viernes, 6 de junio de 2008

Lianas (V)

A esta altura, buena parte de la izquierda se pregunta ya desembozadamente si este conflicto sirve o no.

El tira y afloja puede ser corrosivo, está claro.

Si corroe por ejemplo las entrañas y excrecencias del neoliberalismo y sus estructuras de concentración (la terminología no es culpa mía, manito...), puede servir; como puede servir si crea un cierto estado y mecanismo de asamblea popular en el que se fraguen nuevas formas políticas y sociales.

Fantástico.

Ahora bien.

No solamente sería un problema que se fortalezca lo que uno quiere demoler. Un problema es que en medio de la batahola puedan corroerse más cosas que las que uno se propone corroer. Como también es un problema -tal vez mayor aún...- que las asambleas y los mecanismos de movilización no sean corrosivos de una estructura democrática funcional al modelo de concentración (...ya dije que esta jerigonza no es invento mío...), sino que signifiquen -o terminen siendo...- no solamente el fortalecimiento del oponente, sino una demora en la instauración de nuevas modalidades políticas, y que representen así un nefasto retraso de la llegada de una nueva sociedad, si acaso no significan su aborto.

Entonces, así sí que no.

Esa preocupación es, precisamente, la que aparece en estos comentarios que reproduzco abajo, cocidos en una semilengua insufrible y pedante, lo que prueba que la primera revolución se puede hacer perfectamente en el lenguaje.

Pero, es lo que hay...
Nosotros, en cambio, percibimos una impasse, a partir del atascamiento de las dos dinámicas más novedosas que pusieron en crisis la legitimidad del neoliberalismo puro y duro. Nos referimos, por un lado, a las nuevas experiencias colectivas surgidas en torno de los movimientos sociales (desde fines de los ’90 al estallido del 2001) y, por otro (a partir del 2003), a la tentativa del gobierno nacional de interpretar algunos de los núcleos instalados por estos movimientos.

El efecto más visible de esta impasse es que la participación callejera, el recurso a la asamblea y el cuestionamiento a la mediación política hoy no vienen de parte de quienes pugnan por crear modos de reapropiación de los bienes comunes, sino de quienes defienden (por acción u omisión) la captura privada de la renta global. Y que en esta coyuntura intervienen directamente en la definición de una nueva gobernabilidad pensada menos como la disputa del aparato del Estado y más como el gobierno de los procesos concretos (ya sea a través del control de los circuitos económicos como de la gestión de las subjetividades).

En el fondo está en juego el modo mismo de plantear la cuestión democrática, más allá de los términos economicistas (que hacen del aumento del consumo el único indicador de su contenido), pero también de su reducción institucionalista. Todas estas variantes excluyen la perspectiva de la reapropiación social de lo común surgida de la agenda de los movimientos a nivel regional.

Constatamos así la paradoja de una “vuelta de la política” junto a una despolitización de lo social: en el mismo momento en que se evocan referentes éticos de las luchas transformadoras como parte de un movimiento mayor de legitimación estatal, se devalúan los diagnósticos que estas experiencias pueden ofrecer como perspectiva de comprensión de la “situación actual”.

En estas semanas vimos aparecer públicamente la cuestión de la soberanía alimentaria que los movimientos campesinos vienen desarrollando desde hace años, lo que da cuenta de la existencia de un acumulado de saberes y experiencias como virtualidad posible de ser convocada y aprovechada. Pero, al mismo tiempo, se advierte la dificultad de traducir estas iniciativas en políticas concretas.

(...)

La sobreactuación de la “vuelta del Estado” como sinónimo de la vuelta de la política transformadora conlleva una renegación de la experiencia de los movimientos y se muestra completamente insuficiente a la hora de comprender y enfrentar los fenómenos de degradación actual de lo social. La verdad de esta “vuelta” del Estado ha quedado a la vista: un gesto que se presenta como voluntad redistributiva abre un conflicto que pone en tela de juicio la propia autoridad estatal.

(...)

No hay sitio para la nostalgia. Nuestra imagen de la recomposición de lo social no puede quedar “fijada” a las formas que cobraron visibilidad durante diciembre de 2001. Del mismo modo que los discursos y estilos de los movimientos revolucionarios de los años setenta no deberían inhibir el surgimiento de nuevas maneras de comprender lo político.

Entonces: ¿cómo atravesar un momento de impasse sin recurrir a falsas (y fáciles) polarizaciones ni a imágenes nostálgicas? ¿Cómo discernir en este estado de suspensión la disposición silenciosa del pensamiento y las luchas como signos de politicidad?

El movimiento de reapropiación de lo común existe en las prácticas colectivas de enunciación capaces de retomar, de una manera nueva, las preguntas referidas al trabajo (y a la explotación social: precarización y condición salarial), la gestión urbana (ghetificación y privatización) y la representación política (en base a la gestión de los miedos y las angustias productoras de nuevas jerarquías). Estos interrogantes se traman hoy en la coexistencia problemática de una retórica pro-estatal y una persistente normatividad neoliberal capaz de reglar los procesos productivos(mundo laboral, usufructo de los recursos naturales, privatización de los espacios públicos). En el reverso de esta trama se constituye el territorio conflictivo de elaboración (efectiva y potencial) de nuevos sujetos políticos.

Estos muchachos, una de las tantas capillas de una de las tantas parroquias de una de las tantas diócesis de la izquierda, y que dicen no conformarse con los cosméticos espumarajos y gruñidos de perro atado, están mirando con preocupación y refunfuños, según parece, la torpeza "arquitectónica" del gobierno para ejecutar una verdadera revoluta.