viernes, 8 de septiembre de 2023

A ver esto de la "batalla cultural" (II)




Hace unos 5 años, en medio de escaramuzas verbales por la cuestión de las uniones homosexuales e ideología de género, una congregación vaticana emitió un documento para que sirviera de base “dialogal” en ámbitos educativos, fijando la posición de la Iglesia Católica frente a la cuestión. (*)

A propósito de eso mismo, recuerdo haber oído en esos días un comentario en un programa radial de una radio progresista, nac & pop y ampliadora de derechos. El periodista, con agudeza, hizo una observación: “Después hablamos de lo que dice el documento, pero el título ya es todo lo que está mal: Varón y mujer los creó…” Y siguió argumentando. Le parecía inadmisible que se quisiera imponer una visión de las cosas en la que existe un Dios que crea y que crea seres humanos que son varones o mujeres.

Y tenía razón, según su posición. El tipo estaba en plena batalla cultural contra su enemigo y eso le exigía ir al hueso, sin tanto melindre y tanto minué: si Dios existe, estamos fritos o veremos qué hacer para desahcernos de él; pero Dios no existe o no nos pueden obligar a creer que existe y que es lo que dicen que es o que es el gran ingeniero de todo lo que supuestamente creó.

Bien por él: corto y al pie. El bando en el que milita parece que en el fino fondo tiene claro al enemigo y, aunque le gusta inventar o redefinir lenguaje para dominar la discusión y toda la agenda, no hubo subterfugios en esa ocasión.

Como por entonces leía cuestiones relacionadas, llegué a Antonio Gramsci y sus consideraciones sobre el papel de la mujer y la vida sexual en una sociedad revolucionaria. Junté las dos cosas y escribí algunas líneas en la bitácora
ens. (**)

*   *   *

Dicho lo cual (con todo y las molestas autorreferencias al margen…), vengamos a lo de hoy, otra vez.

Y, casi seguro, habrá gentes a las que una primera observación le suene exagerada. Pero sin ella, creo que no valdría la pena seguir.

Porque, si se mira bien, en realidad no hay tal batalla, sin más, como un episodio meramente cultural, en sentido horizontal, como una mera puja histórica de corrientes de pensamiento: esto es una guerra. Y es guerra antigua, más antigua que lo que las crónicas puedan registrar, porque empezó entre ángeles y cuando no había hombres en el universo.

Debería ser nítido: si algún sentido y alguna importancia tiene combatir esta batalla y discutir asuntos de este mundo, en este planeta, asuntos que se consideran graves o raigales para la historia y la vida de los hombres en este planeta, es porque las raíces no están en este planeta y porque también ellos son instancias de una guerra antigua. Esta es batalla de una guerra y hacerse el tonto en este punto no solamente preanuncia una derrota sino, lo que es peor, hace que cualquier triunfo momentáneo que se crea propio, sin esa nota preliminar absolutamente clara, se vuelva, al final, un triunfo del enemigo.

¿Cómo sostener verdades que son la secuela directa y necesaria de la ley divina, corriendo de la escena con el dorso de la mano –cortés y discretamente– al autor de esa ley, para que la gente no se asuste o para que no nos tomen por místicos alucinados, papanatas ingenuos o niños que creen que de veras el lobo se comió a la abuelita? ¿Por qué motivo inteligente se nos podría ocurrir poner cara de que somos hombres de este tiempo, astutos, ilustrados y científicos, sensatos y razonables, prudentemente políticos, que sólo discutimos con argumentos que creemos que no nos desacreditarán ante nuestros interlocutores, en vez de poner la cara que tenemos y admitir sencillamente que sabemos lo que sabemos?

Que Dios es, que es persona, que es trinitario, que es el creador de todo lo que existe, que es el Señor de la historia de principio a fin, es una verdad mucho más ácida que el que haya creado al hombre y los haya creado varón y mujer, por mucho que lo segundo exaspere, porque suene autoritario y por lo que implica respecto de los nuevos credos anatómicos y morales de la opinión establecida, dominante o conveniente. Si lo que llaman “batalla cultural” trata acerca de esto, detenerse allí sin traspasar la esfera horizontal de lo humano y sin afirmar netamente todo lo primero respecto de Dios, es una estrategia de combate anémica: porque lo segundo es así porque lo primero es así. El hombre es lo que es porque Dios es.

Que Dios es el viviente supremo y es amor su naturaleza y que ha hecho que sus creaturas semejantes, por amor colaboren con la vida de principio a fin, es la razón última para que el aborto querido y buscado sea una rebelión nefasta o la eutanasia un asalto al Árbol de la Vida, como el mismo aborto, la eugenesia, la manipulación de embriones lo es. Sin lo primero, lo segundo es, si acaso, una cuestionable práctica quirúrgica o clínica por razones de higiene física o mental o de comodidad.

Pero hay más y más cosas en 360° que están en el sumario de la batalla que hay que dar y que no suelen figurar en el discurso de quienes dicen dar esa "batalla cultural". O, lo que es más peligroso, asuntos que ingresan en la lista de cosas a proclamar y reclamar, pero definidos de manera ambigua o errónea.

El sentido de la propiedad, la naturaleza y el sentido y los alcances de la libertad, las razones y la finalidad de la vida en sociedad, la naturaleza y la finalidad del poder en todas sus versiones y particularmente en lo político, la razón de ser y la finalidad de la naturaleza viva o inerte que rodea al hombre, el fin y los fundamentos y las necesidades de la educación del hombre, la justicia de las leyes y de las instituciones, la prudencia y justicia con la que administra los bienes naturales que le están confiados, el uso de la fuerza, la consideración de lo que indudablemente es común... Quien quiera puede seguir la lista de asuntos. Pero la definición y comprensión última de todo eso –tan importante socialmente como lo relacionado con la vida–, está indisolublemente unido a la existencia de Dios y a su propiedad intelectual y efectiva de todo cuanto existe y fue creado por Él, aun considerando la autonomía relativa del hombre, también ella de raíz heterónoma en último término. 

Se dirá que en la mayoría de tales asuntos rigen las leyes de lo probable y útil y conveniente, en orden a lo que los hombres proyectemos o hagamos con eso. Y es verdad. Lo que no es verdad es que tengamos poder omnímodo para obrar contra las leyes que rigen a todo lo creado. Si una cultura concibe mal lo que es Dios, el hombre y las cosas, es lo más probable que obre torcida o defectuosamente. Y quien pretenda dar una batalla cultural, deberá asegurarse primero de que su concepción de ese trinomio es verdadera y que es en razón de esa concepción que da la batalla. Y, si es así, ¿por qué lo callaría? 

En este mundo sublunar, en los asuntos contingentes y temporales se hace lo que se puede, en los tiempos en que sea oportuno y posible. Pero lo que no puede pasar, aun en estos asuntos que –hay que insistir– son también ellos un campo de batalla, es que no se sepa, se olvide o se ignore por qué dar batalla. 

Cuando un laico piensa y siente que todo esto no es práctico, no es conveniente, no es prudente, no es político, o cuando piensa y siente que ese lenguaje que empieza con la palabra Dios pertenece a los clérigos exclusivamente y que, si acaso lo usa él mismo, debe hacerlo con sordina, en privado, sin que suene en su palabra pública, con precaución para no ser descalificado y cancelado, allí es cuando se transforma en un desertor o está a punto de serlo. Podrá dormir en las mismas barracas con sus camaradas de combate, tendrá el mismo uniforme, y hasta, en ciertas cosas, obedecerá a sus capitanes, si los encuentra, y formará en sus filas rumbo al frente con aparente ahínco y con casi las mismas armas. Pero su corazón se ha filtrado imperceptiblemente hasta pasar tras las líneas enemigas; y no para una operación encubierta, sino para instalarse allí, como alguien que, cuando menos, tiene doble ciudadanía y, claro, imposibles dos lealtades. En el mejor de los casos, andará entre ellos con la incomodidad del que se ha quedado sin patria y no encuentra un motivo lo suficientemente hondo y propio que satisfaga el sentido de su participación en la batalla. Peor le irá si ni siquiera se da cuenta.

En distintas épocas y lugares, en conflictos entre ejércitos y entre comunidades o naciones, ha existido eso que se llamó siempre “la tierra de nadie”, una zona en apariencia neutral, o baldía mejor, en la que nadie tiene supremacía y sobre la que no se permite tampoco la supremacía del adversario. Un más o menos amplio pasillo que separa a los contendientes, refugiados cada cual en sus trincheras o posiciones, tratando de avanzar o de impedir que el enemigo avance. 

Pues, eso ya casi no existe en el caso agónico de esta “batalla cultural” que tanto se menea. Como tampoco existe la neutralidad, pues los asuntos en disputa se acercan vertiginosamente al límite en el cual, la más mínima proposición contraria al fundamental “Dios existe” se manifiesta insalvablemente contradictoria y, lo que importa más, tiñe la propia posición hasta el punto de que el combate se hace inevitable. Un combate a vida o muerte.

Así ocurre en esto que llaman “batalla cultural”, aun cuando un bando no se anoticie de eso o lo considere irrelevante, o considere que se puede –con la debida y razonable apologética, que para nada le sea ofensiva al credo de nadie– avanzar hasta el triunfo del bando propio, sin que haya que arriesgar la vida “en exceso”, ni la vida del alma, ni la de la fama o la del cuerpo, que siempre impresionan más aunque son menos.

En las filas adversarias puede haber toda suerte de combatientes, miembros de número y espectadores. En los ejércitos en batalla siempre los hay. No todos combaten efectivamente, pero acompañan o cumplen tareas menores o medianas, tal vez hasta significativas, aunque lejos del frente crudo de batalla. Como hay los que simplemente quedaron de ese lado y, con cierta indiferencia o por comodidad, van detrás de las columnas más aguerridas, hasta por temor a desentonar, o porque no han conocido otra cosa, y eso porque quienes debieron decir las cosas que debieron de haber dicho para que las conocieran, no las dijeron o las dijeron tan mal que quienes los oían no alcanzaron a ver la diferencia entre ambos bandos.

Pero si hay un oponente real, sólido y determinado, impulsado por una convicción firme y una finalidad fortísima que, como un imán poderoso, lo atrae al combate, entonces, a ése hay que considerarlo seriamente. Hay que tener en cuenta que lo anima algún amor (dicho genéricamente) y algún odio poderoso. Porque sabe lo que quiere, sin dudar; y sabe lo que detesta, sin dudar. Ése, mira las piruetas retóricas de oportunidad, oye los argumentos incompletos, edulcorados o especiosos. Y se ríe internamente viendo al adversario enredarse en sus propias tácticas sinuosas a medio cocer y en su estrategia errada y hasta vacilante, cuando no traidora a su propio bando, queriendo o sin querer.

No se puede enfrentar a ese oponente real y último con abalorios para la tribuna, con fuegos de artificio para los votantes, que se pretende que finalmente decidan democráticamente quién ganó, haciendo eso hasta con un apetito desbocado de vindicta porque ha desaparecido la Cristiandad. Porque se siente que el bando propio perdió y se debe recuperar el poder que tuvo en otros siglos brillantes, a como dé lugar.

No se debe enfrentar al enemigo aguerrido esquivando las verdaderas razones propias. Ni se debe escatimar la razón verdadera de la batalla a quienes se pretende que la peleen. Porque, además de todo lo demás, es un fraude. Porque efectivamente eso es si, por temor a nombrar el Cielo o el infierno, para empezar, sólo se les habla a los hombres de una sociedad más justa y verdaderamente inclusiva, o de un aguado y genérico estar a favor de la vida, o de un bienestar y un progreso social pingüe y confortable en este mundo, recurriendo a razones horizontales que, por verdaderas que pudieren ser, siempre serán la parte baja de la verdad. De la parte alta y vertical, de aquella parte en la que están las raíces de aquello de lo que se esperan frutos en la parte baja, de eso no se habla.

Y no suele hablarse porque no se cree que sea del todo verdadero, o porque entorpece el discurso, o porque hay que hacer cálculos, juntar votos y voluntades, sacar huevos de todas las canastas que se pueda, sin asustar con el Cielo, sin asustar con el infierno, corriendo al patio de atrás a los ángeles que son los que tienen encomendado custodiar la vida de cada uno de los hombres engendrados y hasta de las comunidades o naciones que forman, poniéndose con aparente solvencia y verba galana en el atril de los discursos para lanzar sus razones de oportunidad política y mundana, dejando en la sala de espera –para que no se meta en nuestros asuntos humanos– al que tiene la primera y la última palabra. Dostoievsky lo dejó bien expuesto en las palabras del Gran Inquisidor, ¿para qué repetirlo ahora?

Pero esa estrategia para la “batalla cultural” no es tan importante si es la de los socios agnósticos que puedan ser por sus razones defensores de la vida, si la impulsan los razonabilísimos socios liberales, que guardan a Dios si acaso en su fuero privado pero a la vez temen u odian y por eso combaten –algunos, por meros pruritos conservadores– la revolución moral y política (y económica, obviamente) de las huestes progresistas, de izquierda o populistas; no es tan significativa si es la estrategia de socios tácticos que se colectan entre protestantes, amish, evangélicos, musulmanes, judíos, taoístas, budistas. Esa estrategia fallida verdaderamente cuenta cuando es la estrategia de los católicos, sin mucha distinción de grados, de honores o de tribus partisanas al interior de la Iglesia.

Importa sobre todo y más que nada que sea la de los católicos: los únicos que dicen profesar una Fe cuyo contenido y origen sobrenatural y divino no les permite olvidar lo que olvidan, esquivar lo que esquivan, tergiversar lo que tergiversan, mentir lo que mienten, ocultar lo que ocultan, temer lo que temen, apartarse de lo que se apartan, asociarse con quienes se asocian, planear lo que planean, impulsar lo que impulsan, condenar lo que condenan, maltratar lo que maltratan.


Porque,

si un católico no entiende realmente de qué se trata la “batalla cultural” en la que está empeñado,

si no advierte el origen y la naturaleza de la guerra de la cual esa batalla es apenas una batalla,

si sólo espera el triunfo temporal de lo que cree estar defendiendo en esa batalla,

si su consigna principal es que los enemigos de sus enemigos son sus amigos,

si confunde su militancia en estos combates con la dialéctica izquierda-derecha y toma partido, mezclando lo que debería importarle con lo que les importa a otros, a los que sólo les sirve usar las razones católicas como munición contra los enemigos de sus propios fines,

si antepone lo horizontal de los argumentos de batalla a lo vertical de la guerra,

si pretende ingresar con su acción en la esfera de los poderes y tener una silla entre los que conducen los asuntos de este mundo en tanto asuntos de este mundo, y ser alguien en el ámbito sinuoso de los asuntos del mundo en tanto asuntos del mundo,

si se asocia a otros que dicen las mismas palabras que él dice, sin que le importe que las digan para que él se asocie a ellos y formar así una masa crítica que le dé fuerza y poder a quien no debería tenerlo para hacer lo que no debería,

entonces, a un servidor, al menos, le quedará claro que no ha entendido el sentido de su combate o que se ha decidido a pelear una batalla que tiene poco o nada que ver con la batalla cultural que debería pelear, no necesariamente para vencer, sino, necesariamente, para no ser vencido.

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(*) (https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccatheduc/documents/rc_con_ccatheduc_doc_20190202_maschio-e-femmina_sp.pdf)

(**) https://revistaens.blogspot.com/2019/06/cosas-de-chicas.html