lunes, 13 de julio de 2020

Dos minutos de odio (III)









Precisamente en 1984, muy oportuno, el inglés Michael Radford estrenó una versión para el cine de la novela de George Orwell, que no fue la primera ni la última. Tiene dos buenas actuaciones de John Hurt y Richard Burton. En el original, tanto el inglés que hablan como el tono de las voces de ambos, son un acierto que sostiene el clima que genera la trama.

En estos extractos que apunto, se ven dos o tres asuntos interesantes.

El director eligió comenzar el film con la escena en que se muestra una sesión de los dos minutos de odio que el Partido tiene prescriptos para sus súbditos. Allí se ve primero la propaganda y el relato acerca de lo que pasa en el mundo, algo que nadie puede verificar, pero que están obligados a dar por verdadero. Algo que muchos, casi todos, ya hacen no por temor (sí con temor), sino por una inducida convicción, arrastrados emotiva y racionalmente. 

En parte es la consecuencia de la división social en tres clases que el Partido ha impuesto.

Los miembros del Partido interior tiene sus privilegios y casi diría todos los privilegios y en principio ningún deber.

Para los del Partido exterior (diríamos, casas más o menos, la clase media) todo es cumplir normas y reglamentos; les han cargado sobre sus espaldas la administración y los trabajos que sostienen esa maquinaria social y los tienen por eso mismo permanentemente bajo la luz implacable y policial que los vigila y que con frecuencia los trampea para que caigan en las trampas preparadas para detectar oposiciones y defecciones entre sus filas.

De allí la existencia de una supuesta Resistencia (la Hermandad), que algunos sospechan es una operación de inteligencia del propio Partido. El dizque traidor Emmanuel Goldstein -a quien nadie ha visto jamás- es la figura a odiar como denunciante y resistente, el jefe de una oposición que se non è vera è ben trovata, útil para representar todo lo malo, que no es sino todo lo que se opone al Partido. Y lo que principalmente se le opone es su versión de todas las cosas, por raro que parezca. Interesante es la visión de Orwell cuando postula que un arma para combatir a la Resistencia es ni más ni menos que la destrucción del lenguaje.

Mientras, como emblema del Partido, está Gran Hermano, otro a quien nadie ha visto. Es la figura a quien amar junto con el Partido, amor que significa simplemente a quien temer, obedecer y servir. Su cara omnipresente no permite dudar acerca de qué significa. Con su cara, la omnipresencia de pantallas que taladran la visión, el oído, la imaginación y la conciencia de los miembros del Partido exterior, con informaciones que son la presencia constante -día y noche- del relato oficial respecto de todas las cosas.

Y para la tercera parte de la sociedad, los que quedan afuera, los parias del sistema, nada de nada, porque son simples existentes sin valor moral o intelectual, mano de obra pobre, simples proles como se los llama, un poco de pan -poco- y circo, casi ni siquiera ideológico, para que los distraiga. La gilada, dirían unos; la negrada, dirían otros.

La otra cuestión que se apunta en esas escenas que muestro, además de la del odio obligatorio, es la del lenguaje. Un instrumento no sólo necesario sino axial. Su manipulación es la llave de las conciencias, es la argamasa de las construcciones ideológicas y políticas, es la osamenta del edificio interior, intelectual y moral. Para decirlo en términos de Tolkien, junto con el terror, el lenguaje es como si dijéramos un anillo único para gobernarlos a todos.

La reescritura constante de la historia a través del lenguaje es la obra maestra de esa manipulación. Tanto respecto del presente y el futuro, como, y esto es muy importante, respecto del pasado. Por otra parte, que una de las formas de tortura más crueles esté destinada a hacer que un reo, por remiso y traidor al Partido siquiera en su fuero íntimo, admita y consienta convencido que 2+2 es cinco, es un punto inspirado.

Un hombre de la deriva intelectual e ideológica de Orwell que ponga la verdad objetiva como un bien preciado y que afirme que la contraparte de la libertad es el conocimiento de la verdad, ciertamente ha traspasado -sin saber, quizá- el diktat al que como intelectual de izquierda está sometido. Ciertamente que Orwell pertenece al grupo de voces que es políticamente correcto escuchar en el mundo de la cultura, precisamente por su filiación ideológica, claro. Sin embargo, lo que no es políticamente correcto es el rechazo visceral de Orwell a esa intelligentzia, de cualquier signo.

Orwell nunca estuvo orgulloso de su trabajo en la BBC durante la guerra. Él mismo ya había juzgado con desprecio el papel de la prensa española del Frente Popular durante la guerra civil. Como anarquista, también él sufría las operaciones de prensa en contra de los enemigos de Moscú y eso le causó una impresión desagradable, perpleja y algo adolescente, que lo llevó a satirizar la situación en el Minitrue (ministerio de la verdad) para el que trabaja el protagonista Winston Smith en 1984, redactando constantemente los cambios y redefiniendo constantemente las palabras para que signifiquen lo que el Partido manda que signifiquen. La Neolengua es la herramiernta del automatismo individual y social.

Los otros tres ministerios del Partido en la novela, completan un cuadro que conviene retener. Inventar guerras contra lo que sea y asignarle a esos inventos sucesivos el papel de enemigo exterminador al que hay que combatir sin misericordia, con tal de mantener la cohesión interior, unidos los de adentro frente a las agresiones siempre exteriores; mantener en estado de escasez y control férreo los bienes y servicios para que la población dependa del Partido siempre, viviendo siempre racionada y al límite y aun teniendo que agradecer las dádivas mañosas; prohibir férreamente los amores al tiempo que promover un amor excluyente al Partido y a Gran Hermano, aniquilando todo afecto que no se dirija a ellos y procurándolo a través del constante condicionamiento, la persecución y la tortura.

Que los ministerios que regulan de este modo la vida entera se llamen, respectivamente, de la Paz, de la Abundancia y del Amor, es un intento simpático de Orwell por mostrar que su distopía es una sátira. Pero creo que no sabía del todo lo que estaba diciendo.

Lo que Orwell no vio -pasa con la obra de otros escritores- es que su perplejidad y fastidio ante el imperio, como ante el comunismo, el estalinismo, y de paso el fascismo o el nazismo, lo llevaba a describir un sistema terrible que no es patrimonio exclusivo de ninguna de esas formas.

Murió antes de cumplir los 47 años y no sé a qué punto podría haber llegado su crítica al sistema y cuáles habrían sido las consecuencias culturales de esa crítica. Pero a la vez se me hace que estaba muy condicionado por su experiencia existencial de los años que vivió. Su familia, su padre, el imperio, la India, Birmania, su pobreza, las decepciones políticas e ideológicas, las guerras mundiales, la falsedad de los intelectuales que lo rodeaban, su falta de fe (aunque al final de sus días pidió la asistencia del rito anglicano para sus exequias), hasta su mala salud, con la tuberculosis que al final se lo llevó de este valle.

Aun con ese handicap, sin embargo, creo que, hasta cierto punto, profetizó sin querer.

Y lo que pintó es un cuadro oscuro al estilo Goya en el que pueden verse, algo más que bocetadas, algunas líneas que crecieron monstruosamente y de modo constante y acelerado en los últimos 70 años. Orwell murió en 1950, cuando empezaba a trazarse el mapa espiritual del mundo actual. Como le ocurrió a Chesterton de otro modo, combatió enemigos que habrían de venir. Chesterton lo hizo con más clarividencia, a mi sabor. Y con más fundamento, porque su visión del mundo era más consistente, homogénea y verdadera. La propia ideología de Orwell iba a ser la responsable (no única, pero casi) del estado cultural que lo sobrevivió y que fue transformándose de manera proteica en el pensamiento único al que le queda poco espacio que ocupar en nuestros días, porque ya ha ocupado casi todo el orbe.

Hay muchas cuestiones que comentar de la novela, respecto de sus intenciones, sus orígenes, su influencia en ciertos ambientes, su secuela en el mundo y la cultura del mundo. Es obra muy socorrida y muy tironeada, como es inevitable que pase con las figuras y los símbolos polisémicos. Pero me basta lo que menciono.

Paradojas tiene la historia. Ha hecho que uno, que es uno de los suyos por tantos motivos, sea uno de los que ha puesto frente al mundo el espejo en el que se refleja una faz espantosa y opresiva. Y que lo haga no con la satisfacción angelical de una utopía, sino con la mueca y el rictus amargo y desencantado de una distopía asfixiante. Y más paradójico aún es, como ya se dijo, que la misma denuncia venga de quien, si viera triunfar las ideas que lo movieron a denunciar, lo que vería finalmente es su propia pesadilla hecha realidad.


Dicho esto, queda lo último por decir en esta serie. Pero será la próxima vez.