sábado, 11 de julio de 2020

Dos minutos de odio (II)





Tiene su miga el asunto del opio y por eso me demoro un poco en esto.

Hágame caso. Si yo fuera usted, leería con atención la deriva que llevó el narcotráfico inglés y holandés en China, pero más que nada el inglés y lo que hubo a su alrededor durante más de 200 años. Lo más lejos, todo arranca en los siglos XVI-XVII y de allí en adelante hasta mediados del siglo XX, aunque nunca se detuvo del todo la relación comercial. Claro que China ya no es de ninguna manera lo que fue en los siglos XVIII y XIX y menos aún lo que fue cuando perdió las dos guerras del opio, mayormente ante los ingleses, entre 1839 y 1860.

Pero, cuando lo lea, además de sorprenderse grandemente, tal vez no le parezca tan disparatada una suposición como ésta: acaso la paciencia china, digo yo, se tomó casi dos siglos para devolverle a Occidente las atenciones. Y la inundación de opio de los británicos, que tantos estragos de todo tipo les causó a los chinos en salud y economía, tal vez (tal vez justicia inmanente) fue devuelta envuelta para regalo en la forma de un bichito que dio vuelta al mundo patas pa'arriba, con curiosas y simétricas consecuencias en salud (reales o fictas) y en economía (éstas sí reales). Y si el bicihito no es chino de ningún modo, y aunque se sabe que la economía no es lo más importante, al menos China tiene la ocasión de aprovechar las consecuencias, para sus fines de hoy, como nunca antes en la historia la tuvo.

Hay una falacia que se llama post hoc, ergo propter hoc. Y no voy a caer en ella. Aunque lo que digo lo digo porque es curiosa la inversión de papeles, de ningún modo estoy postulando ut sic que las humillaciones chinas en torno al comercio del opio son la causa del descalabro planetario de nuestros días, que tiene un presunto origen chino. Por otra parte, decir se debe, la China humillada por el apetito comercial del Occidente mercantil en los siglos pasados, no era exactamente un convento de ursulinas: así como la China que parece que saldrá beneficiada en nuestros días tampoco tiene los motivos culturales y políticos que tal vez haya tenido aquella otra. Tienen otros motivos, también culturales y políticos, lejanamente emparentados con aquellos por la misma idiosincrasia china. Pero no son los mismos motivos y los que tiene ahora son decididamente nefastos y perversos. Creo que aun así esos motivos pueden cristalizar en modalidades parecidas que no dependen tanto de su raíz ideológica, como de una visión del mundo y los hombres que no es ni confucionista ni marxista, sino china. El gigante asiático sigue siendo un mundo misterioso y más bien cerrado sobre sí mismo. Lo era entonces y lo es ahora; pero ahora, a diferencia de antes, ha decidido adoptar, desde hace algunas decenas de años, un traje global que antes no usaba. Su capitalismo de estado, como llaman a lo que hace hoy China, es lo mismo que haber cambiado las vestes ancestrales o las revolucionarias maoístas por un traje, hasta incluso de Armani. Pero lo que hay adentro sigue siendo un chino. El traje le ha permitido sentarse sin desentonar a la mesa en la que se sientan los que hacen los grandes negocios, e ir a llevarlos o ir a buscarlos bien lejos de sus fronteras, con un pragmatismo del que no deberían alegrarse tanto cualesquiera de los modos capitalistas occidentales. Y estos señores no deberían sentirse tan ufanos de haber hecho entrar al rodeo del capital a los prescindentes e impredecibles orientales, porque los chinos se inmiscuyen en un Occidente ya casi sin espíritu, con algo más que también Occidente les exportó y les impuso: el marxismo, que también en la versión china es un opio al menos tan devastador como el de las amapolas, y ciertamente más.

Pero dejemos eso por ahora y volvamos un poco atrás. Porque el caso es que tan importante fue la "operación opio" para el comercio del imperio británico, que erigieron una administración formal y gubernamental que atendiera un inmenso negocio infame, con sus oficinas, presupuesto, papelería y funcionarios en la metrópoli y en las posesiones ultramarinas. Una compleja trama de contrabandos, sembradíos, producción y logística que abarcaba la entera Asia, desde Persia a la India, requirió las mismas condiciones de administración que hubiera insumido el tráfico de una materia noble a escala global, aunque ésta que ellos traficaban a mansalva era nefasta por naturaleza y por finalidad. Y todo eso requirió, además, de una inversión inglesa en sobornos ingentes para endulzar y malear las voluntades de los funcionarios chinos. Y, es claro, sin tales sobornos, a los emperadores que persiguieron el opio y lo prohibieron infructuosamente varias veces en los siglos XVIII y XIX, les hubiera resultado algo más fácil erradicar o controlar aquel narcotráfico y consumo devastador.

Cuando George Orwell nació en 1903, su padre era funcionario de esa red administrativa en la India, que era por entonces la plataforma británica de ese comercio vil en el Oriente lejano. Es interesante notar que Orwell tuvo una infancia de padre ausente, pues de corta edad volvió con su madre a Inglaterra, dejando atrás al funcionario narcotraficante. Por otra parte, hay que recordar también que apenas unos 40 años antes de que él naciera, en 1865, los ingleses habían fundado un banco, el HSBC, para atender las enormes ganancias que les dejaba el tráfico de opio y los negocios adyacentes.

Los británicos estaban muy orgullosos del ingenio con el que habían sorteado su angustiosa escasez de metálico, de principios del siglo XIX, para comerciar con China en abultadísimo beneficio propio, estableciendo el opio como moneda de cambio. Y, seguramente, se habrán sentado durante décadas en cómodos sillones desperdigados en la semipenumbra de los salones de paredes forradas de boiserie de caoba oscura de la Honourable East India Company, a trasegar morosamente su single malt, mientras se contaban unos a otros las proezas comerciales que el opio les habilitaba.

Pero si un día un neoimperio chino, en algo distinto del antiguo pero también parecido a un dragón voraz, impiadoso e impío, con una invariable expresión inescrutable en la mirada, teje alrededor del mundo una malla de seda cruel como el hierro e implacable como un libro rojo de Mao, tal vez los británicos vean, y sufran, antes de ser esclavizados por los dineros de un nuevo poder -amarillo y rojo... como el whiskey-, como si vieran en un espejo, qué significa la perversidad imperial de pretender ser, a como dé lugar, los señores del mundo, un mundo dominado a su imagen y semejanza.

Chesterton siempre fue un patriota sincero y eso le impedía amar, siquiera respetar, al imperio británico, el mismo imperio que cobijaba en su cúspide a conservadores que conservaban cosas indeseables en propio beneficio y en colusión infame con socialistas y líberals que esclavizaban al maltratado pueblo inglés en nombre de una historia y un estado tiránicos. Tal vez Eric Blair haya tenido una sensación parecida, pero tal vez haya sido lo bastante escéptico como para creer en una utopía socialista.

Tal vez a Blair-Orwell apenas le alcanzó para barruntar nubladamente qué era lo que quería destruir y merecía ser demolido. Y hasta para hacer una vibrante fenomenología de lo que un imperio espantoso haría con los hombres. Pero tal vez no pudo, no supo o no quiso darse cuenta de que lo que él propiciaba con los socialistas nombres filantrópicos de paz, progreso, democracia, libertad, y hasta revolución, eran los mismos nombres que la newspeak (la neolengua homicida que denunciaba en su propia novela 1984) usaba para encantar hipnóticamente a los futuros esclavos.

Tal vez, los años que su padre malgastó como perro guardián del negocio británico del opio, por una vía impensada hayan dejado alguna huella en el hijo, quién sabe. No sería extraño, con todo, porque así también la feliz inocencia en la que creció Chesterton, amparado por el custodio del país de las hadas que fue Edward, su padre, con su teatro de títeres, estuvo en la raíz del talante de Chesterton e hizo de él, finalmente, el que fue siendo.

De donde tal vez se siga un desopilante consejo para padres: si en vez de negociar con opio (cualquier cosa que se le parezca), puede hacer un teatro de títeres para sus hijos (y no se puede ni se debe de ningún modo mezclar ambos oficios): no lo dude, elija los títeres. De ese modo, es más probable que su hijo no se convierta en uno de ellos cuando llegue a adulto.


Y eso es todo por ahora, hasta el próximo capítulo de estas notas, que todavía falta.