lunes, 11 de julio de 2022

Carta sobre la tradición




En julio de 2001 (tiempos difíciles y felices, todo a la vez...), escribí el texto que dejaré más abajo.

Pasaron 21 años que, en términos de la historia de los hombres, es apenas un segundo. Y publicarla ahora, otra vez, de alguna manera me sorprende, porque hoy volvería a escribirla sin quitarle una iota, como que en nada la he modificado.

Y digo otra vez porque circuló suelta hasta 2006, año en que se publicó en el primer número de la revista Bueyes perdidos; más tarde, integró el tercer Cuaderno de ens, El Reino, una colección de ensayos (no todos publicados en la bitácora), sobre teología de la historia, escatología y asuntos del género.

Hace unos días, alguien me recordó esa Carta, porque alguien se la estuvo mentando, y de allí que volvió a aparecer.

CARTA A LOS QUE VIENEN Y A LOS QUE ESTÁN

(EN ESE ORDEN)

Sobre cosas que ya se saben


El estilo


¿El estilo es el hombre? Parece que sí. Parece que las cosas que uno hace se tiñen de modo inevitable con la huella de nuestros pasos, de nuestros gestos, de nuestra voz. Un nombre que no nos gusta nada, nos molesta menos cuando conocemos una persona que nos cae bien y lleva el nombre aborrecido. 

Cuando hablamos, por ejemplo, la inflexión de la voz, las palabras que elegimos, la posición de nuestras manos, así como son pasto de la caricatura, son nuestro sello. Y ni siquiera es del todo nuestro.

Muchos aprenden primero nuestras palabras y después sus significados. Aprenden primero a pronunciar como nosotros, después a pensar como nosotros, a veces. 

Repetimos palabras de otros durante mucho tiempo hasta que al fin nos damos cuenta de lo que significan. Mientras tanto, muchas de ellas nos han modelado en algo el corazón. Hay quienes repiten las nuestras con la misma suerte.

Unos pocos ni se fijan en las capas exteriores. A veces aprecian lo peculiar y lo respetan como peculiar...de otro, no de ellos, que tienen su propia peculiaridad. Pero éstos son los menos. 

Así es en la niñez y en la adolescencia. Así aprendimos a fumar y a comer con los codos pegados al cuerpo, así aprendimos a vestirnos o a caminar o a pararnos como el modelo exterior que nos fascina. 

La adolescencia, quizás más que la niñez, es el territorio de la fascinación. Es gracioso ver a un adolescente en imitación. A veces es patético: sólo el gesto hueco de contenido, parásito, fascinado. 

Más allá del resultado y los motivos, en general es así como se aprende: mímesis, imitación. El que aprende casi nunca lo sabe. El que enseña siempre tiene que saberlo.

Ver a un adolescente entero, verdaderamente peculiar, sin subsidiariedad gestual, ni de alguien ni del grupo, es raro. Son los del estilo personal. Y –fatalmente– los imitables, los imitados. Y aún ellos no son del todo peculiares. Nadie es tan uno mismo que sea enteramente único, hecho sólo de sí mismo, aunque sea irrepetible.

Uno sólo es el Único.

Hay veces que nuestros pensamientos van poco más allá de nuestra dicción peculiar. Hay veces que decir algo es en todo caso decirlo de un modo determinado. 

A veces, lo que estamos diciendo es que las cosas deben decirse de un modo determinado. Más allá de lo que digamos.

Hay mucha verdad en esto. Es verdad que no somos estrictamente tanto creadores de doctrina, cuanto letales, originales o extravagantes refundidores.  Sensatos o insensatos.

Exprimimos frutos de suyo jugosos, más que inventar nuevos frutos, o nuevos jugos. Nuestra habilidad mayor suele estar en la mano que exprime. 

Y es en la lengua, con la que articulamos palabras que no creamos, donde está la muerte y la vida, como dice el Levítico. Para nosotros y para otros.

Y es verdad que, más que cualquier otra cosa, heredamos, en ambos sentidos, un estilo, un modo.

El viaje


La mayor parte de nuestra tarea como traditores es la de pasar de un lado a otro del agua una carga valiosa. La mano que gobierna la nave, la experta en oleajes, es la que se luce habitualmente. 

Pero lo que vale en verdad es la carga. Y la carga no es el estilo con el que gobernamos la nave, ni nosotros, ni los viajeros que llevamos. El viaje será más menos fructuoso, más o menos divertido. Pero, en realidad, no somos la carga.

Si Alguien quiere decir algo y quiere que alguien lo reciba, no quiere decirnos a nosotros, no somos nosotros lo que quiere decir: quiere decir por nosotros, a nuestro través; siempre somos o el barquero, o la barca, por lo menos para algunos; somos también pasajeros.

La nave está cargada de pasajeros, no todos navegantes. Cuidarán la carga tanto cuanto la cuidemos nosotros, si somos los navegantes; de nuestro modo de gobernar sabrán lo que vale la carga. De nuestro modo de gobernar sabrán lo que es gobernar para nosotros, qué es navegar. Porque en lo que gobernemos verán el gobernar y lo gobernado: la nave con su carga y sus pasajeros y su navegante. 

El viaje será más o menos interesante. Si hay suerte la navegación será aventurera y emocionante, si no, anodina o fatigosa. Los tiempos son diversos, los paisajes del tiempo en que toque navegar serán más o menos tenebrosos, más o menos felices. A veces es difícil lucirse.

La carga es la misma. Los pasajeros son los pasajeros de ese viaje, incluso a veces de viajes que vendrán después, cuando nosotros ya no seamos los que naveguen otros viajes. 

En realidad, nosotros no hacemos el viaje. En realidad, el viaje nos hace a nosotros. Y más que el viaje, la carga. Como aquella Ortodoxia que hizo a Chesterton.

Nadie debería invitar a un viaje para que sea visto gobernar la nave.


Sobre si la subjetividad es la verdad


Nada más fácil que errar aquí. Dios habla al corazón. Si se mira atentamente el corazón, se Lo ve a Dios. Si se hace silencio, se Lo oye. Pero hay que mirar y oír. Y la paradoja es desaparecer. 

Sólo si uno es invisible se ve. Sólo si se es mudo se oye. 

Quien me ve a Mí ve a mi Padre. Pero allí está la condición, porque ¿quién es capaz de ver sin verse sin dejar de verse?, ¿quién es capaz de oír sin oírse sin dejar de oírse?

La única condición de la verdad en uno es lo otro. Pasa como en el juicio. Cuando se confunde lo conocido en cuanto existente con lo conocido en cuanto conocido, la verdad se aleja. 

La condición para que la verdad sea un bien no es su existencia en mí, es su existencia. Desaparecer es ver y hacer ver. Poniéndonos delante del sol, el sol se eclipsa detrás de nosotros, parece que brillamos y el otro cree que somos el sol. Pero nuestra luz y nuestra sombra son frías.

Porque solamente la sombra es nuestra verdaderamente. Y la sombra siempre es fría.

O se habla de las cosas o se habla de sí. Y no importa de qué parezca que se habla. Importa de qué se habla en realidad.

Si el estilo es el hombre, la verdad no es el estilo. O se busca la verdad o se busca el estilo. La verdad, en su riqueza y fecundidad, garantiza un estilo. El estilo garantiza antes que nada el estilo. Y eso hasta que, ya sin nada de verdad, el estilo ni siquiera sea estilo, sólo ademán y gesto. Como la mímica de escribir sin papel ni lápiz, no tener nada más que decir y seguir hablando. 

Decirse no es necesariamente decir. Decirse no es necesariamente decir la verdad.

Podemos decir con Cristo: mi Padre, la verdad y Yo somos uno, a condición de que seamos translúcidos y la última cosa consistente sea el Padre. 

Pero Dios para nosotros es el Otro por excelencia. 

Más propio es para nosotros ser Juan, el Bautista: no yo, sino Él. Bien entendido, parece que en ambos casos, en lo que a nosotros respecta, es lo mismo. Somos Jesús frente al Padre si somos uno con la verdad, somos Juan frente a Cristo si somos la otra cosa que no es la verdad.

Cuando el dedo señala la luna, el imbécil mira el dedo. La subjetividad es la verdad. Sólo si podemos evitar hacer de los otros unos imbéciles.

Cuando hablamos, que hable la verdad y que ya nadie nos escuche. Mientras nos escuchen, mientras sean hijos de la carne y de la sangre, mirarán el dedo, el signo de la carne y de la sangre, esclavos de la carne y de la sangre. 

Esclavos nuestros. Comen si comemos, beben si bebemos, viven si vivimos, mueren si morimos, saben si sabemos, ignoran si ignoramos. Pero la verdad última está en lo otro.

La palabra es lo que es cuando nos deja a solas con la cosa. Hablamos una lengua cuando sabemos lo que significan sus palabras, no cuando solamente las pronunciamos, aunque nuestra dicción sea perfecta. No podemos enseñar a hablar una lengua enseñando solamente a pronunciar.

Nuestra subjetividad es habitualmente palabra, es signo. 

Nunca somos la última consistencia detrás del signo. No somos la verdad. 

Si acaso, somos de la verdad. Y cuando somos la verdad de tal manera que somos uno con la verdad, ya no somos más nosotros. Ya nadie ve el dedo en nosotros y ve la luna.


La Tradición es la verdad


Estamos en el medio, somos el dedo que señala y la palabra que significa. Pero estamos en el medio. 

Como el mensajero que lleva el encargo, debemos llegar a tiempo, si llegar a tiempo es valioso para quien recibe la carga que llevamos. 

Aunque parezca que es poco importante, el tiempo es parte de la substancia de la tradición. 

La tradición es dinámica. La tradición es la misión. Ella nos mueve y se mueve. Es de su propia naturaleza el moverse, el pasar de un tiempo a otro, de un hombre a otro. 

De modo tal que si nos detenemos, o nos desviamos, ella puede volvernos al camino, a la misión, ponernos de nuevo en camino. 

Pero, otra vez, no somos nosotros la tradición. Somos de la tradición. No nos demoramos tanto nosotros, cuanto demoramos la misión.

La substancia de lo que trasladamos es la verdad misma. Como somos hombres en el tiempo, el tiempo signa nuestro modo de ser y nuestro modo de devenir. Pero nuestra misión es trasladar la verdad. Eso nos hermana a hombres de cualquier tiempo, porque la verdad es la misma.

La verdad es inmutable, la tradición debe transcurrir.  

No venimos desde el ayer, simplemente. La tradición no es sinónimo del pasado. El pasado no es sinónimo de la verdad. El hoy tampoco lo es. El futuro tampoco. La verdad para los hombres es en el tiempo, pero la verdad no es del tiempo.

Donde está la verdad, está la tradición. No hay auténtica tradición sin verdad. Es la verdad la que recorre la historia del hombre. Ese recorrido de la verdad en la historia se llama Tradición. Cuando acabe el tiempo, ya no habrá tradición. Sólo la verdad pura y sin velo, eternamente consumada. Entre tanto andamos, vamos del principio al fin, trasladando esa verdad y ella se traslada con nosotros, a través nuestro. La pasamos de un tiempo en otro, pasa de un tiempo a otro. Eso es ser un hombre de la tradición: ser un hombre de la verdad.

La profecía es conocer lo que ha de venir y conocer lo que la sola inteligencia no puede ver por sí.

La profecía es parte de la tradición y es el núcleo central de toda nuestra cultura: Dios es el único Señor, Él es el Señor de la Historia, todas las cosas son Suyas, Él restaurará Su reino y todas las cosas para gloria Suya. 

Todo tiempo está enhebrado en esa verdad. Y esa verdad es el núcleo de la tradición. Y como esto es, ha sido y habrá de ser, esa verdad recorre toda la historia hasta que se consume la última letra de la profecía y del anuncio.

Cristo es alfa y omega, el principio y el fin, ayer, hoy y siempre. Recorre el tiempo desde la creación, de la cual es Logos, hasta el fin del tiempo, en el cual es consumador y último glorificador de todas las cosas.  En la historia, en el tiempo, ese es el dinamismo de la verdad.

En sí misma esa verdad es inmutable, en el tiempo es dinámica, es el motor de la historia, por ella se mueve la historia y va hacia el cumplimiento de esa verdad que al mismo tiempo es designio: plan y profecía. 

La tradición es el movimiento de esa verdad a lo largo de todas las edades, su transcurso.

Una cultura es una voz histórica, determinada, diciendo esta verdad última y primera. Una cultura es una voz peculiar, distintiva, es una lengua, una flexión de la voz, un tono, un registro, diciendo esta última y misma verdad. Lo sepa o no lo sepa totalmente la voz que lo pronuncia. Y es mejor si lo sabe.

La verdad es una, intensa y honda. Las voces son muchas. Una sola voz humana no dice toda la verdad, ni la dice totalmente. Ni mucho menos. El hombre de la verdad y de la tradición, ve la verdad y lo que hay de verdad en todas las cosas. Allí donde está ella está él.

La verdad última no tiene color, sonido, materia. Pero la verdad puede decirse en colores, sonidos y materias. Lo que todas esas cosas puedan decir de la verdad está en la realidad: en la naturaleza y en el arte. 

La mediación del hombre le agrega gravedad a las obras de sus manos. Por sus manos pasa la verdad. 

La vocación de todo hombre en la historia es ser la mano de la tradición que hace pasar la verdad a través de sí y al tiempo que la verdad lo lleva a él, hace que su acción lleve a otros.


La cultura como Caridad


El viviente por excelencia es el ser espiritual. El espíritu es la más alta expresión de la vida.

El que mata el espíritu es el homicida mayor. La vida del espíritu está en la verdad. El que aparta a otro de la verdad, el que se la niega o se la substituye, lo mata espiritualmente. 

Esto significa cuidarse no tanto de los que matan el cuerpo cuanto de los que dañan el espíritu. El espíritu vive para la verdad y aunque él no muere, por ser lo que es, si no vive en su naturaleza, muere.

Cristo es Redentor en la Cruz y en la Resurrección. Pero es Redentor también como Maestro, como rabbí: dándonos la verdad. Y como en la carne derramar la sangre por otro es dar la vida por él, en la vida del espíritu, dar la verdad es vivificante.

Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por quien ama. En la vida del espíritu, el mayor bien es la verdad misma. Quien la da, da lo mayor.

La verdad es el aire que respira el espíritu. Sin ese aire, todo en el ser viviente se ahoga. Sin la verdad, no solamente sobreviene el error o la confusión. También la angustia y la tristeza.

No hay verdadera alegría sin verdad. No hay verdadera paz sin verdad.

Pero hay dos modos de perder la verdad. 

Uno, despreciando el que las cosas sean lo que son, despreciando la verdad misma, teniéndola por nada. 

Otro, aun apreciando el bien que significa, aun conociendo la verdad, apreciarla no por sí misma, sino por sus efectos, por su capacidad de producir efectos, por su potencia, por su brillo. Así se ama la verdad por el prestigio que da amar la verdad. O por el poder que da pronunciarla.

Es un amor que se ama a sí mismo viéndose amar la verdad, viéndose dominarla y ponerla a su servicio.

Así como ocurre que el amor de sí y el desprecio de Dios hacen la ciudad del hombre, así pasa con una cultura que desprecia la verdad, o se aprecia en realidad a sí misma porque se ama viéndose decir que ama la verdad.

En las obras de sus manos pone el hombre su modo de amar. Y en la cultura pone el hombre su modo de amar, porque la cultura es la obra de sus manos. Y nada levanta el hombre solo y por sí mismo.

Herida nuestra naturaleza, que ya sin herida es contingente, nuestras obras llevan el signo de nuestra rebeldía, además del signo de nuestra imperfección y nuestra radical dependencia.

El modo de transcurrir en la historia, que encarna la cultura, debe rectificar nuestra rebeldía, ayudarnos a sobrellevar nuestra natural dependencia; debe ayudarnos a levantar un edificio común amalgamado por el bien de la verdad. 

O, más bien, permitirnos andar en la luz. Una luz que no somos nosotros y no es nuestra si no se nos da.

Ayudar a levantar ese edificio social, iluminar nuestros pasos y los pasos de los hombres, es un acto concreto de amor a quienes nos acompañan en el tiempo, cerca o lejos, y tienen con nosotros una naturaleza común y un destino común. No importa la relevancia de la obra de nuestras manos. 

Como la verdad es para cada hombre y cada hombre vive verdaderamente sólo si vive de ella y en ella, la cultura es una casa común en la que cada uno tiene su morada y es una lumbre en el camino común y por la que cada uno puede ver hacia dónde va. 

Y es para cada uno y para todos los hombres. Porque no se enciende una luz y se la oculta, por pequeña que sea.

Para que las cosas se vean tal como son, para que se las aprecie, y para dar calor, es que existe la luz.

La verdad se contempla y se goza, se piensa, se dice y se enseña. La verdad también se obra. Quien es de mi Padre, hace las obras de mi Padre

Porque quien ama la verdad, busca vivir en ella.

No es la luz la que se aparta de quien se aparta del fuego que calienta e ilumina. Es el que se aparta quien entra en las sombras y en el frío de la oscuridad. Y sus propios pasos lo juzgan.

Ese fuego que calienta e ilumina y que permite a los hombres congregarse, es al mismo tiempo la verdad, la tradición y la cultura.

Acercar a él a quienes andan perdidos y solos es un acto de amor. Mantenerlo ardiente –de luz y de calor– es un acto de amor a todos los hombres. Para que a nadie le falte la luz y el calor.

Porque esas son las obras del Espíritu: la luz de la Verdad y el calor del Amor.

No se nos pide suplantar al Espíritu. Se nos pide ser del Espíritu y obrar sus obras.

Para que no hagamos otra cosa con la pobreza de nuestro ingenio y la debilidad de nuestras manos que ayudar, al fin, a que Dios sea todo en todas las cosas.


Bella Vista, 18 de julio de 2001.


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(en El Reino: https://eduardo-b-m-allegri.blogspot.com/2022/02/el-reino.html)