lunes, 20 de julio de 2020

Dos minutos de odio (IV y final..., pero en dos partes: 1*)




En la habitación 101, Winston Smith dejó de ser quien era.

Ése es el lugar, según cuenta la novela 1984, en el que se aplica el método con el cual el Partido se asegura de que nada ni nadie compita con él. Su apetito de amor excluyente y exclusivo (no, no es amor, claro...), solamente es posible si el amante (que no es amante, claro...) ya no es una persona. El Ministerio del Amor consigue eso gracias a la tortura.

Y la tortura básica es enfrentar al torturado con sus miedos más hondos, que el Partido conoce, se entiende, mejor que el mismo torturado. Hasta que se logre que la tortura venza la repugnacia espiritual de afirmar una falsedad evidente, como que 2+2=5.

Y es verdad que la guerra espiritual es análoga a la guerra epónima: se gana la guerra cuando el adversario acepta y admite convencido que no vale la pena combatir. Si no lo acepta, puede haberse ganado circunstancial y materialmente una batalla, pero formalmente no se ha ganado la guerra.

Cuando alguno acepta como verdadera una evidente falsedad y está convencido de que no tiene ningún sentido oponerse, y no encuentra en su interior ningún motivo para hacerlo, entonces ha sido vencido. Pero no solamente ha sido derrotado, sino que ha sido vaciado. El eje de su vida espiritual se ha torcido y el hombre gira defectuosamente no sólo dañándose a sí mismo, sino también dañando a quienes tiene alrededor o, lo que es bastante parecido, siendo como nulo para los otros.

Y así fue el final de Winston y Julia.

Intentaron algo al margen de los preceptos del Partido, pensaron que podrían de algún modo burlarlo. Sostener algo íntimo lejos de la mirada del Partido. Algo interior. Una convicción, un afecto secreto y verdadero. Y no les fue posible. No pudieron.

*   *   *

Muy bien.

¿Y, entonces...?

Pues, aquí es donde empieza el último capítulo de estas notas.

*   *   *

Terminaré, al final de estos apuntes, hablando de algo que no es del todo un mecanismo nuevo. De hecho, puestos a ver, ha sido una práctica habitual y bastante obvia a lo largo de milenios. Hasta los grandes pudieron haberla puesto por obra. Por distintos motivos y en diversas circunstancias. Recuerdo haber leído que Platón eligió a su sobrino Espeusipo para sucederlo al frente de la Academia. Pudo haber designado a Aristóteles, que era su alumno más destacado, y muchos sostienen que debió hacerlo, pero... Aristóteles era macedonio. Y Platón eligió a un ateniense.

Hay infinidad de casos de este tipo. Una premisa mueve a la conclusión en un sentido determinado.

Sin embargo, tal vez lo decididamente nuevo desde hace tiempo sea el paradigma. El completo paradigma. Bajo una cierta perspectiva, toda cosa va camino de girar en una galaxia distinta y toda cosa va camino de girar en una órbita que la desnaturaliza.

Visto de otro modo, ese fenómeno tampoco es nuevo, a decir verdad. Todo sistema de ideas tiende a ser, por decir así, totalizante, omnicomprensivo. Tiende a su coherencia. Y saca las conclusiones de sus premisas, como es propio de todo razonamiento. Si sus permisas fallan, las conclusiones no están allí para corregirlas, sino para seguirlas. Una apenas disimulada renuncia de la inteligencia y un cierto desmadre de la voluntad pueden hacer eso. Y de hecho lo hacen.

Y esto es así desde antiguo. Sin exgaerar, nuestros primeros padres fueron los primeros en sacar conclusiones desviadas de premisas falsas y los primeros en obrar en tal sentido desviado. Y así es como el hombre se atiene a las consecuencias sobre esta tierra, desde entonces hasta el fin de este eón.

Pero en estos últimos tiempos lo característico y hasta cierto punto inédito es la pretensión avasallante de hegemonía. Por cierto que es una pretensión de hegemonía pretenciosa. Su intención es herir con una ley propia el nomos íntimo de la realidad natural y ayudarse para ello con la difusión de una tópica que termine volviéndose el fundamento del nomos civil, de la ley que los hombres establecen para conducir y conducirse en sociedad, formalmente si es posible, nos sólo de manera invididual, informal o espontánea.

Tópica y ley son los brazos de hierro con los que se pretende atenazar toda concepción y práctica individual y social.

La tópica se difunde a través de infinidad de canales. Los dictados y presupuestos de la ciencia tal y como se la entiende desde hace ya unos cinco siglos, aunque de modo creciente en las dos útimas centurias. Es notable en este sentido que la filosofía -cristalizando un proyecto sofístico de más de dos milenios- haya ido degradando su objeto desde el ente al lenguaje, pero no por notable es casual. Y el lenguaje mismo no como objeto de resonancias hasta teológicas, sino como mundo claustro humanísimo, y hasta sin siquiera conexión con las cosas extramentales.

La educación sistemática es otro de los canales, todavía más universal que el mundo científico. El llamado mundo de la cultura es otro potente generador y emisor de una tópica como la que menciono.  La cultura incluye por cierto el arte, en todo orden, desde la novelística o la poesía, hasta la música o la plástica. La aparición universal de la tarea indiscriminada del periodismo ha sido otro canal todavía más extendido, en razón de su temática y su lenguaje, dizque adaptados a la presunta pobreza de comprensión y expresión de los estamentos menos ilustrados. En este caso, de hecho y como ya se ha dicho tantas veces, es el propio mundo mediático el que ha terminado en buena medida generando la masividad anómala de la masa y aprovechando esa condición generada en beneficio de la difusión de mensajes y del propio mecanismo del consumo, consumo del que mayormente viven los medios, dependientes como son de la publicidad. El mismo consumo ha sido vehículo de nueva tópica, como es el caso de la alimentación, la recreación, los preceptos ecologistas y tantas nuevas formas de consumir modelos de vida individual y social.

Nada ha escapado a esta "evolución" de las ideas y las costumbres. Ni siquiera el mundo en otro tiempo hierático de la religión, principalmente la religión católica, que ha seguido una deriva de indiscriminada "humanización" de su fe, su moral y de sus prácticas rituales. Pero esa humanización, que significa lisamente el abandono de la trascendencia, no se detiene en el ámbito temporal de la creatura. También avanza sobre la naturaleza de la divinidad y llega hasta el sincretismo, de hecho otro modo de humanización de la fe. Pero no sólo: pretende avanzar aún más porque, puestos a pedir, pidamos todo. También en el caso de la religión, ese mundo de referencias no solamente perturba el conocimiento de la realidad sino que se encarna más y más en las costumbres. Costumbres y prácticas individuales y sociales que empujan a su vez a las concepciones. Y de allí que muchos adoptan concepciones a partir de costumbres, violentando para poder hacerlo sus propias conciencias en muchas ocasiones. En el ámbito de la fe, también allí, se reproducen los brazos de hierro de la tópica y la ley, que también atenazan la vida espiritual. Esa íntima rebelión tiene sus consecuencias. De modo que, cuando se miran los escándalos que lastiman a la Iglesia, no solamente habría que ver sus causas en las debilidades humanas.

Como esto son notas y apuntes, y no es un tratado, no cuadra que explaye una fenomenología pormenor de esta tópica; creo que basta con los títulos de lo que en un tratado serían capítulos.

*   *   *

La otra fuerza de esa tenaza, la ley, por su parte, tiene dos ámbitos bien diferenciados aunque interdependientes de modo creciente.

Por un lado, el establecimiento de leyes positivas va uniformando la dispersión de concepciones y las manifiestas contradicicones. Contradiciones que son de concepción y paradigmas, principalmente. Como capas geológicas, el mero paso del tiempo acumula y superpone esas concepciones que van a nutrir las leyes. Con una velocidad mayor en los últimos tiempos, la ley positiva también tiende a hegemonizar un paradigma humano y social al que todo hombre y comunidad deben someterse. Mayormente es un nomos anómico, clara paradoja. Un cuerpo de normas positivas que sanciona a la realidad por no ajustarse a la voluntad legislativa hegemónica que el hombre sostiene y expresa, con la sola fuerza de sus propios hombros.

Pero, como digo, hay otro ámbito de la ley. Un ámbito no escrito ni promulgado que no surge del poder formal del gobierno o de las instituciones políticas. Pero no por eso menos potente, si no más, acaso. Y aquí es donde se ha venido produciendo una curiosa sucesión de cortocircuitos culturales en los últimos tal vez 70 años.

Pongámoslo en estos términos. Más allá de las precisiones y los matices, en substancia la modernidad es básicamente el espíritu de una rebelión. Para algunos, esa rebelión se alza contra una época y las realizaciones de una época, planteo historicista. Esa interpretación es como la flecha que se queda corta, y muy corta, a mi entender. Para otros es una continuidad de mismo espíritu y distintas realizaciones a lo que había. Aparte el hecho de que no es verdad que el espíritu sea el mismo, esa interpretación se me figura simétrica con el tradicionalismo y opuesta a él, y por lo mismo, renga.

Y, después, claro, están los defensores à outrance de la misma modernidad como liberación y elevación de lo humano, ya libre de lo que consideran oscuridad y sojuzgamiento, lo humano de camino a entrar triunfante al reino de la iluminación y la autonomía.

En definitiva, ese es el núcleo duro de la rebelión, precisamente por lo que tiene de substitución, que, con la noción adyacente de progreso indefinido, hace de esa substitución un programa hegemónico y totalizante del que nada puede ni debe escapar.

Como en la tópica, tampoco aquí voy a hacer el pormenor y la fenomenología que exhiba este último caso de la ley. 

Ocurre, mientras tanto, que a ese ánimo libertador del hombre, a ese impulso por sacarlo de las tinieblas de la ignorancia, la opresión de la heteronomía y la esclavitud de la fe, le ocurrió algo feo: su promesa era la ilusión de arrebatar titánicamente el cielo con el progreso, la ciencia, la técnica y la libertad omnímoda. Y esa ilusión fue seguida y aplastada brutalmente por la decepción. Lo mismo que fue alzado como un becerro de oro, se devoró a sus adoradores. Tiempo atrás, y de un plumazo, Aníbal D'Angelo Rodríguez enumeró claramente los ingredientes del proceso en su Aproximación a la Postmodernidad. Léanlo ahí que está mejor dicho.

Porque de eso se trata el cortocircuito. A la propia modernidad y secuela de sus propios genes le ha salido un hijo macho, como se dice en el campo (y esa misma expresión hoy sería puesta en cuestión por lo mismo que diré después y ya estarán adivinando): ese hijo es la postmodernidad.

Hace ya unas décadas que vienen debatiendo la cuestión de límites entre la modernidad y la postmodernidad y los bandos en pugna que tironean de esa sábana, se encarnizan de tanto en tanto de modo que las placas tecnónicas se convulsionan en los gabinetes de los pensadores, pero también en las expresiones más bizarras de los círculos exteriores del asunto, desde el mundo del espectáculo hasta el deporte.

¿Cuál es el revulsivo?

Precisamente, un subproducto de las elucubraciones modernas: la libertad. No la cosa, que eso no depende de escuelas, sino la concepción de la cosa. Y con ello, la consideración de sus límites, si los tiene.

Como banderas para esta contienda, el nombre talismán de la modernidad es democracia. El nombre talismán de la postmodernidad es más bien derechos. Y digo más bien, porque en ese rincón del ring todavía no ha cuajado una entera doctrina y sus expresiones suelen aparecer a partir de episodios en cualquier ámbito, desde lo político a las prácticas sexuales. Con todo, creo que no falta mucho para que la concepción de fondo que sustenta esa parcialidad se muestre en un corpus más articulado de fundamentos y preceptos.

Como fuere, hay que advertir algo que no es necesario (espero): ni democracia ni derechos son términos de fácil definición, porque más allá de lo líquido del pensamiento de los últimos decenios, ambos términos son más bien proyectos, son términos programáticos, son expresiones inacabadas cuyo contenido está in fieri, incluso en el caso de la modernidad que a esta altura ya debería tenerlo definido y no lo tiene.

Es como si dijéramos que la modernidad y la postmodernidad llevan el germen de su escepticismo radical y eso les impide afirmar con demasiada fuerza. Sus respectivos credos (que son algo más que consecutivos, hay que alertarlo...) son renuentes a las afirmaciones que supongan algo establecido, cuya naturaleza esté fuera del alcance de la voluntad del hombre. A la vez, siempre está presente el artilugio del lenguaje, artilugio de matriz retórica, que permite (casi obliga) a redifinir las palabras para poder dotarlas del sentido oportuno que haga más "vendible" la idea, y que permita que se impregnen de este modo incluso las capas coriáceas del imaginario más refractario. Con todo, algún esfuerzo hará su servidor por exponer el sentido y el contexto en el que esos términos tienen eficacia social.

Lo cierto es que hoy día mismo, ese debate entre esas palabras talismán como democracia y derechos está vigente y bastante ardiente. Pero eso mismo es secuela de una aceleración.

Se me hace que la expresión más clara de esa confrontación viene dándose en sucesivas oleadas. Y se ha activado, se ha despertado un impulso de rebelión que se alza aun contra la propia modernidad. Como si ésta hubiera sido un prolegómeno, una fase, que alcanzara para destuir las bases del edificio anterior, pero no para construir el que lo suplantará, con la pretensión de que sea el edificio definitivo, al menos programáticamente definitivo. Aunque a la vez móvil y dinámico, proteico: un edificio siempre maleable para producir nuevos cambios de oportunidad en su estructura.

Pero esto mismo es ya o una nueva contradicción implícita o una mentira. Y un servidor se inclina por una mezcla de ambas cosas. Es una contradicción implícita porque semejante intento no puede sino tener fallas graves en su concepción, tanto en la modernidad como en su secuela. Sólo un Creador -uno que verdaderamente sea el Ser mismo- crea con coherencia absoluta. Y es una mentira a la vez porque la pretensión última es la hegemonía, de modo que todo movimiento va encaminado a la plasmación de un paradigma que se pretende universal.

*   *   *

Como lo anuncié al principio de la serie, voy a tomar un episodio que creo que permite de algún modo significar esta cuestión. Es un signo. No es la totalidad del asunto ni mucho menos, pero de él voy a poder colgar los restantes episodios que me resultan coincidentes y concluir lo mejor que pueda, fundado en esos elementos.

Y cuando eso ocurra, la próxima vez, creo que habré dicho lo que quería decir.




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1 No es enteramente culpa del autor, y por cierto que en ningún caso del lector. Pero, al ver viendo, ocurre que la resolución del asunto se demora por la materia misma de la que se trata.

¿Y quién te manda a meterte en este jardín? Para esa pregunta hay una respuesta que no interesa aquí en absoluto.


Nota:

La ilustración de esta entrada es una de las obras más conocidas del holandés Maurits Cornelis Escher, que de algún modo representa la relatividad que la física contemporánea a sus trabajos como dibujante postulaba desde principios del siglo XX.

La obra, que se llama Relatividad, precisamente, es de 1953 y el autor dijo a propósito de ella: “dos habitantes de mundos distintos no pueden andar sobre el mismo suelo, estar sentados o de pie, ya que no coinciden las ideas que tienen de lo que es horizontal o de lo que es vertical”. Está en la coleción del Gemeentemuseum Den Haag, en Holanda.

Murió a los 74 años en 1972.