lunes, 14 de noviembre de 2022

A Manolo González, ¡salud!


Entre papeles viejos que revisaba, estalló de pronto la felicidad de estos versos que diría son de Manolo González, insigne gallego. Vienen de tiempos viejos. Él ya no está para defenderlos, pero inútilmente estaría, porque no necesitan defensa: se las arreglan más que bien solitos ellos. 

Tiempos eran aquellos días en los que, malentendiendo un poco y malhumorando (con razón, a veces) otro poco, el bueno de Manolo se las tomaba a diestra y siniestra con justos y pecadores. ¿El pecado? La anglofilia que decía tenían casi todos, menos los que él creía que no. Y tenía razón según aquellos que posaban de británicos, pero no tenía razón respecto de aquellos a los que no conocía, no entendía. O no quería, a secas. Que para ser arbitrarios en odios y amores, los de su península bastan y (a veces) sobran.

Pero el asunto es que me dio tanta alegría reencontrar la gracia de aquel buen hombre bueno, que me salvó unos cuantos días de andar trajinando con zonceras y solemnidades. Y eso hasta hoy, que me resuelvo a copiarlos aquí para darles algo más de inmortalidad que la que inmerecidamente les negué en mis cartapacios todos estos años. Ya verán los que puedan ver que la gracia de aquel hombre pasó a los versos. Y eso solamente ya merece la memoria.

Hay tantos guiños en estas coplas, que habría que encender un buen fuego a la intemperie, buscar unos buenos vinos y tabaco negro y estar así hasta que las velas no ardan, yendo y viniendo por cosas que solamente recuerdan los que recuerdan y a algunos de ellos les importan.

Pero lo que vale verdaderamente la pena es pasarse ahora un tiempo con esta orfebrería del gallego insigne, Dios lo tenga en su Gloria. 

Y a eso vamos.

Romancillo corto, para cantar por trovos murcianos que hizo el Canario Viejo del pueblo de Churruarin y que dedica a sus paisanos y amigos, pobladores de la Costa Galana.


Ahí van esas castañuelas
con su giraldillo dentro.
Son amuleto indicado
para ahuyentar a los necios.
Su repique causa estragos
entre los de duro cuello,
que no son sólo mosaicos
los que llevan aquel sello.
Haylos de culo entalcado,
borrachillos de té negro,
haylos cieguicos de humazos
de pipa de gringo viejo.
Igual que el perro no ven
más que lo blanco y lo negro,
aquestos tienen rompida
la baquía y el talento
para entender cuatro cosas
chiquinas, como en el cuento
del granito de mostaza,
pero de gran fundamento,
digo: un pasacalle chulo,
castizo, barriobajero,
las soleares de Triana
que cantan los alfareros
o a una muchacha que hablaba
de tú con dulce "francesco"
–que digamos la verdad
de haberlo conocido ellos
se lo asaban, tan campantes,
romanamente al spiedo–.
O a un hombre que ha sido un hombre,
más allá de sus defectos,
que por pecados los tuvo,
confesados y aun absueltos,
que con la undécima parte 
de un sexto de medio huevo,
tenía más atributos
–cojones, que dice el lego–
que todos los "anglicanos"
de Tolkien town, subporteño.
Ahí van esas castañuelas
que a imperiales puñeteros
les hiciera conocer
lo que es una hembra con fuego,
con sal y sol en la sangre,
en los brazos canasteros
y en las caderas que anuncian
que hay sitio, casa y asiento
para cien generaciones
de pueblo, que es mucho pueblo.
Como dijo, aunque disguste
a siniestros pensamientos,
un Don Ramiro, alavés,
que nombro Maeztu el Bueno.
Así que basta de ronda, 
que se acaba el cante viejo.
Ahí van esas castañuelas,
con su giraldillo dentro.
Su ¡Arriba España! en la voz
y su grito compañero
de ¡Viva Perón, carajo!
que son decires señeros,
señalados y señores
que no ha de vencer el tiempo.
Y allá va mi despedida,
rosa de rosales nuevos
¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen!
¡Viva mi raza y mi pueblo!