martes, 29 de enero de 2019

Sacramentum futuri: Addenda (II)


Entre otros comentarios a esta serie, uno atinado y cordial de Antonio Caponnetto me puso sobre la pista de dos asuntos que no traté hasta aquí y que tienen importancia.

Para decirlo de modo rápido se trata de la maternidad de Dios y del carácter sacerdotal del varón.

Me acercó algunos textos. Uno de Gertrud von Le Fort, La mujer eterna, que voy leyendo en estos días. Otros, más breves, que vale la pena dejar aquí y que motivan estas consideraciones.

“Dios es un Padre que nos ama con corazón de Madre", arranca diciendo con palabras de san Agustín. Y las refuerza con un fragmento del profeta Isaías: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo" (Is. 66,13). Y todavía más dice: “¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó?" (Dt. 32,6b). Está en el capítulo en el que el Deuteronomio le habla a Israel: "En tierra desierta la encuentra, en la soledad rugiente de la estepa. Y la envuelve, la sustenta, la cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y la toma, y la lleva sobre su plumaje. Sólo Yahveh la guía a su destino, con él ningún dios extranjero. La hace cabalgar por las alturas de la tierra, la alimenta de los frutos del campo, le da a gustar miel de la peña, y aceite de la dura roca, cuajada de vacas y leche de ovejas, con la grasa de corderos; carneros de raza de Basán, y machos cabríos, con la flor de los granos de trigo, y por bebida la roja sangre de la uva." (Dt. 32,10-14).

Completo ahora aquel texto de Isaías: “Os amamantaréis, seréis llevados en brazos y acariciados sobre las rodillas. Como alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré" (Is 66, 12-13).

Y agrego otra insistencia del profeta: “¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido" (Is. 49, 15).      

Y voy al Salmo 26 (en hebreo, 27 en los Setenta y la Vulgata), que reconoce en Dios esa solicitud que le atribuimos a los padres, padre y madre. Ellos podrán fallar. No Dios:
Si mi padre y mi madre me abandonan,
Yahvé me acogerá. (v. 10).
Y en el mismo sentido, el Salmo 130 (en hebreo, 131 en los Setenta y la Vulgata), del que viene la expresión nítida del hombre ante Dios como un niño en brazos de su madre:
Señor, no es orgulloso mi corazón,
ni son altaneros mis ojos,
ni voy tras cosas grandes y extraordinarias
que están fuera de mi alcance.
Al contrario, estoy callado y tranquilo,
como un niño recién amamantado
que está en brazos de su madre.
¡Soy como un niño recién amamantado!

Israel, espera en el Señor ahora y siempre.
En la versión de la Vulgata, este cántico de los que se llaman ascensionales y refieren la subida a Jerusalén.
Canticum ascensionum. David. Domine, non est exaltatum cor meum,
neque elati sunt oculi mei,
neque ambulavi in magnis neque in mirabilibus super me.
Vere pacatam et quietam feci animam meam;
sicut ablactatus in sinu matris suae,
sicut ablactatus, ita in me est anima mea.

Speret Israel in Domino ex hoc nunc et usque in saeculum.
La Escritura repite estas imágenes y figuras de la maternidad divina y de sus cuidados maternales para con los hombres.

Jesús mismo lo hace. Y lo hace al final de uno de los pasajes más terribles en el que, alzando la voz severamente, no deja dudas sobre su enfrentamiento contra los escribas y fariseos, quienes con su hipocresía y dureza de corazón contradicen y deslucen el amor divino:
¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa. (Mt. 23, 37).
Esta perspectiva de la solicitud divina, de la bondad divina, de su ternura, no es una excentricidad. Y ha hecho escuela en la espiritualidad católica.

No es la única pero, por caso, en Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz. Su “petit chemin” de santidad está fundado en la misericordia divina, en la entrega confiada de una alma en estado de infancia espiritual que descansa como un niño en los brazos de su Madre, dice ella misma repitiendo el salmo que cité más arriba y tomando al pie de la letra el dictamen del propio Jesús de hacerse como niños para entrar al Reino de los Cielos (Mt. 18, 3).

Infancia del hombre, maternidad divina. Otro misterio.

De esa condición de Dios en su ternura, puede tomarse cualquiera para decir un disparate. No debería.

Las mujeres, en el fondo de su corazón, reconocen esas palabras. Les es espontánea esa ternura, esa solicitud intransferible que lo femenino prodiga ante la presencia no sólo del niño propio, sino de cualquier niño. Y de cualquiera que esté a su lado como un niño, sin importar su edad, sino su condición. Porque en eso consiste la maternidad, en particular, y la femineidad, en general.

Otra vez nos topamos aquí, creo, con una tipología.

Y tal vez convenga recordar lo que cita santo Tomás de Aquino, en el Sed contra del artículo 10 de la cuestión primera de la primera parte de la Suma Teológica, citando a san Gregorio en el libro XX de su Moralium: "Por su modo de hablar, la Sagrada Escritura está por encima de todas las ciencias, pues con un mismo texto relata un hecho y revela un misterio."
En la misma cuestión, en la Respuesta, hay un texto clásico, rector de la exégesis católica:
El autor de la Sagrada Escritura es Dios. Y Dios puede no sólo adecuar la palabra a su significado, cosa que, por lo demás, puede hacer el hombre, sino también adecuar el mismo contenido. Así, de la misma forma que en todas las ciencias los términos expresan algo, lo propio de la ciencia sagrada es que el contenido de lo expresado por los términos a su vez significa algo. Así, pues, el primer significado de un término corresponde al primer sentido citado, el histórico o literal. Y el contenido de lo expresado por un término, a su vez, significa algo. Este último significado corresponde al sentido espiritual, que supone el literal y en él se fundamenta. Este sentido espiritual se divide en tres. Como dice el Apóstol en la carta a los Hebreos (7,19) la Antigua Ley es figura de la Nueva; y esta misma Nueva Ley es figura de la futura gloria, como dice Dionisio en Ecclesiastica Hierarchia. También en la Nueva Ley todo lo que ha tenido lugar en la cabeza es signo de lo que nosotros debemos hacer. Así, pues, lo que en la Antigua Ley figura la Nueva, corresponde al sentido alegórico; lo que ha tenido lugar en Cristo o que va referido a Cristo, y que es signo de lo que nosotros debemos hacer, corresponde al sentido moral; lo que es figura de la eterna gloria, corresponde al sentido anagógico.

El sentido que se propone el autor es el literal. Como quiera que el autor de la Sagrada Escritura es Dios, el cual tiene exacto conocimiento de todo al mismo tiempo, no hay inconveniente en que el sentido literal de un texto de la Escritura tenga varios sentidos, como dice Agustín en el XII Confesiones.
La mujer, en su carácter más distintivo y propio, es la figura de un modo de amar que está en Dios. Ella, en eso, es imagen divina y es su semejanza. Obra como Dios. En ella dejó Dios la huella de su amor por lo que vive y crece, su cuidado, su atención, su providencia, su desvelo, su entrega.

Cuando la mujer reniega de esa imagen y semejanza, cuando se le pide a la mujer que se desnaturalice y corrompa esa dinámica amorosa, se le desfigura su figura divina, se le borra su imagen y se deshace su semejanza.

Con cuidado de orfebre, Dios puso en ella algo que Le pertenece. La modeló amorosamente. Creó un humano que refleje preferentemente su vocación apasionada por la vida, su conmoción feliz ante los detalles y lo bello, la solicitud con los demás, su entrega desinteresada para paliar los sufrimientos de los dolientes, su servicio incondicional, su voluntad nutricia, su silenciosa vocación por agradar, donar, atender. Y su vocación íntima por pertenecer, hacerse de otro con otro en otro.

Así fue la Santísima Virgen, la nueva creación de la mujer a los ojos de Dios, el emblema sobre elevado de lo femenino.

*   *   *

Unas palabras sobre el segundo asunto: el carácter sacerdotal del varón.

Y debería agregar el carácter sacrificial en él figurado, también siguiendo el comentario de Caponnetto a este respecto, que cita el capítulo 22 de san Lucas (v. 27): "Estoy entre vosotros como el que sirve".

Esa frase, hay que advertir, está rodeada de un momento mayor, de un culmen en la presencia del Verbo Encarnado entre los hombres. Es la noche en la que Jesús se reúne con sus discípulos para comer con ellos la última Pascua. Es el día de la traición. Pero es algo mayor que todo ello: es el día de la institución de la Eucaristía, signo sacramental de la oblación inaudita, del sacrificio satisfactorio que sólo Dios es capaz de ofrecer.

Sacerdote y víctima a la vez. Y hombre y Dios a la vez. Y todo enteramente.

También aquí debe notarse la relación tipológica entre la figura del varón y de ese Cristo sacerdotal y víctima propiciatoria que satisface al Padre.

Desde su origen, el hombre en la cabeza del varón tuvo ese mandato divino. Él ha sido puesto como cima de la Creación, destinado a un doble movimiento que más que material es espiritual.

Volvamos al libro del Génesis:
"Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.
Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.»" (Gn. 1, 26-28).
Adán ha de someter la tierra, gobernarla, henchirla, extraer de ella los frutos que contiene y que esperan por él para fructificar. Del mismo modo, aquel pasaje sobre la aparición del lenguaje nos muestra a Adán tomando posesión y ejerciendo el gobierno. El signo es el lenguaje mismo, el ponerle nombre a las cosas. También allí haciéndolas “fructificar”. Como han repetido muchos autores, la palabra de Adán descubre la naturaleza de las cosas. Él habla por ellas, como dice Paul Claudel, él las plenifica con su palabra. Ellas son inteligibles y están llamando a una inteligencia que las conozca y las posea. La palabra es el signo de ese conocimiento. La palabra las libera, podrían quedar clausuradas en sí mismas. Fueron hechas para él y hacia él va su vocación de inteligibilidad.

Ese primer acto de la palabra es más importante todavía que hacer fructificar materialmente lo creado y puesto a sus pies. Pero Dios no ha soltado la materia como un desecho. Tampoco ha hecho al hombre corporal por error. En la innumerable variedad de seres hay una congruencia. Lo explica muy sobriamente santo Tomás de Aquino en el capítulo V de su opúsculo De ente et essentia y a él remito.

En el cruce exacto de la materia y el espíritu, como un signo de las bodas del Cielo con la Tierra, está el hombre, su corporeidad y su espíritu vivificante.

Y allí aparece su carácter sacerdotal. En primer lugar, elevando como ofrenda y alabanza la Creación puesta a sus pies, en gesto ascencional y vertical, recogiendo la horizontalidad del mundo, descubriendo su potencia entitativa y devolviéndola a su Creador, también como signo de que su imagen y semejanza es real y operativa, y que eso mismo reproduce, en el mismo acto, pero al modo humano, análogamente, lo que su Creador realiza al crear.

El hombre, en ello, realiza el carácter sacerdotal. Su alabanza, su ofrecimiento de las primicias del mundo en alabanza a Quien se las dio, a Quien lo instituyó de ese modo en rey y sacerdote.

Pero eso fue a imagen del Hijo, el Sumo Sacerdote, el Sacerdote por antonomasia, Aquel que ofrece al Padre todo lo que está y fue puesto a sus pies.

Una sucesión simbólica que en términos reales san Pablo dice de dos maneras que me son muy queridas:
Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es vuestro:
ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro;
y vosotros, de Cristo y Cristo de Dios. (I Cor. 3, 21-23)
Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies. Mas cuando diga que «todo está sometido», es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a él todas las cosas.
Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo. (I Cor. 15, 27-28).
Quiso Dios que Aquel por quien fueron hechas todas las cosas, Aquel a quien Dios ha sometido todo, sea el Sumo Sacerdote, Cabeza increada de todo lo creado, que en continua doxología presenta ante el Padre todo lo que es del Padre.

Y en razón de ese carácter sacerdotal, Él mismo será quien ofrezca la ofrenda propiciatoria, el sacrificio mayor.

Pero esa ofrenda es la Ofrenda. No es de mano de hombre, no es creatura, no es primicia material o espiritual creada.

De ambas realidades primeras le viene al varón humano su carácter tanto sacerdotal como sacrificial. En él quedan representadas, es el typos. Esas son sus galas. Del Adán celeste, el Adán terrestre:  Estoy entre vosotros como el que sirve.

Y ese servicio llega hasta la oblación de sí.

En esa clave tipológica el varón encuentra el sentido de su masculinidad. Y no son contradictorias las notas que la fundan.

Su realeza, la nota que señala su gobierno. Un gobierno no despótico que ha de abrazar lo que le fue dado y volverlo dócil a su propia naturaleza. Que lo que está llamado a crecer, crezca; lo que está llamado a sostener, sostenga; lo que está llamado a vivir, viva. Que cada cosa se plenifique por su acción colaborativa. Servicio real el suyo.

Su sacerdocio, la nota que lo distingue en la cima de lo creado, como pontífice de todas las cosas ofrecidas en alabanza. Alabanza que las cosas han de cumplir y que esperan en él, puente que las eleve y las devuelva plenas, en acto, por su servicio sacerdotal.

Su sacrificio, la nota que lo asocia al rescate de lo caído, a la restauración según el modelo original. Con su sacrificio se pone al servicio de los que sienten la herida en su naturaleza, carga con el caído, asiste al desvalido, sostiene al débil. Y su propia oblación obra sobre él mismo.

Pero hay que decir que todo ello ocurre en él y con él. Porque no es por él, sino con él y en él. De allí su disposición viril que debe resumir las tres notas: realeza, sacerdocio, sacrificio. La obra es de Dios. Y es a imagen de su Hijo que el varón consuma el sentido de su naturaleza viril.


*   *   *


Un corolario absolutamente pertinente a este desarrollo es precisamente el de la exclusividad viril del sacerdocio católico. Es absolutamente pertinente, sí, pero extiende estas consideraciones más allá del propósito primero de este ensayo. Con todo, y para que no quede en blanco el punto, apenas  un texto al respecto, de C. S. Lewis.

En 1948, Lewis compuso este artículo sobre el sacerdocio de las mujeres. Era anglicano y se refiere entonces a la Iglesia de Inglaterra. Es también una pieza de anticipación para estos días, en cierto sentido.
Tal vez quede más claro el sentido en que la mujer no puede representar a Dios si vemos el problema al revés.

Supongamos que el reformador deja de decir que una mujer buena puede asemejarse a Dios y empieza a decir que Dios se asemeja a una mujer buena.

Supongamos que dijera tanto que debemos orar a «Nuestra Madre que está en el Cielo» como a «Nuestro Padre». Supongamos que insinuara que la Encarnación podría haber adoptado tanto forma femenina como masculina y que la Segunda Persona de la Trinidad se pudiera denominar tanto Hija como Hijo. Supongamos, por último, que el matrimonio místico fuera al revés, que la Iglesia fuera el novio y Cristo la novia. Todo esto trae consigo, a mi juicio, la afirmación de que la mujer puede representar a Dios como lo hace el hombre.

La verdad es que si todas estas hipótesis se pusieran alguna vez en vigor nos embarcaríamos, sin la menor duda, en una religión diferente. Las diosas han sido, naturalmente, objeto de adoración. Muchas religiones han tenido sacerdotisas. Pero eran religiones completamente distintas de la cristiana. El sentido común, pasando por alto el malestar, o incluso el horror, que la idea de convertir el lenguaje teológico en género femenino produce en la mayoría de los cristianos, preguntará «¿por qué no?». Puesto que Dios no es un ser biológico, qué puede importar que digamos Él o Ella, Padre o Madre, Hijo o Hija.

Sin embargo, los cristianos creemos que el mismo Dios nos ha enseñado cómo debemos hablarle. Decir que no importa es decir que la imaginería masculina no está inspirada, tiene un origen meramente humano, o bien que, aun estando inspirada, es completamente arbitraria e inesencial. Esto es inadmisible, y si es admisible no es un argumento en favor de la existencia de sacerdotisas cristianas, sino contra el cristianismo. El argumento está basado, seguramente, en una idea frívola de la imaginería. Sin recurrir a la religión, sabemos por experiencia poética que la imagen y la percepción son más inseparables de lo que el sentido común está dispuesto a admitir.

(...)

Uno de los fines por los que fue creado el sexo fue simbolizarnos las cosas de Dios que han de mantenerse guardadas. Una de las funciones del matrimonio es expresar la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia. Nosotros no tenemos autoridad para coger las figuras vividas y primordiales que Dios ha pintado en el lienzo de la naturaleza humana y cambiarlas de sitio como si fueran meras figuras geométricas.

El sentido común llamará a todo esto «mística». Exactamente. La Iglesia afirma ser la portadora de una revelación. Si la afirmación es falsa, no queremos sacerdotisas, sino abolir el sacerdocio. Si es verdadera, debemos esperar encontrar en la Iglesia un elemento que los no creyentes llamarán irracional y los creyentes suprarracional. Debe haber algo en ella opaco a nuestra razón, aunque no contrario a ella, como las realidades del sexo y los sentidos son opacos en el nivel natural. Y éste es el verdadero problema. La Iglesia de Inglaterra sólo podrá seguir siendo una Iglesia si retiene este elemento opaco. Si lo abandonamos, si retenemos sólo lo que se puede justificar con los estándares de prudencia y conveniencia ante el tribunal del sentido común ilustrado, cambiamos la revelación por el viejo fantasma de la Religión Natural.

Es doloroso para un hombre tener que hacer valer el privilegio, o la carga, que el cristianismo concede a los de su sexo. Me doy perfecta cuenta de cuán inadecuados somos la mayoría de nosotros, con nuestras individualidades actuales e históricas, para ocupar el lugar preparado para nosotros. Es un viejo dicho militar que en el ejército se saluda al uniforme, no al que lo lleva. Sólo quien lleva uniforme masculino puede (provisionalmente y hasta la Parousia), representar al Señor en la Iglesia: pues todos nosotros, corporativa e individualmente, somos femeninos para Él. Los hombres podemos ser a menudo muy malos sacerdotes. La razón es que somos insuficientemente masculinos. No resuelve nada llamar a los que no son masculinos en absoluto. Un hombre puede ser muy mal marido. Pero no se puede enmendar el asunto cambiando los papeles. El hombre puede hacer muy mala pareja masculina en el baile. El remedio es hacer que asista con más diligencia a las clases de baile, no que el salón de baile ignore en adelante las distinciones de sexo y trate a todos los que bailan como neutros. Hacerlo sería, sin duda, eminentemente sensible, civilizado e ilustrado, pero una vez más, «ya no sería un baile». (¿Sacerdotisas en la Iglesia?; en Dios en el banquillo, 1970).