viernes, 24 de diciembre de 2021

Navidad, la indestructible




Claro que el dolor duele y el escándalo escandaliza. Claro que la hipocresía finge la bondad y el terror aterroriza. Claro que la desesperación desespera y el desánimo desanima. Claro que la perversión pervierte, la tergiversación tergiversa. Claro que la fealdad afea y el vicio envicia. Claro que la degradación degrada y la abyección envilece. Claro que la indiferencia disuelve y el odio lastima y que la mentira miente y la confusión confunde y el error engaña. Claro que lo torcido tuerce y la brutalidad embrutece y la ignorancia enceguece y la trivialidad trivializa. Claro que la decepción decepciona y el cansancio cansa y la tristeza entristece y la crueldad es cruel. Claro que el mal es malo.

Claro que sí. 

¿Quién pretende hacer de eso una noticia, una novedad, la develación de un misterio?

Yo lo sé. Cualquiera que quiera saberlo lo sabe.

Pero, si fuéramos todos idiotas y no supiéramos todo eso, Dios sí lo sabe. Y lo sabe desde que el hombre es hombre. Y aun antes.

Por eso le buscó remedio al dolor y al escándalo, a la hipocresía y al terror, a la desesperación, al desánimo, a la perversión, a la tergiversación, a la fealdad, al vicio, a la degradación y a la abyección, a la indiferencia y al odio y la mentira y la confusión y al error, a lo torcido y brutal, a la ignorancia, a la trivialidad, a la decepción, a la tristeza, a la crueldad. Al mal.

Y buscó un remedio que no tenía que estar en cualquier parte ni ser de cualquier manera.

Lo quiso en el corazón del hombre. Adentro. Bien adentro. En el lugar del que no puede ser removido fácilmente, salvo que el propio hombre quiera removerlo de sí. Lo hizo para que estuviera anclado en un lugar en el que el hombre fuera bien sí mismo, más sí mismo que en cualquier otra parte de adentro o de afuera. En el lugar donde sólo Él habla de veras con cada hombre. Porque el remedio tenía que ser para cada hombre. Del universo se ocupa Él y sus ángeles.

Y quiso que ese remedio fuera indestructible. No importa qué se quisiera hacer con él afuera. Allí, adentro, bien adentro, eso es remedio y es indestructible. Y en el universo lo es. Pero del universo se ocupa Él y sus ángeles.

No importa si el remedio figura y se declama en las leyes, si lo proclama y lo difunde la ONU, la OMS, la UE, no importa que esté en los discursos de los reyes y los príncipes o de los sindicalistas y los presidentes, o en las homilías de los prelados, no importa que esté en las encíclicas de los pontífices, no importa que esté en los brindis o en las tarjetas de saludos. No será ni remedio ni indestructible por estar allí, en ninguna de esas y tantas cosas de afuera. 

Sólo si está allí adentro, en lo más hondo de lo hondo del hombre y brilla allí, es remedio para el hombre. Y claro que desde que es remedio, es indestructible. Porque sale de una mente y de un corazón que ni se equivoca ni se arrepiente de sus obras, sale de una mano que no yerra ni tiembla ni duda.

No podemos destruirlo. Cada hombre puede dar vuelta la cara. Pero no puede destruir el remedio. Puede echarlo de sí, apartarlo, ignorarlo, hacer que no lo sabe ni lo ve. Despreciarlo, manosearlo hipócrita, trivial o malévolamente. Pero no puede destruirlo. 

Es lo que hace feliz a la Navidad. Es indestructible. Y es el único remedio indestructible contra el dolor y el escándalo, la hipocresía y el terror, la desesperación, el desánimo, la perversión, la tergiversación, la fealdad, el vicio, la degradación y la abyección, la indiferencia y el odio y la mentira y la confusión y el error, lo torcido y brutal, la ignorancia, la trivialidad, la decepción, la tristeza, la crueldad. El mal.

Yo soy de barro. Ella no. 

Yo puedo deshacerme y frustrarme eternamente. Ella, no.

Todas las cosas pasan. Ella no.

Es remedio.

Es indestructible.


Por eso es feliz.