sábado, 19 de marzo de 2005

Y creerán que es que uno les tiene bronca a los celulares. Y no es eso.

Es lo simbólico. Lo que se ve detrás de lo que se ve.

Tarde de viernes. El día final de la semana de fatigas. Mucha cerveza se ve en la calle. Tal vez el sobrante del 17...

Llego tarde a la estación, ya es oscuro. Hay mala luz en Retiro, poca. Las gentes van como sombras. El aire cambió y por hoy no hace ese calor de marzo (todavía no se fue marzo y va a volver), corre viento.

Cansinamente busco un poco de luz en alguno de estos vagones de Bangladesh. Tengo unos bizcochitos de grasa (alguna vez tengo que hablar de la panadera) y la segunda parte del Quijote. Y tengo una hora para leer y 15 minutos para comer. Cargo con mis ropas como si fuera un príncipe en el exilio. Para mimetizarme, para hacerme invisible, debería vestir de otro modo. Una corbata, nada más, se vuelve un accesorio tan exótico...

Encuentro un asiento de lata, de esos azules que llaman antidestrozos, antidepredadores, antiestéticos, antihumanos.

Son de un ascetismo menos que monacal. El respaldo llega a la mitad de la espalda, no sé a la altura de qué vertebra, que sufre cuando uno se recuesta. Un modo de decir, además, porque están a 90º (tal vez a 95º). En invierno, se congela la chapa y le agrega a la penitencia un regusto a desierto frío que hace variada la experiencia. No hay que desdeñar el espacio para las piernas, ocasión de mortificación más refinada. Son fijos además, de modo que alguna vez, si uno va, va de espaldas, caminando para atrás.

Alguien probó este diseño con un muñeco. Y se ve que el muñeco no se quejó. Y a alguien le pareció que estaba bien así.

El hombre común, la mujer común, se sientan allí, viajan allí dormidos a las 5, a las 6 de la mañana y vuelven a las 9, a las 10 de la noche. Y veo que muchos ríen y me parecen santos.

Y, para colmo, no tienen un blog.

En los extremos de las filas, suele haber espacios vacíos y allí viajan gentes paradas, a veces sentadas en el piso (claro, la mayoría no lleva corbata...) Busco esos lugares, porque se puede estirar un poco las piernas, si nadie se sienta en el piso, claro.

Frente a mí, allí, parados, viajan cinco personas. Y cinco celulares. Son gente joven. Tres mujeres y dos varones. Dos chicas por un lado y los otros tres por otro.

Durante toda una hora, suenan musiquitas metálicas, robóticas. Mensajitos. Luces frías azulinas, cálidas ambarinas, de pantallitas y tecladitos.

La conversación, durante toda una hora, es sobre celulares, prestaciones y trampas, chips y tarjetas. Habría sido gracioso si no hubiera sido triste. Nunca se me figuró que toda una hora pudiera hablarse de modelos y precios, de sonidos y mensajes. Y en todo ese tiempo nunca soltaron de sus manos los rectangulitos a botonera. Y en todo ese tiempo, mientras de ellos hablaban, los sobaban y pulsaban. Y no mucho hablar por ellos, que eran pobres sus dueños y faltos de créditos y líneas (esto, por supuesto...) Había una sensualidad extraña. Una penosa complacencia en tenerlos, aunque se los pudiera usar muy poco. Y paracía que hablar de ellos reemplazaba el hablar por ellos. Y me pareció que era una conversación amorosa, además. Como si dijera que tenía algo de erótico. Tal vez aquello de Dolina de que todo lo que un hombre hace y dice 'es para levantarse una mina'.

El coro, entretanto, sigue la melodía principal. Desde otros rincones de Blangadesh suenan, como tambores de guerra a la distancia, en medio de la floresta de gentes, otros soniditos, cumbias y Beethoven, musiquitas de ascensores, fragmentos de trivialidades. Y conversaciones breves, mensajes de circunstancias, pequeños negocios, gritos impúdicos, susurros amorosos, avisos de viaje y de arribos ('estoy en el tren, ya llego...'), tonteras, acuerdos, salidas nocturnas....

Mientras, algo más allá, en el pasillo oscuro, unos obreros jóvenes blanden una Budweiser y una Schneider de litro, y repasan la semana de trabajos y la mezclan con las expectativas de fin de semana. No creo que lleguen a disfrutar despiertos la noche. Sin celulares, con cerveza.

'Boludo' y 'boluda' son, ya se sabe, los nombres y apellidos de estos días. No hace falta más título ni alcurnia.

Sobre mis rodillas, apenas sostenidos entre mis manos, Alonso Quijano el Bueno y Sancho Panza, el ama y la sobrina, el insoportable Sansón Carrasco, desgranan sus diálogos en medio de la chapa azul e inclemente, en ángulo de 90º y a 4,5º de graduación alcohólica, susurrando sus razones entre 'tonos' y 'boludas'.

Cide Hamete compite empecinado con el guionista que ha escrito la vida común del hombre común que tengo enfrente.

Siento la fuerte tentación de pensar que cualquiera de los esperpentos de la novela, por locos e irreales que parezcan, tienen más cosas que decirme que esta caterva de parias acelularados. Pero enseguida se me pasa: por esperpénticos que sean estos insípidos trashumantes robotizados, son reales.

Cabalgan Quijote y Sancho, rocín y rucio cansados, entrando al Toboso en medio de la noche, buscando a una Dulcinea que no es. Y que es. Y cabalgo en lata también yo, con ellos, metiéndome en la noche hacia mi Toboso, el viernes, al final del día.

Levanto la vista y veo nada más que Aldonzas Lorenzos y Sanchos sin Quijote, y ninguna sensata Teresa Panza y varios insufribles Sansones, bachileres salmantinos o no. Y Maritornes y curas y barberos y cabreros y galeotes.

Todos llevan sus celulares.

Aunque, secretamente, sin que ninguno de todos ellos siquiera lo imagine, allí está él en medio de todos, dolido y perplejo, benevolente y triste.

Allí va Quijote que los lleva a todos ellos, que para eso es quien es. Y los lleva Sancho, todavía más, que los conoce y los ama.

Y ahora veo que, junto con todos los demás, me llevan también a mi.