lunes, 6 de julio de 2020

El amor al odio



 


Fue hace unos 6 años. Un stand up de Luis D'Elía en un barato show periodístico, un exabrupto que por entonces sonaba ridículo.

Del corazón de la militancia dura salía un gritito no solamente inverosímil sino mal actuado: amor, amor, amor...

Por entonces nadie lo tomó demasiado en serio. Había en esa payasada algo que disonaba con tanta evidencia que podía perfectamente pasarse por alto. Daba tantas posibilidades para el ramplón humor político porteño que ninguno tuvo la sobriedad de evitar la tentación y ponerse a mirarlo seriamente. A lo más que llegaron es a hacerle un legajo audiovisual de escrache, para mostrar que era inverosímil. Una estupidez efectista. Pero no lo tomaron en serio. Creo que fue lo que pasó. Mal hecho. Había que seguirlo con atención. Era una depurada estrategia retórica. Y lo es.

Al poco tiempo, desde la otra vereda, el amor volvió a salir al ruedo como argumento de campaña. Los asesores de imagen Pro se empeñaron a fondo para mostrar que los aspirantes a quedarse con la torta, esos muchachos casuals y de buenas maneras, eran realmente mansos y humildes de corazón. Enfrente, el odio de los corruptos y perversos. Lo mismo pero al revés.

No digo que con eso ganó Macri las elecciones de 2015. Pero, ¿habría ganado sin eso? No sé. Y creo que no, más bien. Produjo su efecto sedante y seráfico, que era el buscado. Se termina el odio: llega el amor. Y eso dijeron aquellas urnas ilusas y manipuladas.

Desde entonces, la batalla retórica se asentó finalmente con armas y bagajes en ese territorio. Los que aman, los que odian.

Simétricos, la lucha es por ver quién se queda con las palabras. Porque con esas palabras se modela el mundo, no en la realidad, sino en la cabeza y las emociones de los espectadores álogos.

La erección asistida de Alberto al podio de los jefes que mandan, estuvo acompañada por la misma melodía. Todos le fían ya derechamente el triunfo al antagónico par amor-odio. Bastó con un cepo bucal para Cristina y propalar la melíflua voz aguda y levemente ronca de Alberto, muy a propósito para el susurro de un amador. Un masaje acústico sin gritos, que tuvo su momento de abrazos, fotos de familia ampliada con amadores de la otra vereda, convergencias de papel maché, marionetas y títeres que se abrazan en defensa propia. Al adversario, si se sienta a la mesa, se lo considera un amador. Si no se sienta, es uno de los que odian.

La estructura retórica de esa navegación política es rentable. Una Argentina unida. Afuera quedan los que no quieren amar. Son los que odian y quieren odiar empecinadamente.

En eso estaba la comparsa de los dirigentes, cuando el bicho descalabró lo que apenas si se sostenía en pie.

Pero la estrategia proteica no se amilanó. Muy por el contrario, se trasladó al nuevo escenario sanitario.

Cuaretena y cuidarnos es amor. Lo demás es odio. La vereda inversa, con mucha menos fuerza (es verdad...) intentó lo mismo, pero sin convicción o tal vez sin suficiente pericia en la dialéctica. La vida (no entremos en demasiadas precisiones sobre el término...) sigue siendo una difusa pero eficacísima artillería, mucho más eficaz que las palabras económicas. Vean si no: los millones que la muy Pro ciudad de Buenos Aires gasta en misoprostol para abortar son una muestra de amor, pero su apertura a los runners y comercios, es odio. Diría que todos y cada uno de los asuntos que aparecen en la escena política y cultural hoy día, son susceptibles de ser pasados por el pan rallado de esa dupla de manipulación. Y descule usted las superposiciones dialécticas si le divierte el sudoku de las tramas discursivas.
 
De ese modo, sutilmente, el amor -ese amor político...- se pone y se saca el barbijo astutamente y merodea por muchas otras partes, lejos de las terapias intensivas o de los laboratorios de análisis. Y entonces, sólo algunos ejemplos, incursiona por los oportunistas programas sobre promoción de derechos de mujeres y colectivos LGTBHIJKetc. (más amor, contra el odio de los antiderechos...), el adoctrinamiento de emergencia para alumnos con prisión domiciliaria, pasando por soberanías alimentarias (otro nombre del amor, claro...) o la defensa irrestricta de Maduro (amor latinoamericano a la Patria Grande... digámoslo así...) y la complementaria excecración de los Trump, de los Bolsonaro o de cualquiera que fuera por otros rumbos, y dejemos las razones de esas otras derivas al margen, que no vienen al caso: es preciso tener el opuesto dialéctico vivo y a mano, para que el amor politizado destaque como el negro sobre el blanco y deje al adversario en el páramo siniestro del odio. Y así con toda cosa.

Siempre a mano el agitar la dupla antagónica para tratar de acorralar al adversario y, más que nada (porque es lo más importante), para amilanar la raquítica resistencia crítica del hombre común.

¿Quién quiere verse en el papel del odiador, si le ofrecen la pichincha de ser el amador?

Es así entonces como, estratégicamente, este par oportuno de amor y odio sigue allí. A ambos lados de la mesa, a ambos lados de la calle. Armas eficaces: el amor y el odio, sonsonetes machacadores para ablandar la carne de la opinión como se ablanda la carne para hacer una milanesa.

D'Elía puede ser muchas cosas, pero de boludo no tiene ni un rizo. Podrán decir que fue un atolondrado y que ventiló una estrategia a las apuradas. Y ni siquiera eso creo, mire, no lo creo en absoluto.

En esta batalla por el imaginario del hombre corriente, es tan consistente el tironeo diametral, con la soga del amor-odio en el medio, que tal vez lo que se vio entonces no haya sido más que un punto de arranque, lo suficientemente kitsch como causar una impresión significativa. Una especie de bomba de estruendo que daba inicio a los festejos.

¿Cómo se disuelve esa estrategia retórica? ¿Cómo se anula esa dialéctica perversa?

Difícil, le garanto. Muy difícil.

El aloguismo social es un buen terreno para la siembra de paradigmas envueltos en slogans.

Aunque saberlo, advertirlo, desnudarlo y defenderse todo lo que se pueda y críticamente de eso, ya es algo. No mucho. Pero algo es.