martes, 10 de mayo de 2022

Dios (y nosotros)


Algunos lo saben. Otros lo han olvidado. Otros prefieren no recordarlo.

Pero lo cierto es que es imposible lastimar a Dios. En nada. No hay modo. No se puede.

Es el Único. Y eso es mucho decir. Infinitamente mucho decir (aunque no tengamos idea de lo que eso realmente significa...).

Y también porque es eternamente el Único, nada (ni nadie) hiere su felicidad eterna.

Nada. Nadie.

No se lo puede atacar. No se lo puede vencer. No se lo puede adular. No es posible engañarlo, amenazarlo, sobornarlo, partirlo, comprarlo, trampearlo, seducirlo, mentirle, someterlo.

Porque es el Único, se alegra en la verdad. Con la verdad. Y es verdadera su alegría en la verdad.

Nada lo hiere. Nada. No lo alcanza ni la espada ni la lisonja. No lo lastima nada. Ni la mentira vital, ni el desprecio malvestido de devoción, ni el resentimiento enmascarado en conversión, ni el insulto envuelto en plegaria, ni el odio disfrazado de celo. Ni lo solemne hueco. Ni la humildad hinchada. Ni las lágrimas perfumadas con la miel de las avispas venenosas. Ni la oración frívola.

Nada.

Ni siquiera lo hiere la mueca perfeccionada e impecable de amarlo como al único amado. Como al Único.

Ni siquiera lo hiere la humillación de que para algunos sea la segunda opción, el no hay más remedio, el último refugio, cuando ya no se encuentra ni opción ni remedio ni refugio en nada más, en nadie más. Porque no queda nada más, nadie más. Que si hubiera...

Él sabe que es el Único.

Por eso, no hay caso: es imposible lastimar a Dios. 

A Él nada lo hiere. Nadie.

Ni puede ser engañado por nuestras estrategias untuosas, teatrales. Por nuestra hipocresía de tahúres de barrio, de mercachifles de la Gracia. Todas las estrategias infantilmente arteras o sinuosas, desplegadas al viento, son inútiles. 

Como si Él no supiera de veras lo que sabe de veras: todo.

Si Él no existiera, nuestras mentiras y falsedades no podrían sostenerse. Nuestra hipocresía sería volátil, desnuda, ridícula. Todas ellas, de un modo tortuoso, viven de Él. Y por eso, si Él no existiera, todas ellas serían el agujero de un queso. Sin el queso.

Él también sabe eso. Y sabe que si no lo sabemos, si lo hemos ignorado o preferimos no recordarlo, si acaso, en la tarde de la vida, el daño será nuestro. 

A Él nada lo daña. A Él nadie le quita la Vida. Ni la felicidad inarrugable.

Su felicidad es inmutable, sin tiempo. Siempre. Cuando es Justo. Cuando es Misericorde. Cuando se humilla y perdona. Cuando reina y juzga. Siempre.

Porque es el Amor mismo. El verdadero Amor mismo (aunque no tengamos ni la más remota idea de lo que eso realmente significa y sólo mencionemos la palabra, hasta enmelarla, gastarla y perderla...)

Y por eso nada lo daña. Nadie. Nunca.


Y todo esto, algunos lo saben. Otros lo han olvidado. Otros prefieren no recordarlo.