viernes, 26 de septiembre de 2014

La pena de sentido


La pena de sentido
es la pena más honda.
Y de todas las penas de sentido,
la pena del oído.

La vista se consuela
repasando, reiluminando sus estampas,
en el sueño y la vela.
El tacto no te sabe,
el gusto no te supo,
el olfato te ignora, flor cerrada.
Pero el oído
entre la orquesta toda alada
busca el hilo sutil de tu sonido.
No importa la palabra, el pensamiento,
el halago, el deshielo de la esfinge.
Lo que busca el oído,
lo que la pena finge
es la miel del acento,
la insinuación del cante
-tu dulcísima isa
disimulada en brisa-
y el violín y la viola de Violante.

El arroyo que fluye,
el bosque que se queja,
y el mar soñando que en tu voz se aleja
y el flautar de la aurora que no huye.
Es la sal, la alegría
mojada en no sé qué melancolía,
la clara certidumbre
de que la luna tañerá su lumbre
mezclando risa en lloro
y plata de teclado en arpa de oro.

Y no puedo, no puedo
corporeizar la más mínima onda
de tu suave orear desvanecido.
Por eso es más que todas honda
entre todas las penas de sentido
la enamorada pena de mi oído.


Está en las Canciones a Violante, de Gerardo Diego, en una edición primera de 1959 que me regalaron.

Para los que saben, no hay ni que decirlo; pero no es la única gema de ese libro, tan breve como intenso.