lunes, 13 de marzo de 2023

Corazones rotos (II)


Ser náufrago en tierra por la tormenta hace que uno comparta su suerte con el resto de las gentes que también "naufragaron" con uno.  Como nadie puede entrar, tampoco se puede salir. Y así, la gente se junta. La cabañita es el lugar, único sitio proveedor en varios kilómetros a la redonda. 

También hay caminantes, por ejemplo. No necesitan el camino, vienen de los campos o por la playa. Algunos de 20 ó 30 kilómetros, desde el norte o el sur. Hay hombres de motos, una especie de caballería nómade, pertrechados al uso de las armaduras. Muy gracioso de ver. 

Y están los lugareños. Su servidor llegó a formar parte de este grupo de élite local, nada más que por estar allí más tiempo que otros. Así conocí bastante a los habitantes. Y vi sus vidas, silenciosas y trágicas. Buena gente, muy trabajadora, en general. Pobres. Personas de edad: conté el promedio de unos 60 años y pico. Pero activos. Claro que se conocen todos, porque todos es poca gente. Pero conocen a los ocasionales, tanto como a los productores o a los viejos pobladores de los alrededores, dueños de estancias o trabajadores en los campos.

Algo me llamó la atención: no me crucé con ningún nyc. Todos vienen de algún lugar y, como pasa en muchos lugares del sur, más bien han salido de un lugar y están allí para no estar allá, que es de donde vienen. 

Son gentes sin religión, en general, salvo una persona que no profesa demasiado, pero defiende su fe evangélica. Y en varios casos hay enemigos declarados de la fe y de las religiones y de los dogmas. Sin contar los paperos que vienen de provincias como Santiago y así, la mayoría son oriundos de Mar del Plata, de Miramar, de Otamendi, de Lobería, hasta de Balcarce, y caen allí escapando de algo pero con el gusto también por la soledad y la quietud y la vida sencilla. Y casi digo también la paz. Y no es el caso.  Porque la paz viene de otro lado: de adentro. Y, en general, son gentes que no tienen paz. Aunque son alegres en cierto sentido y también con la alegría circunstancial de quien se encuentra con desconocidos. Hasta que uno descubre la cáscara... 

Más allá de rencillas o afinidades del momento, por cosas del cotidiano más bien aunque dejen cicatrices, descubrí que los hondones más ácidos y tristes, vienen de cuestiones del corazón. A la gran mayoría de los que conocí y con los que conversé largamente, los ha tajeado el amor (o lo que haya sido), el mundo afectivo.

Tal vez la soledad, tal vez las horas interminables de sus vidas en soledad, hace habladora a esta gente. Y en un registro personalísimo que en la ciudad es infrecuente.

Además de caminar mucho, de mirar, de escribir y leer de a ratos, la mayor parte del tiempo lo ocupaba en conversaciones larguísimas. Algunas, varias, eran desahogos, otras eran un llanto (en algún caso, literalmente un llanto), otras eran el veneno del resentimiento de años, otras eran el relato sentido de desengaños e historias de amores maltrechos.

Probablemente, sepa escucharlos. Y ellos necesitan ser escuchados. Probablemente acierte con las palabras de consuelo o de explicación de lo que están sintiendo. Quién sabe. El caso es que, para mi sorpresa, abrían su corazón como quien se arrodilla en un confesionario, cosa, claro, que hay que esquivar prudentemente. Pero contar, cuentan lo mismo. Y en sus soliloquios (muchos lo son), aparecen asuntos llenos de heridas, algunas imperceptibles a la vista, pero sangrantes igual.

Me impresionó, creo que queda claro.

Bajo esa impresión, tal vez, en algún momento se me dio por pensar que, aunque me estaba tomando unos días de respiro y a mi modo, estaba allí providencialmente. No me gusta apropiarme de los designios divinos, no me gusta andar manoseando de pensamiento, palabra y obra a la Providencia y sus planes y operaciones secretas. Tal vez sea el tono con el que algunos hablan de esos tópicos providenciales, tal vez los perciba como formularios, frívolos o desencajados. Lo que fuere, tal vez sea verdad que les haya hecho algún bien, siquiera ofreciéndoles discretamente una mirada a la que no están acostumbrados. Y si eso fue providencial, Dios sabrá lo que hace.

Y allí aparece otro asunto: su orfandad. Ovejas sin pastor, sin dueño y sin pastores. 

En este caso volví a pensarlo. Porque a veces pienso en el regodeo algo masturbatorio de las piedades y pastorales autocomplacientes (por decir lo menos y suavemente). Riegan los pantanos, adornan con flores de plástico, se dicen entre ellos cosas que ni siquiera entienden del todo y que o están malversadas o son modas o son una especie de actuación mística a la que llaman espiritualidad. En mis viajes, varias veces he visto curas rurales y hasta humildes catequistas, en sitios apartados como éste. Con poco público (y, claro, colectas muy pobres en las misas...), con muchos kilómetros que andar, con almas a las que conducir, corregir, mimar, educar y llevar al Cielo, en definitiva; y todo con gran fuerzo y alegría. Y son el compendio del cristianismo, diré. Por supuesto: eso puede hacerse en cualquier parte, claro que sí. Pero en la ciudad (aunque los obispos hagan lo posible por no promover vocaciones), si no es éste cura, hay otro. Alguno hay, algunos. 

Allí, como en otras tantas partes, ninguno.

(Salvo –caso insólito– un viejo y querido fraile amigo a quien conocían algunos porque ha estado rondando por allí, y a quien recuerdan con afecto...)

Decía que consolar al triste es, en principio, la obra de misericordia que habría que sembrar allí, preferentemente.

Y hubo algún que otro caso que me impresionó particularmente.

Pero no hablaré de eso ahora, porque esto se hizo largo ya. Será la próxima vez.