Lo confieso: tengo admiración por Savina Yannatou. Y más.
En especial, al atardecer.
Fíjese.
Encare usted temprano un día áspero y macilento, déjelo andar salpicado él de noticias agridulces y de vueltas y revueltas de caminos que se entreveran y van y vienen y desalientan al más pintado. Ocúpese de trivialidades que manda el buen tino. Tramite sandeces, fatigue escritorios y mostradores anodinos. Camine usted la ciudad. No: no sólo camine: ¡vaya en auto…! Y hable con todo mundo. Haga negocios tontos de cabotaje, cobre cheques, presente papeles, atienda llamados, haga llamados.
Uf.
Siéntase atrapado, inane y aburrido. Ríase de su sentimiento. Salga del escritorio, rápido: no se ahogue… Discuta con dos ferreteros por un repuesto desconocido en el barrio viejo de la ciudad. Vuelva a su escritorio. Despache notas, escriba importantes estupideces y lo que venga, asigne bobadas urgentes, siéntase torpe y ríase de su torpeza.
(Atención, eso sí: en un recodo del día, salga a comprar unas acuarelas y unos papeles de dibujo para su malcriada Isabel: que seis años son su fiestón de ella…)
Y, al fin, en cuanto pueda, seguro de que no pierde nada que valga la pena conservar, deje los parajes aquellos de los malos recuerdos y huya hacia el noroeste. Enfrente las autopistas, mire con atención las caras y los gestos de los viandantes a su vera. Siéntase miserable de ser uno de ellos. Y ríase de sentirse miserable. Después de todo, es un día. Mientras, piense, escriba, medite, goce el fin. Gaudium in fine…
Llegue.
Desmonte. Ría, juegue, festeje, ayude a soplar velas de cumpleaños, coma torta.
Y espere: también el festín de la malcriada palidece y termina.
Vaya finalmente a la cueva, cansino y seguro de que el tiempo es más suyo ahora, lleve el mate en ristre. Repose.
En ese momento -no antes, no después-, convoque a su querida Savina para que aplane el día, lo vuelva terso y claro como una llanura.
Y oiga, que la belleza es un nombre grande. Y no es contra nada. Es. Y hace el bien.
Atardece.
Vigorosa y simplemente, suena Savina. Pocos tienen sabiduría en la voz. Ella tiene. Sabe.
Es el momento de preguntarle qué más quiere cantar. Otra...
¿Occitano? ¿De veras? ¿Y cómo así?
Y, entonces, le garanto, frescamente cantará fragmentos de una canción francesa, del Languedoc, que se dice para despedir al señor Carnaval, cuando lo queman, en los inicios de la Cuaresma.
Pero, mire usted…
¿Es verdad, Savina, que además con esta melodía hay un sentido himno de Viernes Santo, que le cantan al Varón de Dolores los cristianos del Líbano y el medio oriente? ¿Y dice usted que hay una versión de las dos letras, y con el himno también en catalán?
Y así es. ¿Ven?
Digan lo que quieran: Savina Yannatou, al atardecer, le salva a uno el día.
Lo hace bello, fresco, claro.
Y bueno.
Admirable.
Ευχαριστω, Savina.