lunes, 21 de marzo de 2005

Releía hoy las visiones de Ana Catalina Emmerich.

En el capítulo VIII de "La amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo", Jesús está ante Caifás.

Verdaderamente impresiona y da miedo. En esta parte del relato de lo que Ana Catalina ve, la descripción del carácter de Anás, de Caifás, de los sacerdotes y escribas, de los testigos falsos, es espantosa. Los demonios sueltos, Caifás parado sobre el infierno al momento de condenarlo porque afirmó ser el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios; la furia, la burla, la tortura, la humillación.

Aun si Jesús no hubiera sido Dios y todo eso no fuera parte de nuestra Redención y cada uno de esos horrores no fueran -como son- una consecuencia de nuestros propios pecados, habría parecido demasiado y excesivo.

Lo que ve la monja alemana es espeluznante. Gibson, me parece, no llegó a tanto.

En ese capítulo VIII, una tropa desmañada de testigos falsos consigue poner furioso al propio Caifás, de tan infames, desordenados, contradictorios. Se impacienta con las estupideces que dicen. Hasta él se da cuenta de que las mentiras son de pésima calidad y que no sirven para lo que se propone, que es condenar a Jesús.

Pero en esta Semana Santa va a dominar mi ánimo una mención al pasar.

Entre los testigos que pagaron u obligaron o que se prestaron de buen grado para declarar contra Él, hay uno.
Algunos decían que los había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos; que sus curas eran sortilegios. Había muchas acusaciones y testimonios sobre el sortilegio. Los fariseos de Séforis, con los cuales había disputado una vez sobre el divorcio, le acusaban de falsa doctrina: y un joven de Nazareth, que no había querido admitir por discípulo, tenía la bajeza de atestiguar contra Él.
Si no tuviera otra cosa que rezar y pedir en estos días, pediría no ser ese joven.

No que uno no merezca ser ese joven.

Pero pienso que habitualmente nos preocupa más saber si Jesús nos llama, nos preocupa estar atentos y responder, y velar. Y no dejarlo pasar de largo.

Estamos acostumbrados a mirar las llamadas y bendiciones de Jesús. Mira uno la "vocación" de los apóstoles y discípulos y se piensa que no tiene que pasarnos que, llamándonos, se niegue uno, se demore, se ate a sus amores, a las riquezas, a sus muertos, por más paciencia que Él tenga, por más paciencia de amante dispuesto a humillarse y a buscar y a esperar que Él tenga. No quiere uno que le pase ser desatento. Y a pesar de todo nos pasa ser desatentos (en los dos sentidos).

Pero esto tiene un sabor diferente. Porque, según lo que se lee en Ana Catalina (así, como al pasar), visto que Él puede no querer admitir -y que Él no quiso admitir a uno-, no querría yo ser ese joven de Nazareth, sea lo que fuere que signifique que Él no había querido admitirlo por discípulo.