que más y verdaderamente importan.

Personas y personajes argentinos. Un jesuita argentino olvidado y semiredescubierto, oteando desvelado el paisaje de la Parusía, también para advertir que, antes de la Parusía, habrá una abominación desoladora en el lugar en que no debe estar. Un jesuita chileno dándole, a la distancia de los siglos (junto con otras fuentes), materia para discernir, en cuanto sea posible, las huellas proféticas de Cristo y su Anticristo. Un jesuita argentino ocupando, doblemente por primera vez en la historia (por jesuita y argentino), la Cátedra de Pedro, desde la que atrae a su lado a más argentinos y los ubica en alturas que los exceden con mucho, pero que resultan adecuados para orientar y promover (y custodiar) una versión de la doctrina y de la sacramentalidad que se busca sean más adecuadas a los tiempos, y que no irriten a los tiempos y los complazcan, sin que importe si los tiempos necesitan más bien adecuarse a una doctrina y a una sacramentalidad que los lleven, en cuanto sea posible, de manera más luminosa a la Parusía. Tan luminosa como doliente, claro, porque no sería lo que los tiempos quieren de la Iglesia en este mundo.

Parecen todos personajes extravagantes y menores –periféricos se usa decir hoy día–, inmersos de pronto en altos asuntos que tocan no solamente las quisicosas de los peligrosos pasillos curiales o las geopolíticas evanescentes, sino que principalmente tocan asuntos que alcanzan los sitios aéreos en los que se disputan combates angélicos. 

Es como para una novela, sí que lo es. Una novela difícil, claro que sí.

Pero no sería la primera en la que personajes periféricos se mezclan en el concilio de los Grandes Magos y en las trágicas acciones definitivas. Por decir algo: Frodo Bolsón no es un guerrero hiperbóreo invencible y sin embargo debe combatir combates que no parecen estar a su altura; aunque así lo hace, inmolándose. Del mismo modo, el desastrado Sméagol-Gollum tampoco es un alto y terrible sirviente del Señor Oscuro, pero ciertamente es su sirviente y ciertamente lo sirve, cómo que no, hasta cumpliendo un paradójico e impensable papel definitorio. 

Aunque, si de términos históricos paradójicos y desproporcionados se trata, tampoco sería la primera vez –ya en la historia real– en la que, de un rincón olvidado por todos los imperios, surgiera alguna figura mínima en apariencia que le dé un dinamismo inmenso a la historia, hasta darla vuelta desde adentro como un guante, logrando finalmente con su acción hacer nuevas todas las cosas. Como una piedra que los arquitectos humanos de la historia han desechado, pero que ha llegado a ser la piedra angular. Cristo es eso.

Y si Anticristo es lo que el término indica, bien puede ser también una nota distintiva de lo anticrístico la desproporción notable entre su origen anodino e incluso plebeyo y el rango al que se encarama, pero ahora como una parodia de aquella otra pequeñez indavertida, potente y triunfante, porque lo anticrístico es anticrístico. Como que, también, y a la vez y en consecuencia, un personaje así podría intentar hacer lo mismo que su antagonista, pero exactamente invertido, porque lo anticrístico es  precisamente anticrístico. Y no triunfaría, se entiende. Quién cumpliría el papel de ese personaje es algo que ni el mejor novelista podría saber. Sólo podría especular, con mayor o menor acierto. Y con mayor o menor Fe, tratar de vislumbrar, sin la presunción de que lo sabe de cierto.

No. No puedo escribirla. Como quiera que fuere. No puedo escribir esa novela difícil. No soy santo, no soy tan buen escritor, no tengo el arte ni me da el resto o la enjundia para escribir esa novela. 

Sé, eso sí, que, de todas las novelas posibles, es la única que importa de veras. Y sé también que, aunque hay novelas posibles que podrían tener un final abierto, ésta no lo tendrá. Y mi pobre estatura, apenas se conforma con eso.