jueves, 19 de junio de 2008

Lianas (X)

- Se me ocurrió una especie de tipología. Y a ver qué le parece, porque creo que además no está del todo mal para recordar una cosa que no debería olvidarse.

- ¿¡....!?

- Lo que quiero decir es que tal vez podría ser útil prestarle alguna atención a la circulación termohalina en los mares del mundo.

- ¡Zápate! Ya sabía..., ¿no te digo? Es lo que llaman ‘fatiga de combate’ o 'estrés de lectoescritor'... Le venía viendo ya que algunos caramelos le faltaban al frasco y ya me parecía a mí que al tipo se le venían soltando algunas tejas en el techo...

- No, mi amigo, no... Al menos, no por eso que digo ahora. Un poco de paciencia, viejo, que ya va a ver lo que quiero decir...

¿Se acuerda de la película "El día después de mañana"? Fue uno de esos inventos ‘apocalípticos’ que cada tanto larga el cine. Hizo bastante ruido en 2004 cuando apareció, con su tremendismo y sus efectos especiales.

El asunto era éste: uno de estos típicos científicos antisistema descubre que la cantidad de calor y sal en las corrientes marinas está enfriando súbitamente el planeta, cosa que al fin ocurre mucho más rápidamente que lo previsto y desencadena una catástrofe climática con sus consecuencias impresionantes.

Dejemos de lado todo lo demás que dice el filme –que no es gran cosa- y vayamos a la circulación termohalina, que es el hilito que me sirve como si dijera de tipo para hablar sobre su antitipo, o sus antitipos, porque podrían ser varios.

ver


La circulación termohalina, entonces, como figura y emblema material y ocasión para aplicarla a otros asuntos no tan materiales.

Y para empezar le digo que ‘termohalina’ es una palabra compuesta de otras dos de origen griego que significan calor y sal: thérmee y hals.

Resulta que aquella película tomaba un punto verdadero y con eso montaba un espectáculo que obviamente no pocos científicos impugnaron por estrambótico y a la vez simplista o porque, según otros dicen, no es así como pasarán las cosas llegado el caso.

En fin, tanto me da a mí, porque no estoy hablando de oceanografía física.

- ¿Y para qué lo menta entonces...?

- Es que, precisamente, en lo que sí acuerdan todos es en un punto (científico, digamos) que es lo que da ocasión para que la imaginación del argumentista, guionista y director dispare todo el espectáculo hollywoodense. Y a mí me da ocasión para este comento.

Porque, efectivamente, la presencia de calor y sal en el mar influye en la circulación de las corrientes marinas todo alrededor del planeta. Y lo que es más importante todavía: esta misma circulación del mar a su vez influye, junto con otros factores terreno-astrales –como las mareas, los vientos, la humedad de la superficie, la radiación solar-, para hacer del clima terrestre algo vivible para el hombre.

Muy bien.

En las corrientes marinas, la combinación de agua salada y dulce con sus correspondencias de agua fría y cálida, debe ser tal y en tales condiciones que, circulando por los mares de este mundo, esas corrientes ayuden a evitar y a moderar tanto los rigores gélidos de edades glaciales, como las angustias sofocantes de desertificaciones tórridas.

Todo el impresionante asunto real entonces, simplificando pero no mucho, depende de cuánta sal y calor haya en el agua del mar.

Ahora bien.

A partir de aquí, tiene el soberano derecho a tacharme de lo que más le guste. Que para eso sirven también tiempos como éstos: para sacarse las ganas.

Pero, la verdad es que, con sólo esos tres elementos relacionados, tal y como lo están en la pura y dura realidad, se me hace que ya tendría para un festín simbólico o tipológico y no para hablar de simbología sino de política, por ejemplo.

Bastaría con asignarle a cada uno de estos tres elementos el significado más frecuente que les asigna la Escritura a la sal, al calor y al mar.

Con sólo eso se podría decir, ahora tipológicamente, que sin la sal y el calor que debe tener, y en la medida y calidad que le es menester, el mar se vuelve o puede volverse, por decirlo así, inhumano y entonces enemigo de la vida humana; como podría decir incluso que sin esa presencia de sal y calor en el mar, la vida del hombre se hace penosa y hasta invivible sobre la propia tierra, asignándole ahora también a tierra el significado que habitualmente le asignan las Escrituras.

Y se vuelve más rica todavía esta tipología ad hoc si se suman algunos elementos muy importantes y que de veras intervienen en todo el asunto: los astros o los vientos. Porque allí está la luna con su influjo por ejemplo sobre las mareas, como allí está principalmente el sol con su incidencia capital sobre la vida, con sus radiaciones y su calor y la respectiva incidencia de ambas cosas sobre el mar y sobre la vida tanto en el mar como en la tierra.

Sol y luna, sal, calor, mar, viento y tierra. Ni más ni menos.

Creo que bien se entiende, pero tengo que repetirlo hasta el cansancio: no estoy hablando de oceanografía o astrofísica.

- Eso lo entendí más o menos y lo demás, también, más o menos. Ahora, y para empezar, ¿dónde está eso en la Escritura, que usted dice?

- En muchas partes, si se fija. Pero, por lo pronto, las dos cosas principales están en dos lugares que me parece que aplican en este asunto sin demasiado esfuerzo. Por ejemplo, en aquello de que "vosotros sois la sal de la tierra", que está en el capítulo 5 de san Mateo. O en aquello otro que dice: "he venido a traer fuego a la tierra y ¿qué quiero sino que arda?", que está en un pasaje de san Lucas, capítulo 12, versículo 49.

- Hasta ahora, y supongamos que se lo concedo, tenemos la sal y el calor, que viene a ser el fuego ése que dice ahí. Pero, ¿y el mar?

- En ‘la tierra’, fíjese. Porque esa ‘tierra’ es ‘el mar’.

- Ah..., bueno. Y entonces el cielo es la tierra, y así... No, mi cuate, así no vale...

- Espere, don, espere, que algo de razón tiene. Porque fíjese que, habitualmente, cuando las Escrituras hablan de ‘mar’ simbólicamente, se refieren a este mundo o al tiempo de la historia en este mundo. De allí, por ejemplo, que la Iglesia sea una ‘barca’ y los apóstoles ‘pescadores... de hombres’, en el ‘mar’, precisamente.

En los dos textos que le mencioné, ‘tierra’ no está dicha figurada sino veramente: lo terreno, el hombre aquí en la tierra; es decir lo mismo que se quiere decir cuando se dice ‘mar’ en sentido figurado. Como si hubieran dicho los textos: "sois la sal del ‘mar’" o "he venido a traer fuego al ‘mar’".

Ahora bien, por otra parte, cuando en las Escrituras se dice simbólicamente la tierra, o la Ciudad, o la Patria o el Reino, se hace referencia figurada al mundo espiritual, y aun a la eternidad o al Reino de los Cielos o al mismo Cielo.

- Muy interesante, vea, y bastante complicado, para qué lo voy a engañar... Pero, digo yo, ¿cómo hace para calzar todo ese asunto con las cosas que vienen pasando o con esa cuestión de la derecha e izquierda, entreveradas en estos balurdos de hoy día?

- Y, sí. Reconozco que quizás haya que armarse de un poco paciencia, o someterse a cierta disciplina y entornar tantico los ojos para seguirle el hilo a esas cosas. O no someterse a nada, claro. Ni falta que hace.

Pero me parece que, puestos a ver, son varios los modos de relacionar estas cuestiones.

Por ahora sólo le digo el primero y más general, y casi obvio.

Creo que no hay duda de que asuntos más inmediatos y próximos, dependen de asuntos más alejados y menos conocidos o, al menos, poco advertidos o menos considerados. Como algunas cosas que nos son bien inmediatas dependen de la remota presencia de sal y calor en el agua del mar.

Y tengo que repetirlo: no me interesa en absoluto ahora la cuestión natural o ecológica en cuanto tal, que por el momento me sirve solamente de ejemplo u ocasión.

Veamos, por caso: la cantidad de agua dulce de un pedazote de hielo desprendido de Groenlandia o del casquete ártico o de la Antártida, que salga a navegar y se disuelva en la Corriente del Golfo, por ejemplo, termina o puede terminar haciéndole la vida más difícil a un peón de chacra en Monte Maíz. Dicen los que saben que una descompensación en la cantidad de sal y calor podría detener la corriente que sirve para templar el mundo y de ese modo ocurriría que el propio mundo se volviera más áspero y hostil para la vida del hombre.

Claro que ese pedazote de hielo podría desprenderse y causar descalabros cósmicos por razones naturales, en las que el hombre no haya incidido en absoluto, como dizque ocurrió miles de años ha y tantas veces. De hecho, el planeta vivió épocas glaciales y desérticas sin que tuvieran la culpa de eso los gases y humos de las chimeneas o los glifosatos.

El asunto se pone de veras bien interesante cuando es el hombre el que incide en los descalabros y más interesante todavía cuando se miran con atención las razones por las cuales obra como obra, incidiendo a conciencia en los descalabros. Y no se habla aquí -¿ya se lo dije, no?- ni sola ni principalmente de los descalabros climáticos en cuanto tales.

Podría ser el hombre el que hiciera, por acción u omisión, que faltara sal y calor en el mar.

Y entonces, ahora hablando tipológicamente, podría decirse que la falta de sal y de calor en el mar, también produce descalabros y que estos descalabros son más graves, hondos y serios que los que podrían despepitar por ejemplo a los salvadores de ballenas, a los adoradores de la Pachamama o a los guerreros del Arco Iris.

Y le digo más: ni la derecha ni la izquierda están libres de ese peligro, por ser derecha o izquierda. Y más todavía: hasta cierto punto le diría que por motivos peculiares de cada una, la izquierda y la derecha son bien capaces de producir en el mundo sus peculiares descalabros, haciendo que la sal pierda su salazón o que el fuego no arda en el mar de este mundo. Ninguna de las dos se salva de eso. Cada una por lo suyo.

Básicamente, todo esto quiere decir que también -insisto: también- hay que mirar lo más alto –o lo más hondo- para entender el sentido de lo más bajo –o de lo emergente-; y hasta hay que mirar de ese modo para darle remedio - o tratar de dárselo, cuando menos- a las cosas de este mundo que están a nuestro alcance o dependen de nosotros.

Pienso que desarrollando un poco este modo de entender las cosas, podría entenderse tal vez un poco mejor qué está pasando y por qué, tanto como podría entenderse qué es lo que queda representado en eso que llamamos izquierda y derecha. Porque, dicho sea de paso, creo que cualquiera sabe que lo que se llama derecha o izquierda es bastante más que elegir un color o una cantidad de consignas o gestos.

Hace unos años, empecé esta bitácora dedicándole algunas penosamente extensas páginas al asunto de la naturaleza tanto de la izquierda como de la derecha. Estoy seguro de que aquello era –como no podría ser de otro modo- una aproximación. Y se ve que así lo entendí, porque en los años siguientes seguí hablando de esas cuestiones de una manera u otra, abordándolas de modos distintos y en ocasión de cosas muy distintas.

Todos estos asuntos de estos últimos tiempos dan ocasión para seguir mirando la misma cuestión, siempre pensando que, aunque las palabras inmediatas sean derecha e izquierda, las cosas últimas son las que importan; como estoy seguro además de que, respecto de esas cosas últimas, izquierda y derecha no son ni el objeto último a contemplar ni el punto final del análisis, sino apenas un comienzo.

Tan ‘endemoniadamente’ confuso y vertiginoso está el mundo, hoy por hoy, que este intento de ver estas cosas con cierto detenimiento y algo de paciencia se hace difícil; y produce una fatiga inmensa no solamente en el que trate de hacer el esfuerzo, sino en el que, con paciencia y lo que tenga de buena voluntad, quiera seguirle el tranco.

- Pero, dígame la verdad: ¿hay que dar toda esa vuelta para hablar del asunto o para entender las cosas?

- No, al menos no necesariamente. Pero en parte conviene, me parece.

Además, ¡qué remedio!

Si tuviera otra cosa que hacer y si supiera otra forma de hacerlo, eso haría.

Mientras tanto, me ocupo de ver la sal, el fuego y el mar, y el viento y la tierra y la luna y el sol.

Y eso también para ver si así entiendo mejor los discursos, los decretos, el lock out, y a la izquierda y a la derecha. Y a la Argentina. Y todo lo demás.

Porque, finalmente, mi amigo, no se olvide: los símbolos no suben sino que bajan.