martes, 18 de mayo de 2021

Memorias del bodegón: 4. El café de la esquina




Capítulo 1.
Capítulo 2.



En una punta del mostrador –la más sombría–, custodiando una estantería de acero con vasos y copas y una campana de vidrio que cubría una fuente con una pasta frola, un hombre bajo y viejo, de cara redonda y colorada y pelo grisáceo, nos inclinó la cabeza como bienvenida. Dos ojos claros, oscuros de miles de noches, con una sola mirada cataron al grupo con pericia. El brazo apoyado sobre un estaño pulido y gastado ni se movió. Una radio apenas audible sonaba uno de los pocos programas de tangos que quedan en el aire. De espaldas, trajinando sobre una bacha que lucía una canilla cuello de cisne, otro hombre mayor pero bastante más alto y delgado, los mismos ojos, la misma pericia cuando se volvió a mirarnos. Veníamos hablando en voz algo sonora, pero, nomás entrar y como un reflejo, hicimos silencio. Buscamos un rincón al fondo, junto a un ventanal y nos sentamos en círculo frente a una sola mesa. El hombre del mostrador, exactamente en el rincón opuesto, no se movió, sólo que con la mano derecha acariciaba suavemente una enorme bandeja de acero. La llovizna retomó su faena y la veíamos chispear sobre el empedrado.

Al rato, cansino, con solamente un repasador en la mano, el hombre cruzó el salón y se paró a unos inverosímiles tres o cuatro pasos de la mesa. No dijo palabra. A su turno, cada quien pidió café y alguna bebida licorosa de ocasión. Wittington, infaltable, miró estirando el cuello hacia las estanterías con botellas, pero fue evidente que no encontró ningún whisky que mereciera probarse. Rápidamente, casi con fastidio por la decepción, repasó el ejército de alcoholes y se detuvo en una botella inesperada: una ginebra holandesa. Sonrió con aire de vindicta y pidió la porción debida que conformaría su previsible  vanidad de connaiseur.

Cambiar de espacio cambiaba el asunto. Nuestra conversación del bodegón se diluía y mientras caminábamos al café de la esquina estallaba en esquirlas de otros asuntos. No necesariamente triviales, sí distintos. Con su pasión de fútbol (era millonario, qué otra cosa...), Wittington retomó su diatriba contra Riquelme, a propósito de nada, solamente porque cada tanto la figura de Román se le aparecía en su imaginación y le conmovía el odio. Stefanelli –hombre criado en Villa Luro– tenía el corazón dividido entre Ferrocarril Oeste y Vélez Sarsfield y los asuntos de los grandes no le importaban. El gallego Papotakis se burlaba de Wittington cada vez que el balón se metía en el ruedo. Por atavismo familiar era de Platense, y por eso mismo enemigo de los de Núñez aunque sin convicción. Su pasión era navegar en solitario. Para no poner un dique favorable a la espuma que le salía a Wittington por la boca, nada dije, aunque sus dardos buscaban en mí un adversario evidente y sabido. Los demás, oían caminando en medio de la llovizna fina como en una procesión de monjes arrebujados en medio de la noche. 

Nadie hubiera dicho que, esa runfla un poco bullanguera que entraba al café como bandada de colegiales, había estado escrutando hacía menos de 15 minutos los misterios del mundo. El silencio del lugar, el zumbido tanguero de fondo, la inmovilidad de los dos ibéricos que como cancerberos custodiaban el mostrador y el salón a la distancia, nos impusieron aquel silencio litúrgico con el que en fila india fuimos hasta la mesa del fondo y el ventanal.

Después de la comanda, volvió el silencio apenas un minuto. Pero la conversación, más allá de las apariencias, iba por dentro.

– El tiempo es la clave, dije y el invitado se acomodó en su silla de costado.

– Pero se supone que la historia tiene un final. No entiendo cómo el tiempo podría ser la clave. Ahora el invitado estaba pensando y seguí el hilo de lo que venía diciendo algo crípticamente. El invitado no me miraba pero atendía cada palabra.

– Nosotros contamos el tiempo por medidas discretas, como dice el ingeniero. A veces son días, semanas, meses, milenios..., según lo que medimos. Pero el tiempo tiene otro sentido. La historia es con tiempo, es en el tiempo. Pero no es solamente tiempo. Ni siquiera es principalmente tiempo. El tiempo la mide pero no la constituye. Son cosas que pasan en el tiempo. No es tiempo que pasa. La historia es un argumento, en todo caso. Si ceñimos el argumento a una medida determinada (semanas o siglos, tanto da...) la historia se distorsiona. Lo que pasa ahora, en este período, lo que pasó en el siglo XVIII o en el siglo XIII. Así no es la historia. Cada período se acerca o se aleja del argumento principal, lo plasma mejor o peor. Porque además del argumento, la historia son los protagonistas.

– Pero eso va camino al determinismo, ¿o me equivoco? Papotakis había pedido un café doble y se lo notaba de lo más despierto.

– Cuidado..., terció Stefanelli. ¿Dónde queda la libertad del hombre con eso del argumento?

– Ni lo uno ni lo otro. No es incompatible el plan con la libertad. Señores, ¿adónde les queda a Uds. la profecía, entonces? Pero la cuestión es otra, según yo...

Wittington, después de su intervención, saboreaba la ginebra y aprovechó la pausa que eso le daba para crear suspenso, algo que le encantaba hacer.

– Hay que volver a eso de que a la historia no la define el tiempo, concluyó taxativo.

El invitado seguía los vaivenes con la mirada perdida sobre la mesa, como si mirara un mapa. Apenas una sonrisa.

– Me gusta el rumbo que va tomando esto, y miró a Wittington. Es verdad: hay que volver al asunto del tiempo. Yo siempre entendí que lo que decían los cristianos era que tenía que cumplirse el tiempo, algún tipo de tiempo. Y que cumplido el tiempo se terminaba la historia. Pero acá se está diciendo otra cosa. Por otro lado, yo creía que los católicos no estaban a la altura del tiempo que les está tocando vivir, que sus reacciones no eran las adecuadas, pero sobre todo porque el tiempo pasa y pasan cosas en este tiempo y ellos no reaccionan o porque tienen reacciones raras y algunas disparatadas o insuficientes para lo que tienen que enfrentar. Pero ahora me parece que lo que dicen es que incluso eso es algo que tiene que pasar. ¿También eso es parte del plan, del argumento?

– No tan rápido, hay matices. 

Tenía que ir más despacio. Retomé algunas líneas de lo que ya había dicho y traté de ampliarlas, siempre hablando del tiempo, la historia, el argumento, la profecía y la libertad de los hombres.

– Por eso, de algún modo, dije lentamente, eso es así como dice nuestro amigo. Insisto: hay muchos que creen que el tiempo es en cierto sentido algo estático y con un contenido. Y cuando añoran ese contenido (y eso porque objetivamente ese contenido anterior es mejor que el contenido del presente), dirigen la mirada a ese tiempo en el que ese contenido brilló. Y eso es un error de concepto. Un concepto errado de lo que la historia es; a mi sabor, al menos.

La noche se hizo inclemente mientras hablábamos. Como si entrar en temas más difíciles nos hiciera entrar en un remolino de viento y agua. La oscuridad del barrio se quebraba con la luz que traspasaba los ventanales del café. Hacía un rato que la medianoche había quedado atrás. Pero no nos dimos cuenta hasta bastante después.

Volvimos a llamar al custodio del estaño. Lo hizo Wittington. Levantó la mano apenas un poco por encima de la mesa, como si estuviera en el club de coloniales en algún rincón de la India virreinal. No vino un nativo con casaca blanca y turbante, sino el ibérico a paso lento y displicente. Lo miró como si lo estuviera viendo desde la altura de los siglos. Otra, por favor..., dijo el abogado señalando la copita de ginebra vacía. Antes de que terminara, el ibérico estaba mirando al resto para levantar sus pedidos. Cada quien lo suyo y el hombre dio media vuelta y se fue al mismo paso.

La cuestión no había terminado, ni mucho menos. Y fue Cardozo el que intervino para que las aguas y el viento de afuera, entraran como un vendaval furioso hasta la mesa del fondo y sacudieran la conversación como una tromba súbita en medio de la noche y en mar abierto.

(continúa)