sábado, 12 de noviembre de 2022

Final feliz. Apuntes sobre la Eucatástrofe y la Esperanza.


Es evidente que la historia tiene un final feliz. 

Los lectores de J. R. R. Tolkien se han acostumbrado a la eucatástrofe de su relato más conocido y pueden esperar que a la larga todo saldrá bien

Pero, al mismo tiempo, es inevitable cierto sobresalto. No se puede dejar de derramar alguna que otra lágrima, incluso en medio del triunfo que de este modo deviene glorioso, sí, aunque con un regusto parcial. Pero parcial también porque el curso total de los hechos parece decirnos que la historia no está completa. No está terminada.

Ningún logro tiene el sabor de lo definitivo.

El anillo ha caído en las Grietas del Destino. ¿Pero han terminado el daño y el mal que quien lo forjó quiere para todo lo plantado por Eru en Arda y puso en su obra?

Narsil, la Espada de Elendil –que, una vez rota, usó Isildur para cortar la mano de Sauron y obtener así el Anillo Único– ha sido forjada de nuevo. Ha vuelto el Rey a Gondor, se ha restablecido el orden en la Tierra Media, los caminos son seguros, la Sombra ha abandonado Rovanion, los Dúnedáin no necesitan recorrer los Páramos. Sin embargo, hay como un hálito en todas las cosas que no deja que la celebración sea total.

Los elfos o añoran el mar o le temen a los Puertos Grises, porque o añoran la tierra tras el mar o los bosques los llaman con reflejos dorados y frescos, como rémora de un tiempo en el que se tomaron decisiones que todavía no han destilado todo su sabor. Ya las gaviotas, ya las alondras los hacen sufrir, si miran adelante. Y sin embargo, miran, para acentuar en algo los rasgos terrenalmente grises de su melancólica faz, hacia un futuro que se les muestra inevitable. Frodo tiene una herida que, sin reverdecer, duele cada año. Aragorn ha postergado el vencimiento de su completa felicidad terrena. Arwen, por partida doble, está sometida a dos despedidas y una de las dos lo es de su naturaleza; otros de su estirpe, miran el tiempo como una elección libre, pero no exenta de cierta opacidad.

El mundo de Tolkien, si bien es heroico y arquetípico –o quizá por ello mismo– no es, en cuanto a las expectativas finales, diferente del mundo real y cotidiano. Pues hay historias que terminan bien, hombres que triunfan, batallas que se ganan. Pero la historia no concluye con ello y los hombres –y todos los demás seres de la saga– aún debemos esperar un final que no es ahora.

Es el eje de la cuestión. El ahora. Cualquier ahora, cualquier presente o futuro histórico, que en cuanto a los términos del tiempo de los hombres es como un ahora, sobre todo porque es un tiempo que transcurre antes de que termine el tiempo definitivamente. Es el aquí y ahora de las cosas de este mundo. Pero este mundo tiene en su raíz el tiempo y por lo mismo, lo no definitivo. Éste no es el único mundo.

De cara a la eternidad, el tiempo humano es diferente. Y la libertad de los hombres –y de otros seres personales en la obra de Tolkien–, mientras permanece unida al tiempo, es una libertad que va tejiendo en la historia una madeja complicada. Por nosotros mismos impredecible. 

No somos adivinos, por otra parte, y nos resulta difícil entender el efectivo final de nuestras acciones. 

No es tanto el problema del fin como intención y dirección, sino como término. No es fácil saber si efectivamente se producirá lo que esperamos que se produzca. Tampoco es fácil sostenernos en lo que esperamos, pues a menudo no sabemos qué esperar; o, aun sabiéndolo, solemos mudar de parecer a medida que nos pasan cosas nuevas y diferentes de lo que esperábamos. En este sentido, también toda la historia en El Señor de los Anillos es una espera.

El ámbito de la teología, por ejemplo, tiene respuesta para tales perplejidades. Y en ese ámbito se resuelven con dos virtudes infusas, no naturales: la Fe y la Esperanza. Una le da contenido a la otra. La Fe nos dice qué creer, es un modo de saber lo que no sabríamos de otro modo. Y eso que sabemos por esta vía, es el contenido de lo que esperamos con una fuerza que no tendríamos por nosotros mismos.

En la saga principal de Tolkien el problema se plantea desde el comienzo mismo.

Hay una misión, alguien que debe tomarla a su cargo, un final imprevisible para el ojo "humano" y algo más que humano –incluyendo el ojo de Gandalf–, la libertad de aceptar o no la misión, y aun de perseverar hasta el final si se la acepta. 

Frodo –sencillo adivinarlo– es el sujeto principal de la esperanza en la novela. Aunque no el único.

Un punto de partida es pensar si, para él, en su calidad de sujeto de tal esperanza, la misión tiene algún sentido. También, en este orden de ideas, puede considerarse si él cree que hay modo de lograr lo que tiene por delante. En qué medida se siente inevitablemente obligado a realizar lo que se le propone. Si acaso cree que tiene la fuerza suficiente para hacerlo. Si todo esto lo pensó alguna vez, ¿acasoresolvió algo en su corazón y lo mantuvo luego? Y así.

Pero una vez que hemos aceptado que indiscutiblemente Frodo nos obliga a esperar con él, padecer con él, desalentarnos y temer con él, hasta ser vencidos con él, debemos admitir que toda la historia, toda entera, con más la suerte de todos los personajes, es el objeto de nuestro interés "empático".

La razón de esto habría que buscarla en los distintos niveles que parece tener la historia en El Señor de los Anillos.

Y de allí nuestras distintas ansiedades con respecto a lo que vaya a ocurrir. Y esto nos habrá de dar una jerarquía en los hechos, una línea que empuja o, para decirlo mejor, tira hacia arriba. Y no sólo hacia adelante.

Parece que se mezcla algo de cierto fatum, cierto designio, entre las acciones libres de cada uno de los sujetos de las distintas razas de seres. Y ese designio está en relación inseparable con la misma libertad. Y ese fatum no parece que pueda cumplirse si cada cual no cumple su parte, y la cumple libremente, por añadidura. No se dice en ningún momento cómo cada cual debe cumplir su parte, tampoco parece que se espere algo determinado de la acción de cada uno en cuanto al modo de ejecutarla. Pero, por otra parte, está claro que, si cada uno no hace lo suyo, el fin será distinto.

El ejemplo más claro –por lo menos, el más a mano– y que a cualquier lector asiduo se le aparece, es la advertencia de Gandalf a Frodo respecto de Gollum-Sméagol. Es el ejemplo más claro porque es el más oscuro, cuando todavía no conocemos el final de la historia e inclusive cuando recién hemos comenzado.

¿Hay que deshacerse de Gollum? Su traición cierta y presumible con facilidad, ¿no debe ser abortada en su raíz y al principio mismo de la aventura riesgosa? ¿A qué esperar? ¿Qué espera Gandalf de Gollum y por qué? ¿No nos obliga el propio autor a esperar algo de él, aunque todo nos indique que sería altamente improbable que de allí saliera algo deseable? 

Al final, Gandalf resulta en lo cierto, pero por razones y caminos que no son los que los hombres estimamos los más probables o seguros. El mismísimo Gollum cierra un capítulo fundamental de la obra. Cosa que quizás ni el propio sabio sabía con certeza. ¿Y lo sabía Tolkien?

Es una línea de acción que nos lleva a considerar algo que está en la médula de la Esperanza. Incluso la esperanza meramente de raíz humana, la mera expectativa, tiene algo de eso. Es difícil al ojo humano ver el final de los caminos con certeza.

Debemos ser cuidadosos. Hasta la prudencia de mejor madera, aun ella, debe considerar que hay sendas posibles donde parece ser todo oscuridad y, pese a todo, ser el camino que permita llegar a alguna luz. 

Y si es buena, esa prudencia humana tiene que estar próxima a la esperanza –y mucho más a la Esperanza con mayúsculas– sabiendo que no gobierna ni controla todos los hilos de la trama. 

Allí, cuando vislumbra esto, el hombre crece y se hace más que mero hombre. Precisamente, cuando obra como si todo dependiera de él y espera sabiendo que no todo depende de lo que él haga. La contingencia, otra vez, no nos permite afirmar tan taxativamente nada respecto de las acciones humanas. La indigencia natural con que nacemos, vivimos y morimos, tampoco.

Ese amable sobresalto continuo al que J.R.R. Tolkien nos habitúa con tanta maestría, tiene como contraparte una confianza cierta en que, al final, las cosas saldrán bien.

La nostalgia de los personajes más relevantes no solamente mira al pasado. Por alguna vía paradojal, se sabe que la nostalgia a veces es la compañía de los que esperan el bien futuro, con una certeza esperanzada que hace de consuelo al mismo dolor de la nostalgia. 


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(Publicado por un servidor en la revista de la Asociación Tolkien Argentina, Mathoms, año 5, número 6 – Julio de 1999