martes, 29 de enero de 2019

Sacramentum futuri: Addenda (II)


Entre otros comentarios a esta serie, uno atinado y cordial de Antonio Caponnetto me puso sobre la pista de dos asuntos que no traté hasta aquí y que tienen importancia.

Para decirlo de modo rápido se trata de la maternidad de Dios y del carácter sacerdotal del varón.

Me acercó algunos textos. Uno de Gertrud von Le Fort, La mujer eterna, que voy leyendo en estos días. Otros, más breves, que vale la pena dejar aquí y que motivan estas consideraciones.

“Dios es un Padre que nos ama con corazón de Madre", arranca diciendo con palabras de san Agustín. Y las refuerza con un fragmento del profeta Isaías: “Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo" (Is. 66,13). Y todavía más dice: “¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó?" (Dt. 32,6b). Está en el capítulo en el que el Deuteronomio le habla a Israel: "En tierra desierta la encuentra, en la soledad rugiente de la estepa. Y la envuelve, la sustenta, la cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y la toma, y la lleva sobre su plumaje. Sólo Yahveh la guía a su destino, con él ningún dios extranjero. La hace cabalgar por las alturas de la tierra, la alimenta de los frutos del campo, le da a gustar miel de la peña, y aceite de la dura roca, cuajada de vacas y leche de ovejas, con la grasa de corderos; carneros de raza de Basán, y machos cabríos, con la flor de los granos de trigo, y por bebida la roja sangre de la uva." (Dt. 32,10-14).

Completo ahora aquel texto de Isaías: “Os amamantaréis, seréis llevados en brazos y acariciados sobre las rodillas. Como alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré" (Is 66, 12-13).

Y agrego otra insistencia del profeta: “¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido" (Is. 49, 15).      

Y voy al Salmo 26 (en hebreo, 27 en los Setenta y la Vulgata), que reconoce en Dios esa solicitud que le atribuimos a los padres, padre y madre. Ellos podrán fallar. No Dios:
Si mi padre y mi madre me abandonan,
Yahvé me acogerá. (v. 10).
Y en el mismo sentido, el Salmo 130 (en hebreo, 131 en los Setenta y la Vulgata), del que viene la expresión nítida del hombre ante Dios como un niño en brazos de su madre:
Señor, no es orgulloso mi corazón,
ni son altaneros mis ojos,
ni voy tras cosas grandes y extraordinarias
que están fuera de mi alcance.
Al contrario, estoy callado y tranquilo,
como un niño recién amamantado
que está en brazos de su madre.
¡Soy como un niño recién amamantado!

Israel, espera en el Señor ahora y siempre.
En la versión de la Vulgata, este cántico de los que se llaman ascensionales y refieren la subida a Jerusalén.
Canticum ascensionum. David. Domine, non est exaltatum cor meum,
neque elati sunt oculi mei,
neque ambulavi in magnis neque in mirabilibus super me.
Vere pacatam et quietam feci animam meam;
sicut ablactatus in sinu matris suae,
sicut ablactatus, ita in me est anima mea.

Speret Israel in Domino ex hoc nunc et usque in saeculum.
La Escritura repite estas imágenes y figuras de la maternidad divina y de sus cuidados maternales para con los hombres.

Jesús mismo lo hace. Y lo hace al final de uno de los pasajes más terribles en el que, alzando la voz severamente, no deja dudas sobre su enfrentamiento contra los escribas y fariseos, quienes con su hipocresía y dureza de corazón contradicen y deslucen el amor divino:
¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas, y no habéis querido! Pues bien, se os va a dejar desierta vuestra casa. (Mt. 23, 37).
Esta perspectiva de la solicitud divina, de la bondad divina, de su ternura, no es una excentricidad. Y ha hecho escuela en la espiritualidad católica.

No es la única pero, por caso, en Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz. Su “petit chemin” de santidad está fundado en la misericordia divina, en la entrega confiada de una alma en estado de infancia espiritual que descansa como un niño en los brazos de su Madre, dice ella misma repitiendo el salmo que cité más arriba y tomando al pie de la letra el dictamen del propio Jesús de hacerse como niños para entrar al Reino de los Cielos (Mt. 18, 3).

Infancia del hombre, maternidad divina. Otro misterio.

De esa condición de Dios en su ternura, puede tomarse cualquiera para decir un disparate. No debería.

Las mujeres, en el fondo de su corazón, reconocen esas palabras. Les es espontánea esa ternura, esa solicitud intransferible que lo femenino prodiga ante la presencia no sólo del niño propio, sino de cualquier niño. Y de cualquiera que esté a su lado como un niño, sin importar su edad, sino su condición. Porque en eso consiste la maternidad, en particular, y la femineidad, en general.

Otra vez nos topamos aquí, creo, con una tipología.

Y tal vez convenga recordar lo que cita santo Tomás de Aquino, en el Sed contra del artículo 10 de la cuestión primera de la primera parte de la Suma Teológica, citando a san Gregorio en el libro XX de su Moralium: "Por su modo de hablar, la Sagrada Escritura está por encima de todas las ciencias, pues con un mismo texto relata un hecho y revela un misterio."
En la misma cuestión, en la Respuesta, hay un texto clásico, rector de la exégesis católica:
El autor de la Sagrada Escritura es Dios. Y Dios puede no sólo adecuar la palabra a su significado, cosa que, por lo demás, puede hacer el hombre, sino también adecuar el mismo contenido. Así, de la misma forma que en todas las ciencias los términos expresan algo, lo propio de la ciencia sagrada es que el contenido de lo expresado por los términos a su vez significa algo. Así, pues, el primer significado de un término corresponde al primer sentido citado, el histórico o literal. Y el contenido de lo expresado por un término, a su vez, significa algo. Este último significado corresponde al sentido espiritual, que supone el literal y en él se fundamenta. Este sentido espiritual se divide en tres. Como dice el Apóstol en la carta a los Hebreos (7,19) la Antigua Ley es figura de la Nueva; y esta misma Nueva Ley es figura de la futura gloria, como dice Dionisio en Ecclesiastica Hierarchia. También en la Nueva Ley todo lo que ha tenido lugar en la cabeza es signo de lo que nosotros debemos hacer. Así, pues, lo que en la Antigua Ley figura la Nueva, corresponde al sentido alegórico; lo que ha tenido lugar en Cristo o que va referido a Cristo, y que es signo de lo que nosotros debemos hacer, corresponde al sentido moral; lo que es figura de la eterna gloria, corresponde al sentido anagógico.

El sentido que se propone el autor es el literal. Como quiera que el autor de la Sagrada Escritura es Dios, el cual tiene exacto conocimiento de todo al mismo tiempo, no hay inconveniente en que el sentido literal de un texto de la Escritura tenga varios sentidos, como dice Agustín en el XII Confesiones.
La mujer, en su carácter más distintivo y propio, es la figura de un modo de amar que está en Dios. Ella, en eso, es imagen divina y es su semejanza. Obra como Dios. En ella dejó Dios la huella de su amor por lo que vive y crece, su cuidado, su atención, su providencia, su desvelo, su entrega.

Cuando la mujer reniega de esa imagen y semejanza, cuando se le pide a la mujer que se desnaturalice y corrompa esa dinámica amorosa, se le desfigura su figura divina, se le borra su imagen y se deshace su semejanza.

Con cuidado de orfebre, Dios puso en ella algo que Le pertenece. La modeló amorosamente. Creó un humano que refleje preferentemente su vocación apasionada por la vida, su conmoción feliz ante los detalles y lo bello, la solicitud con los demás, su entrega desinteresada para paliar los sufrimientos de los dolientes, su servicio incondicional, su voluntad nutricia, su silenciosa vocación por agradar, donar, atender. Y su vocación íntima por pertenecer, hacerse de otro con otro en otro.

Así fue la Santísima Virgen, la nueva creación de la mujer a los ojos de Dios, el emblema sobre elevado de lo femenino.

*   *   *

Unas palabras sobre el segundo asunto: el carácter sacerdotal del varón.

Y debería agregar el carácter sacrificial en él figurado, también siguiendo el comentario de Caponnetto a este respecto, que cita el capítulo 22 de san Lucas (v. 27): "Estoy entre vosotros como el que sirve".

Esa frase, hay que advertir, está rodeada de un momento mayor, de un culmen en la presencia del Verbo Encarnado entre los hombres. Es la noche en la que Jesús se reúne con sus discípulos para comer con ellos la última Pascua. Es el día de la traición. Pero es algo mayor que todo ello: es el día de la institución de la Eucaristía, signo sacramental de la oblación inaudita, del sacrificio satisfactorio que sólo Dios es capaz de ofrecer.

Sacerdote y víctima a la vez. Y hombre y Dios a la vez. Y todo enteramente.

También aquí debe notarse la relación tipológica entre la figura del varón y de ese Cristo sacerdotal y víctima propiciatoria que satisface al Padre.

Desde su origen, el hombre en la cabeza del varón tuvo ese mandato divino. Él ha sido puesto como cima de la Creación, destinado a un doble movimiento que más que material es espiritual.

Volvamos al libro del Génesis:
"Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.
Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.»" (Gn. 1, 26-28).
Adán ha de someter la tierra, gobernarla, henchirla, extraer de ella los frutos que contiene y que esperan por él para fructificar. Del mismo modo, aquel pasaje sobre la aparición del lenguaje nos muestra a Adán tomando posesión y ejerciendo el gobierno. El signo es el lenguaje mismo, el ponerle nombre a las cosas. También allí haciéndolas “fructificar”. Como han repetido muchos autores, la palabra de Adán descubre la naturaleza de las cosas. Él habla por ellas, como dice Paul Claudel, él las plenifica con su palabra. Ellas son inteligibles y están llamando a una inteligencia que las conozca y las posea. La palabra es el signo de ese conocimiento. La palabra las libera, podrían quedar clausuradas en sí mismas. Fueron hechas para él y hacia él va su vocación de inteligibilidad.

Ese primer acto de la palabra es más importante todavía que hacer fructificar materialmente lo creado y puesto a sus pies. Pero Dios no ha soltado la materia como un desecho. Tampoco ha hecho al hombre corporal por error. En la innumerable variedad de seres hay una congruencia. Lo explica muy sobriamente santo Tomás de Aquino en el capítulo V de su opúsculo De ente et essentia y a él remito.

En el cruce exacto de la materia y el espíritu, como un signo de las bodas del Cielo con la Tierra, está el hombre, su corporeidad y su espíritu vivificante.

Y allí aparece su carácter sacerdotal. En primer lugar, elevando como ofrenda y alabanza la Creación puesta a sus pies, en gesto ascencional y vertical, recogiendo la horizontalidad del mundo, descubriendo su potencia entitativa y devolviéndola a su Creador, también como signo de que su imagen y semejanza es real y operativa, y que eso mismo reproduce, en el mismo acto, pero al modo humano, análogamente, lo que su Creador realiza al crear.

El hombre, en ello, realiza el carácter sacerdotal. Su alabanza, su ofrecimiento de las primicias del mundo en alabanza a Quien se las dio, a Quien lo instituyó de ese modo en rey y sacerdote.

Pero eso fue a imagen del Hijo, el Sumo Sacerdote, el Sacerdote por antonomasia, Aquel que ofrece al Padre todo lo que está y fue puesto a sus pies.

Una sucesión simbólica que en términos reales san Pablo dice de dos maneras que me son muy queridas:
Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es vuestro:
ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro;
y vosotros, de Cristo y Cristo de Dios. (I Cor. 3, 21-23)
Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies. Mas cuando diga que «todo está sometido», es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a él todas las cosas.
Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo. (I Cor. 15, 27-28).
Quiso Dios que Aquel por quien fueron hechas todas las cosas, Aquel a quien Dios ha sometido todo, sea el Sumo Sacerdote, Cabeza increada de todo lo creado, que en continua doxología presenta ante el Padre todo lo que es del Padre.

Y en razón de ese carácter sacerdotal, Él mismo será quien ofrezca la ofrenda propiciatoria, el sacrificio mayor.

Pero esa ofrenda es la Ofrenda. No es de mano de hombre, no es creatura, no es primicia material o espiritual creada.

De ambas realidades primeras le viene al varón humano su carácter tanto sacerdotal como sacrificial. En él quedan representadas, es el typos. Esas son sus galas. Del Adán celeste, el Adán terrestre:  Estoy entre vosotros como el que sirve.

Y ese servicio llega hasta la oblación de sí.

En esa clave tipológica el varón encuentra el sentido de su masculinidad. Y no son contradictorias las notas que la fundan.

Su realeza, la nota que señala su gobierno. Un gobierno no despótico que ha de abrazar lo que le fue dado y volverlo dócil a su propia naturaleza. Que lo que está llamado a crecer, crezca; lo que está llamado a sostener, sostenga; lo que está llamado a vivir, viva. Que cada cosa se plenifique por su acción colaborativa. Servicio real el suyo.

Su sacerdocio, la nota que lo distingue en la cima de lo creado, como pontífice de todas las cosas ofrecidas en alabanza. Alabanza que las cosas han de cumplir y que esperan en él, puente que las eleve y las devuelva plenas, en acto, por su servicio sacerdotal.

Su sacrificio, la nota que lo asocia al rescate de lo caído, a la restauración según el modelo original. Con su sacrificio se pone al servicio de los que sienten la herida en su naturaleza, carga con el caído, asiste al desvalido, sostiene al débil. Y su propia oblación obra sobre él mismo.

Pero hay que decir que todo ello ocurre en él y con él. Porque no es por él, sino con él y en él. De allí su disposición viril que debe resumir las tres notas: realeza, sacerdocio, sacrificio. La obra es de Dios. Y es a imagen de su Hijo que el varón consuma el sentido de su naturaleza viril.


*   *   *


Un corolario absolutamente pertinente a este desarrollo es precisamente el de la exclusividad viril del sacerdocio católico. Es absolutamente pertinente, sí, pero extiende estas consideraciones más allá del propósito primero de este ensayo. Con todo, y para que no quede en blanco el punto, apenas  un texto al respecto, de C. S. Lewis.

En 1948, Lewis compuso este artículo sobre el sacerdocio de las mujeres. Era anglicano y se refiere entonces a la Iglesia de Inglaterra. Es también una pieza de anticipación para estos días, en cierto sentido.
Tal vez quede más claro el sentido en que la mujer no puede representar a Dios si vemos el problema al revés.

Supongamos que el reformador deja de decir que una mujer buena puede asemejarse a Dios y empieza a decir que Dios se asemeja a una mujer buena.

Supongamos que dijera tanto que debemos orar a «Nuestra Madre que está en el Cielo» como a «Nuestro Padre». Supongamos que insinuara que la Encarnación podría haber adoptado tanto forma femenina como masculina y que la Segunda Persona de la Trinidad se pudiera denominar tanto Hija como Hijo. Supongamos, por último, que el matrimonio místico fuera al revés, que la Iglesia fuera el novio y Cristo la novia. Todo esto trae consigo, a mi juicio, la afirmación de que la mujer puede representar a Dios como lo hace el hombre.

La verdad es que si todas estas hipótesis se pusieran alguna vez en vigor nos embarcaríamos, sin la menor duda, en una religión diferente. Las diosas han sido, naturalmente, objeto de adoración. Muchas religiones han tenido sacerdotisas. Pero eran religiones completamente distintas de la cristiana. El sentido común, pasando por alto el malestar, o incluso el horror, que la idea de convertir el lenguaje teológico en género femenino produce en la mayoría de los cristianos, preguntará «¿por qué no?». Puesto que Dios no es un ser biológico, qué puede importar que digamos Él o Ella, Padre o Madre, Hijo o Hija.

Sin embargo, los cristianos creemos que el mismo Dios nos ha enseñado cómo debemos hablarle. Decir que no importa es decir que la imaginería masculina no está inspirada, tiene un origen meramente humano, o bien que, aun estando inspirada, es completamente arbitraria e inesencial. Esto es inadmisible, y si es admisible no es un argumento en favor de la existencia de sacerdotisas cristianas, sino contra el cristianismo. El argumento está basado, seguramente, en una idea frívola de la imaginería. Sin recurrir a la religión, sabemos por experiencia poética que la imagen y la percepción son más inseparables de lo que el sentido común está dispuesto a admitir.

(...)

Uno de los fines por los que fue creado el sexo fue simbolizarnos las cosas de Dios que han de mantenerse guardadas. Una de las funciones del matrimonio es expresar la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia. Nosotros no tenemos autoridad para coger las figuras vividas y primordiales que Dios ha pintado en el lienzo de la naturaleza humana y cambiarlas de sitio como si fueran meras figuras geométricas.

El sentido común llamará a todo esto «mística». Exactamente. La Iglesia afirma ser la portadora de una revelación. Si la afirmación es falsa, no queremos sacerdotisas, sino abolir el sacerdocio. Si es verdadera, debemos esperar encontrar en la Iglesia un elemento que los no creyentes llamarán irracional y los creyentes suprarracional. Debe haber algo en ella opaco a nuestra razón, aunque no contrario a ella, como las realidades del sexo y los sentidos son opacos en el nivel natural. Y éste es el verdadero problema. La Iglesia de Inglaterra sólo podrá seguir siendo una Iglesia si retiene este elemento opaco. Si lo abandonamos, si retenemos sólo lo que se puede justificar con los estándares de prudencia y conveniencia ante el tribunal del sentido común ilustrado, cambiamos la revelación por el viejo fantasma de la Religión Natural.

Es doloroso para un hombre tener que hacer valer el privilegio, o la carga, que el cristianismo concede a los de su sexo. Me doy perfecta cuenta de cuán inadecuados somos la mayoría de nosotros, con nuestras individualidades actuales e históricas, para ocupar el lugar preparado para nosotros. Es un viejo dicho militar que en el ejército se saluda al uniforme, no al que lo lleva. Sólo quien lleva uniforme masculino puede (provisionalmente y hasta la Parousia), representar al Señor en la Iglesia: pues todos nosotros, corporativa e individualmente, somos femeninos para Él. Los hombres podemos ser a menudo muy malos sacerdotes. La razón es que somos insuficientemente masculinos. No resuelve nada llamar a los que no son masculinos en absoluto. Un hombre puede ser muy mal marido. Pero no se puede enmendar el asunto cambiando los papeles. El hombre puede hacer muy mala pareja masculina en el baile. El remedio es hacer que asista con más diligencia a las clases de baile, no que el salón de baile ignore en adelante las distinciones de sexo y trate a todos los que bailan como neutros. Hacerlo sería, sin duda, eminentemente sensible, civilizado e ilustrado, pero una vez más, «ya no sería un baile». (¿Sacerdotisas en la Iglesia?; en Dios en el banquillo, 1970).




viernes, 4 de enero de 2019

Sacramentum futuri (V y final): Addenda


No soy un perito en el hebreo bíblico, ni siquiera -específicamente- un avezado estudioso de las lenguas de las Sagradas Escrituras, pero en el curso de algunas lecturas he llegado a percibir algunas interpretaciones extrañas de los pasajes del Génesis mencionados en esta serie.

La primera aparente dificultad está en el hecho de que el relato bíblico utiliza la expresión ha'adam (el hombre, el humano, Adán) para referirse al ser humano original y, recién después, la expresión ish para el varón, en ocasión de la creación de la mujer. De allí que dice el texto -traducido más o menos fielmente-: se la llamará varona (isha) porque del varón (ish) ha sido sacada. En una lectura amañada, a mi entender, hay alguno que quiere entender que ha' adam -o sin el artículo, adam, a secas- es un nombre genérico y no un sustantivo propio en ningún caso o un nombre que se refiera a un sujeto individual determinado de género masculino.

De este modo, para quien lo quiere postular así, ha'adam no es Adán en ningún caso, anterior a la creación de la mujer. Con ello, aunque no lo dice, esa lectura da a entender una especie de hermafroditismo, una androginia en el primer ser humano y, así visto, la creación de la mujer resultaría sin más la extracción del costado femenino del humano primordial dizque andrógino. Me parece un disparate que fuerza el sentido del texto, dándole significados caprichosos a los nombres, queriendo acentuar un modo de igualdad que, por otra parte, el texto leído sin estas extravagancias afirma en su momento y sin tapujos. La mujer es del costado del varón, cosa que significa tradicionalmente la igualdad de naturaleza entre ellos, con lo que cumple el designio de ser una ayuda adecuada. Y así como, en la creatura, la igualdad de naturaleza no impide la preeminencia del varón, tampoco la preeminencia del varón es un obstáculo para esa igualdad. Apenas un versículo más allá del texto del Génesis que he citado, el 25 del capítulo segundo, dice el escritor sagrado: Los dos, el hombre y la mujer, estaban desnudos, pero no sentían vergüenza. Al mencionar al hombre usa allí nuevamente el término hebreo ha'adam, con lo que parece sin duda que adam e ish (hombre y varón) son en principio equivalentes. Por eso esta corriente de exégesis que menciono parece un intento mañoso de fundar en la interpretación de nombres un modo de igualitarismo que no se corresponde con la Escritura, para sacar de ello consecuencias estridentes que apuntalen el amplio menú de postulados de género.

La cuestión del sueño de Adán y lo que surge de su costado, también es materia de exégesis tipológica. Del costado del nuevo Adán, Cristo, surgirá también la que habrá de ser la Esposa del Cordero. Y aunque esa esposa es a la vez el Cuerpo Místico de Cristo, su Cabeza, ella es suya pero no es Él. Porque así se entiende tipológicamente. El Adán primero no es idéntico al Adán segundo. Y lo que ocurre con el Adán primero en materia de sexos y de esponsales, no es idéntico a lo que ocurre con el Adán segundo. Porque el primero es aquí figura del segundo, que es quien tiene la plenitud de la significación. Entiéndase nuevamente que los signos bajan de lo alto, no suben hacia allí.

Se aducen otros pasajes tomados del mismo libro para insistir en esta posición. No se advierte que el texto mismo puede despejar la dificultad. Por ejemplo, el capítulo V del Génesis, en el que se lee:

Según la versión en hebreo trasliterada con fonética sefaradí:
Este es el libro de las generaciones del hombre, en el día en que creó Dios a Adán; a semejanza de Dios lo hizo.
Zeh séfer toledot Adam beyom beró Elohim Adam bidemut Elohim asah otó.
Varón y hembra los creó, y los bendijo, y llamó su nombre Adán, en el día en que (ambos) fueron creados.
Zájar unekevah bera'am vayevarej otam vayikrá et-shemam Adam beyom hibare'am.
Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró a su semejanza, conforme a su imagen (un hijo), y le puso por nombre Set.
Vayejí Adam shloshim ume'at shanáh vayoled bidemutó ketsalmó vayikrá et-shemo Shet.
Y fueron todos los días de Adán, después de que engendró a Set, ochocientos años, y engendró hijos e hijas.
Vayihyú yemey-Adam ajarey holidó et-Shet shmonéh me'ot shanáh vayoled banim uvanot.
Y fueron todos los días que Adán vivió, novecientos treinta años; y murió.
Vayihyú kol-yemey Adam asher-jay tsha me'ot shanáh ushloshim shanáh vayamot.
La Vulgata en este pasaje dice:
Hic est liber generationis Adam. In die qua creavit Deus hominem, ad similitudinem Dei fecit illum.
Masculum et feminam creavit eos et benedixit illis; et vocavit nomen eorum Adam in die, quo creati sunt.
Vixit autem Adam centum triginta annis et genuit ad similitudinem et imaginem suam vocavitque nomen eius Seth.
La versión griega de los Setenta, por su parte, dice:
αὕτη ἡ βίβλος γενέσεως ἀνθρώπων ᾗ ἡμέρᾳ ἐποίησεν ὁ θεὸς τὸν Αδαμ κατ᾽ εἰκόνα θεοῦ ἐποίησεν αὐτόν
ἄρσεν καὶ θῆλυ ἐποίησεν αὐτοὺς καὶ εὐλόγησεν αὐτούς καὶ ἐπωνόμασεν τὸ ὄνομα αὐτῶν Αδαμ ᾗ ἡμέρᾳ ἐποίησεν αὐτούς
ἔζησεν δὲ Αδαμ διακόσια καὶ τριάκοντα ἔτη καὶ ἐγέννησεν κατὰ τὴν ἰδέαν αὐτοῦ καὶ κατὰ τὴν εἰκόνα αὐτοῦ καὶ ἐπωνόμασεν τὸ ὄνομα αὐτοῦ Σηθ
ἐγένοντο δὲ αἱ ἡμέραι Αδαμ μετὰ τὸ γεννῆσαι αὐτὸν τὸν Σηθ ἑπτακόσια ἔτη καὶ ἐγέννησεν υἱοὺς καὶ θυγατέρας

Parece bastante claro que adam y hombre son lo mismo en un sentido: Dios creó al hombre, al ser humano. Y en ese sentido el nombre ser humano (adam) y el nombre hombre primero (adam) son intercambiables. Y que se use hombre en un mismo sentido para humano y varón, más indica todavía que el hombre primordial fue varón. Y eso no autoriza a negar que la mujer no sea un ser humano. Pero, a la vez, se entiende que Adam, en cuanto persona determinada, es un sujeto determinado (no el varón y la mujer juntos), como se ve en el hecho de que así lo llama la Escritura al mencionar su descendencia, o cuando se refiere a un hombre en particular que tuvo determinados hijos y que a determinada edad engendró a Set y tuvo una vida determinada que se extendió a lo largo de una determinada cantidad de años hasta su muerte. Muerte que significa la muerte de una persona determinada.

El que Dios haya creado al hombre y a esa creatura la llamara ser humano y que a su vez el ser humano haya sido creado varón en primera instancia y que después haya aparecido la ayuda adecuada a él al crear a la mujer, en tanto que la mujer es tan ser humano como el varón, no debería ofrecer mayor dificultad de comprensión. Dios creó al ser humano y los creó varón y mujer.

En distintintas tradiciones rabínicas o en otras con afán sincrético o de distintas procedencias gnósticas, se leen algunas interpretaciones que también entiendo extravagantes. A ellas se recurre en nuestros días cuando de modo partisano se busca fundar alguna de las vertientes que podrían englobarse en la denominada ideología de género.

Es el caso de cuando se interpreta que hubo una mujer anterior a Eva (este nombre con el que Adán la nombra -hawwāh, la que da vida o madre de vivientes, simplificando-, recién aparece después del pecado original). Aquella primera mujer, en esas interpretaciones de la Escritura, habría sido Lilith, que abandona a Adán y el Paraíso antes de la aparición de Eva y del pecado original. El motivo aducido para ese abandono es de índole sexual y de rebeldía sexual, más explícitamente. Sus actos a partir de allí la acercan a los demonios y a prácticas sexuales que malversan la naturaleza femenina en relación con el varón y aun con la maternidad. Lilith así entendida es la representación y el emblema de una mujer "empoderada" que resiste el patriarcado y arrebata derechos para sí, hambrienta de autonomía. A poco que se adentre uno en la caracterización de esta mujer a través de los tiempos y las edades, se entenderá de cuán lejos viene la batalla por el sentido de lo masculino y lo femenino. No solamente. En ese mismo combate se está discutiendo otro asunto más hondo que la mera repartija de derechos y obligaciones entre los sexos, con las secuelas que la introducción del concepto de género extrae de esas interpretaciones extravagantes.

Lo que verdaderamente está en discusión es el designio divino. Su validez y su contenido. Como en el relato de Iván Karamazov que mencioné más arriba, los hombres no están discutiendo entre sí. Están discutiendo con Dios. Y es de notar que no niegan su existencia. Porque van por algo más. La pulseada tiene que tener un rotundo ganador y un rotundo perdedor. Pero para eso se necesita que haya un perdedor. Dios se equivocó. O mejor, Dios actuó mal, hizo mal las cosas.

Y la razón para ello es que hasta el mismo Dios es patriarcal y machista. En esas extravagancias, algunos sostienen que Dios hasta ignora y niega su costado femenino, incluso oculta, como en un closet, su femineidad. Como si dijéramos que es un hipócrita.

Es mucho más que simplemente una cuestión de corrección política. Es al menos eso en sus manifestaciones mediáticas, masivas, comunicativas y hasta políticas. Pero en realidad es mucho más que eso. Y quien se enfrenta a estas y otras interpretaciones debería entender a qué se está enfrentando en realidad.

Tal vez para entender en parte la cuestión haya que detenerse en un hecho simple. No es casual que el Antiguo Testamento comience con una pareja humana y termine con el Cantar de los Cantares. Como no es casual que el Nuevo Testamento comience con la concepción del Verbo en María Santísima y termine con la visión de las bodas del Cordero con la Novia, su Esposa.

Contrariamente a las extravagancias antiguas y nuevas, el hecho cierto es que, mirado con atención, el texto del Génesis, y del Antiguo Testamento en general, coincide con las aplicaciones, interpretaciones y las exégesis tipológicas que se encuentran en el Nuevo Testamento, referidas a la realidad y simbolismo de lo humano y a la relación de ello con la divinidad. Allí las tergiversaciones encuentran una refutación de hecho y argumentada. Empezando por la existencia del propio Jesucristo, cuya masculinidad es ciertamente un punto ácido para las extravagancias doctrinales. Como es ácida la existencia de una Virgen que, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, concibe un Hijo del Padre Celestial. Y como resulta finalmente también ácida la prédica de Jesús contenida en las parábolas y símiles con los que predica y devela la realidad del Padre, del Hijo, del Espíritu, y de la naturaleza y finalidad de lo humano, asunto este último que, como ya he dicho, a Dios le importa más que al hombre mismo. Cosa que a los hombres siempre nos ha extrañado, como dice Job (7, 17-18) o el Salmista (8, 5) y refrenda la carta a los Hebreos (2, 5-8) cuando dice:
Porque Dios no ha sometido a los ángeles el mundo venidero del que nosotros hablamos. Acerca de esto, hay un testimonio que dice:
"¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano para que te ocupes de él?
Por poco tiempo lo pusiste debajo de los ángeles
y lo coronaste de gloria y esplendor.
Todo lo sometiste bajo sus pies".




miércoles, 2 de enero de 2019

Sacramentum futuri (IV): Sobre el velo de las mujeres


Hay una cuestión en apariencia menor en el capítulo XI (2-16) de la primera carta a los cristianos de Corinto. Entre varias amonestaciones, y para zanjar una disputa local, san Pablo desarrolla una cuestión presuntamente ritual: el velo de las mujeres.
Los felicito porque siempre se acuerdan de mí y guardan las tradiciones tal como yo se las he transmitido.
Sin embargo, quiero que sepan esto: Cristo es la cabeza del hombre; la cabeza de la mujer es el hombre y la cabeza de Cristo es Dios.
En consecuencia, el hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta deshonra a su cabeza;
y la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra a su cabeza, exactamente como si estuviera rapada.
Si una mujer no se cubre con el velo, que se corte el cabello. Pero si es deshonroso para una mujer cortarse el cabello o raparse, que se ponga el velo.
El hombre, no debe cubrir su cabeza, porque él es la imagen y el reflejo (la gloria) de Dios, mientras que la mujer es el reflejo (la gloria) del hombre.
En efecto, no es el hombre el que procede de la mujer, sino la mujer del hombre;
ni fue creado el hombre a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre.
Por esta razón, la mujer debe tener sobre su cabeza un signo de sujeción, por respeto a los ángeles.
Por supuesto que, para el Señor, la mujer no existe sin el hombre ni el hombre sin la mujer.
Porque si la mujer procede del hombre, a su vez, el hombre nace de la mujer y todo procede de Dios.
Juzguen por ustedes mismos: ¿Les parece conveniente que la mujer ore con la cabeza descubierta?
¿Acaso la misma naturaleza no nos enseña que es una vergüenza para el hombre dejarse el cabello largo, mientras que para la mujer es una gloria llevarlo así? Porque la cabellera le ha sido dada a manera de velo.
Por lo demás, si alguien es amigo de discusiones, le advertimos que entre nosotros se acostumbra usar el velo y también en las Iglesias de Dios.

Como se ve, hay allí algunas doctrinas respecto del varón y la mujer que siguen la línea paulina en la materia, que es consistente con el resto de las Escrituras. Pero además de expresar el criterio de san Pablo, algunas afirmaciones resumen en pocas líneas todo lo que el cristianismo dice respecto del varón y la mujer y su relación. Al mismo tiempo, se reitera la tipología respecto de la Cabeza y el Cuerpo, figurada también en el varón y la mujer, como matriz primera y última de toda la cuestión.

Cualquiera que quisiere saber qué dice el cristianismo respecto del varón y la mujer tiene allí condensado el asunto y tratado en distintos niveles, por cierto que con una concisión que tal vez amerite apenas una glosa.

Dejemos de lado la cuestión ritual propiamente dicha y vayamos a los fundamentos paulinos para sostener el rito. Otra vez, los signos bajan, no suben. El velo es la consecuencia de algo que se da en un plano superior y más hondo (que llega hasta los ángeles ante el Trono de Dios), en el que se dan realidades que son a su vez ellas mismas significativas. Así procede san Pablo, dando al comienzo el fundamento y desarrollando la cuestión después en planos diversos.
Cristo es la cabeza del hombre; la cabeza de la mujer es el hombre y la cabeza de Cristo es Dios.

Queda clara la relación Cabeza-Cristo y Cuerpo-hombre. Como significativa de esta relación en un orden inferior, está la relación cabeza-hombre y cuerpo-mujer, como ya se vio también más arriba en el capítulo V de la carta a los Efesios.

Un paso más adelante, en sentido tipológico, san Pablo insiste, volviendo a la relación de la cabeza  con el cuerpo:
El hombre, no debe cubrir su cabeza, porque él es la imagen y el reflejo (la gloria) de Dios, mientras que la mujer es el reflejo (la gloria) del hombre.
En efecto, no es el hombre el que procede de la mujer, sino la mujer del hombre;
ni fue creado el hombre a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre.
La alusión al relato del Génesis es clara. Y alguno podrá tener en esto alguna incomodidad y sugerir o pensar que el dato es meramente cultural: así pensaba un hombre antiguo. Pero quien dijere esto estará pasando por alto el fuerte sentido tipológico que hay en el relato del Génesis y en la consecuencia paulina de ese relato:
no es el hombre el que procede de la mujer, sino la mujer del hombre;
ni fue creado el hombre a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre.
Porque, primero:
Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza". (Gn. 1, 26)
Y más adelante (Gn. 2, 18-24):
Después dijo el Señor Dios: “No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”.
Entonces el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre.
El hombre puso un nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo; pero entre ellos no encontró la ayuda adecuada.
Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando éste se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío.
Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.
El hombre exclamó:
“¡Esta sí que es hueso de mis huesos
y carne de mi carne!
Se llamará Mujer,
porque ha sido sacada del hombre”.
Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne. (Ver la Addenda al final de esta serie.)
Y a esto, en primer lugar, se refiere san Pablo. Su interpretación en este caso es tipológica y de ella se sigue el gesto ritual, de quien es cuerpo de la cabeza:
Por esta razón, la mujer debe tener sobre su cabeza un signo de sujeción, por respeto a los ángeles.
Hay que notar además el hecho significativo de que lo que ha sido tomado de la carne del hombre, volverá a hacerse con él una sola carne.

¿Es todo lo que el cristianismo tiene para decir respecto del varón y de la mujer? No, al menos en las sentencias de san Pablo, porque, inmediatamente después, afirma:
Por supuesto que, para el Señor, la mujer no existe sin el hombre ni el hombre sin la mujer.
Porque si la mujer procede del hombre, a su vez, el hombre nace de la mujer y todo procede de Dios.
Y esto mismo iguala en un aspecto al varón y a la mujer, siguiendo también el primer relato de la creación en el Génesis, cuando dice (Gn. 1, 26-28):
Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza; y que le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la tierra, y todos los animales que se arrastran por el suelo”.
Y Dios creó al hombre a su imagen;
lo creó a imagen de Dios,
los creó varón y mujer.
Y los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que se mueven sobre la tierra”.
En alguna otra parte desarrollé lo que me parece un dato también altamente significativo: la aparición del lenguaje humano en relación con la creación de la mujer, tal como se lee en el capítulo II del Génesis, cuyo fragmento cité más arriba. Pero no es éste el momento de tratarlo in extenso. Solamente apunto apenas que la palabra de Adán surge en soledad humana, todavía la mujer no existe. Y esa palabra es el signo de su conocimiento, análogamente como el Verbo, el Logos, es la expresión del conocimiento que el Padre tiene de Sí mismo. Las relaciones entre las dos palabras, la divina y la humana, es asunto que santo Tomás de Aquino ha tratado con fineza. De esas meditaciones surgen otras profundidades respecto de la mediación y los mediadores, asunto que también he tratado en otro escrito.

Como creo que se nota, la coherencia de las correspondencias en los distintos niveles no deja lugar a dudas. Iguales en su naturaleza (de lo humano procede lo humano, de Adán procede Eva), ello no empece el hecho de que en ambos haya figuras de la relación Dios-hombre y con esa relación la de Cabeza y Cuerpo.

Valdría la pena apuntar también un detalle que se nota en este fragmento ya citado:
Por supuesto que, para el Señor, la mujer no existe sin el hombre ni el hombre sin la mujer.
Porque si la mujer procede del hombre, a su vez, el hombre nace de la mujer y todo procede de Dios.
En la traducción al español del pasaje, san Pablo señala que la mujer procede del hombre y el hombre nace de la mujer.

La Vulgata lo dice así, diferenciando las preposiciones de modo significativo:
Verumtamen neque mulier sine viro, neque vir sine muliere in Domino; nam sicut mulier de viro, ita et vir per mulierem, omnia autem ex Deo.
Y esto a su vez traduce el original griego de la Carta, que usa las preposiciones del mismo modo (εκ του ανδροσ, para decir que la mujer procede del hombre, δια τησ γυναικοσ, para decir que el hombre nace de la mujer). En el caso de Dios, la preposición es la misma que usa para proceder: εκ του θεου.

En la Vulgata y el texto griego no hay verbo explícito (está elidido) y la referencia y el modo de decirlo es a través de las preposiciones, que están marcando diferencias que el Apóstol quiere marcar.

No parece aventurado decir, entonces -y siguiendo a san Pablo-, que así como en Adán se figura la divinidad, en Eva se figura la humanidad. Y que así como en Adán se figura la cabeza, en Eva se figura el cuerpo. Y así como en Adán se figura el Novio y el Esposo, en Eva la Novia y Esposa.

Tienen mandato de fructificar esa unión y esa relación, porque ese fruto significa a su vez otro Fruto del amor entre el Esposo y la Esposa, los analogados primeros de esta relación. De ese modo, todo lo que es figura de la Novia y la Esposa engendra del Novio y del Esposo, y eso que engendra es fruto del Amor que los une, los cubre, los nutre. Así lo dice el arcángel a la Virgen, al llevarle el Anuncio de la concepción de Jesús, engendrado por el Padre en ella.

Éste es el momento de volver a recomendar, para el mejor aprovechamiento de todas estas figuras, especialmente centradas en Adán-Cristo, el texto del cardenal Jean Daniélou con el que comencé estas reflexiones.

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Como ya se ha dicho, en el breve texto de esta primera carta a los Corintios bien puede contenerse lo medular de la concepción cristiana respecto del varón y de la mujer. Y no sólo. Sino que está allí dicho lo que Dios revela al hombre respecto de su designio al respecto, bien que lo hace frecuentemente con figuras que el entendimiento tipológico ayuda a develar.

De este modo, quedan aquí expuestas, siquiera someramente y sin pretensión de agotar los temas, dos líneas principales que surgen de un mismo asunto. Esas dos líneas, como se ha dicho también, están juntas en el principio de todas las cosas y habrán de asociarse también al final, en lo eterno.

La primera cuestión es la relación de la Cabeza con el Cuerpo, y el postulado dicho al inicio de que, para saber en la historia y más allá de la historia lo que habrá de ocurrir con el Cuerpo, hay que atender a lo que ha sido y es de la Cabeza. Para nuestro caso, para vislumbrar y aun entender los signos referidos al Cuerpo, hay que ver esos signos acaecidos y a la vez ya prefigurados en la Cabeza. Que es como decir que a la Iglesia le acaecerá a su modo lo que a Cristo.

La segunda cuestión es el cúmulo de figuras que apuntan a la intelección de lo que son y significan el varón y la mujer, y de lo que significan su unión y su fecundidad.

Padre, varón, Novio, Esposo, Cabeza, mujer, Novia, Esposa, Cuerpo. Todos términos que en sí mismos y en sus relaciones nos hablan consistentemente del Plan divino, pero también -y con frecuencia figuradamente- de las concepciones de Dios, de los afectos de Dios, respecto del sentido de lo humano, especialmente en su relación con lo divino, que es lo que de su creatura al Padre le importa casi exclusivamente. Y digo casi exclusivamente porque la ultima ratio del ser y el obrar divinos es la Gloria.