viernes, 1 de septiembre de 2023

A ver esto de la "batalla cultural" (I)




Fue hace unos cuantos muchos años. 

Cuando empezó a correr en ciertos ambientes la marca "batalla cultural", creí que se trataba de una reedición de otras marcas históricas, como si reviviera la de Bismarck en el Imperio Alemán. Y no, no era. Venía de Europa el mote, sí, pero de otro embrión entonces y más bien entreverado con debates políticos de tiempos de la postguerra y de la naciente guerra fría. Los '60 tuvieron mucho de eso y el hito del Mayo francés fue una de las bocas de expendio de lo que estaba pensándose para los '70 y para después, hasta el infinito y más allá. Había hebras de hippies y rockeros, algo de la escuela de Frankfurt y aquella cuestión de las industrias culturales, y algo de Berkeley y otras hierbas (literliter loquendo...). Por decir algo, el aquelarre de amor libre y flower power de Woodstock, es como un abuelo naïf de los desmanes sexópatas que florecen en nuestros días.

Por estas pampas, por ejemplo, recuerdo que hubo –en tiempos de los militares– una fuerte y reiterada advertencia, particularmente desde medios y grupos nacionalistas católicos: los militares parecían no tomar en cuenta que las verdaderas armas de sus enemigos, las más durables y penetrantes, estaban en los arsenales de las palabras que traducían consignas y en las consignas que traducían cosmovisiones y diseños de la sociedad, la historia y el mundo. Y que –si acaso era algún paliativo o prtendida solución– no bastaba con quemar libros: había que escribirlos, en todo caso: porque no se desplaza lo que no se reemplaza. Les habrá sonado, a la parte de ellos que tomaba las decisiones, a una pulposa nube de flatos de intelectuales inútiles. O, lo que no es lo mismo, les habrá sonado a peligrosas ideas antiliberales. Lo cierto es que lo que resultó mayormente inútil fue el esfuerzo de advertirles. Y más que eso: la advertencia sirvió, por ejemplo, para que clausuraran los medios que lanzaban la advertencia, mientras florecían y maduraban a pleno sol las consignas que los acecharon y finalmente los vencieron en esa "batalla cultural", derrota de la que hoy todavía se lamentan. Curioso, pero histórico.

Después vino un tiempo en que la izquierda, en particular la ilustrada y champagne, de pelaje vario y hasta tintada de socialdemocracia afrancesada, agregó ese asunto de la "batalla cultural" a sus insumos discursivos, de a ratos impugnándola en las derechas liberales y por el uso que hacían de la marca para asuntos económicos y políticos, de a ratos usándola como ariete para establecer la democracia como estilo de vida, de a ratos –poniéndose culturosos– asociándola vagamente y en su beneficio a otra marca propia del mismo género, aunque distinta: la "hegemonía" gramsciana y sus derivados culturales, que tal vez, y sin tal vez, es la más potente herramienta vigente todavía, aunque los contenidos entren y salgan del menú, según lugares y circunstancias.

Es verdad que hay que tener, por lo menos, unos cuantos años para haber visto andar por ahí al afamado binomio "batalla cultural" y verlo hacer nido aquí y allá, muchas veces a la vez aunque en sitios opuestos. Pero no abultemos demasiado este tramo de la cuestión, para no alargar lo que son nada más que unas cuantas líneas de ensayo. Vengamos a lo de hoy, como dice Manrique en sus Coplas.

Desde hace un tiempo que veo, como cualquiera que no sea ciego y sordo, que la marca "batalla cultural" cobró nuevo impulso. Ahora global y habitando casi exclusivamente en los domicilios de nuevas derechas cuasifilo católicas y más bien conservadoras, para ser muy sintético y no muy preciso en la descripción, aparecida ahora con un aire de descubrimiento y nueva extrategia simultánea en el planeta. Sin demasiada convicción, usan ahora la expresión las izquierdas y los progresismos más radicales. Pasa que parece que esta vez, ganando las palabras y el contenido tópico para su uso, las derechas se quedaron con el copyright y por eso la expresión suena forzada cuando late del lado izquierdo del mapa político. Parecerían que no quieren quedarse afuera de un binomio rentable y épico como ése.

Hoy, desde Estados Unidos (donde tiene algo más de historia) a Hungría o Francia o Inglaterra, de Polonia a Italia o a España, movimientos políticos y culturales de cierta relevancia y representatividad social, como otros menos visibles pero operantes –y todos bajo paraguas diversos de derechas diversas, mayormente conservadoras y religiosas–, han vuelto a desempolvar una versión de la kulturkampf (a la que entiendo no llamen así, porque el nombre está asociado al bando enemigo en 1870..., como que esa marca es suya... y antiocatólica). Y así han llegado a incluirla otra vez como un insumo discursivo vertebral, o en apariencia vertebral. 

Todo esto podría tener quizás un interés de crónica o apenas analítico si, en mi patria, la cuestión de esta "batalla cultural" no hubiera alquilado también un terrenito y no hubiera empezado a levantar algunas paredes desde hace unos pocos años.

El asunto es que (y siempre siendo cruelmente sintético) a esta otra vez nominada "batalla cultural", hoy por hoy, le pediría documentos y hasta el certificado de vacuna antisarampionosa y un bucodental completo. Y si no tiene los papeles en regla, diría que no debería ingresar así como así al mundo de las ideas y de las acciones que se pretenden contraculturales o contrarrevolucionarias, porque (esto es ineludible) no se puede empezar a conversar sin precisar que se entiende por cultura y por revolución, cuando menos, aunque sólo fuera en términos políticos. Y hasta reclamaría un análisis de ADN también, porque, en lo que a su servidor respecta, por lo pronto quiero saber quiénes son el padre y la madre de esta criatura, y hasta quiénes sus parientes, y, claro, con qué gentes anda por ahí. En suma, cuántas sangres se mezclan en sus venas, cuántas inteligencias y voluntades la han parido e impulsado y para qué.

No: no es un afán purista, principista o angelista. Pasa que todo el asunto podría tratarse de una idea grande, de esas por las que uno está dispuesto a dar su vida. Y si, llegado el caso, tocara morir por eso, al menos un servidor querría saber que no va voluntariamente a la muerte por las razones equivocadas. Por eso mismo, no está de más, cuando llega un regalo que parece venido de los dioses, recordar a Virgilio cuando en la Eneida le hace decir a Laocoonte, sacerdote troyano que miraba el Caballo de Troya que los griegos le regalaban a la ciudad, aquello de Timeo danaos et dona ferentes..., porque hay cosas enormes y en apariencia admirables que traen con ellas enormes males.

Nadie se atrevería a impugnarme por eso. Salvo quienes quieran hacerme creer que obligadamente debería comprar el combo con papas grandes y chito la boca. Y ni así me forzarían a llevarme el combo sin abrirlo y expulgarlo: porque si se me exige un acto de fe, lo menos que voy a exigir es que me lo exija un ente sobrenatural y, particularmente, divino. Con un diktat político de oportunidad táctica, no me alcanza.

Dicho esto, veré si me hago el tiempo y acomodo la sesera para acopiar algunos granos y ver de hacer con eso algo de harina, para catar si esta renacida "batalla cultural" cuadra con lo que dice ser. O termina siendo sólo un nombre lustroso y épico (que puede ser llenado con líquidos diversos, a gusto del consumidor de la marca); el nombre de algo que no es verdaderamente una batalla cultural sino, si acaso, una segunda marca oportuna.