domingo, 10 de abril de 2022

La poesía en el gobierno (o la insurrección de los verdugos)




Tristes guerras
si no es amor la empresa.

Tristes. Tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.

Tristes. Tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.

Tristes. Tristes.

Es un poema breve –Tristes guerras– del español Miguel Hernández, en su Cancionero y Romancero de ausencias. Y estos versos del Pastor de Orihuela son la llave que abre la puerta de lo que viene.

Entiendo que, en tiempos de guerra, nada más fácil que asociar la cita a la guerra presente. Fácil, pero equivocado. Lo que haya en estos párrafos de aplicable a la guerra en Europa oriental, será por accidente. Porque en realidad mi propósito viene de otra parte y va a otro lado. Por muchas razones que creo importantes, esa guerra no me es indiferente. Pero sería oportunismo de mala uva empujarla aquí para que comparezca de contrabando.

El asunto que me trae ahora es otro. Me detuve días pasados en un comentario que un amable lector hizo a propósito de una colaboración de un servidor. Está en los archivos, podemos ahorrar tinta. Vi allí cómo aparecían, y en oposición, algo que se consideraba eficaz como remedio social y otro algo que ni siquiera se consideraba remedio: la guillotina y la poesía. No tengo ningún ánimo de polémica y eso porque el asunto mismo tiene su miga sin necesidad de más.

Decía Chesterton en sus años, cito más o menos, que al entrar a la Iglesia a un hombre se le pedía quitarse el sombrero, pero no la cabeza. Más allá del contexto en el que lo dijo, la frase dice una verdad: no somos el homo erectus por casualidad. Simbólicamente, nuestra verticalidad es el signo de nuestra racionalidad e intelecto que están representados en nuestra cumbre, la cabeza; así como también el corazón es simbólicamente en esa figura el centro de la persona. El centro de su mismísima intimidad espiritual.

Quitarle la cabeza a alguien (como quitarle su corazón, aunque fuera ritualmente), siempre fue un símbolo fuerte de la abolición de esa persona. Ninguno de los otros miembros de su organismo tiene esa maciza carga simbólica, como la tienen la cabeza y el corazón.

En el Deuteronomio del Antiguo Testamento, como en boca de Jesús en el Nuevo, el primer mandamiento (el mayor de todos) enumera con qué amará a Dios el hombre: con toda el alma, con todo el corazón y con toda la mente. Y eso porque esas tres realidades son los pilares del conocimiento y del amor. Ambas cosas, conocimiento y amor, son fines para el hombre. Y en términos teológicos, están presentes en su último acto eterno, si alcanza el Cielo, su fin último.

No hace falta estar de acuerdo con esto, si no se quiere. Pero en parte convendría: lo que nos distingue de todos los demás seres en este mundo es nuestra capacidad de conocer y amar. La cabeza y el corazón. Querer dejar al hombre frustrado en ambas cosas es al menos un signo de desesperanza. Porque, en el mar de este mundo, no se llega a puerto sin esos dos remos. En general, mutilarle la cabeza y el corazón es bastante más que un acto quirúrgico sobre el cuerpo de un hombre.


Política filosa

Las ejecuciones en las formas más variadas no son patrimonio de la Revolución Francesa, está claro. Son casi tan antiguas como el hombre. Casi. Sin embargo, es por lo menos curioso que los hijos dilectos de la Ilustración –tan racionalistas ellos, tan novios de la Diosa Razón– hayan elegido cortar cabezas como método disciplinario en política. No sé si el metamensaje de este artefacto no dice –queriendo o sin querer– algo paradójico: si Usted no quiere perder su cabeza, deje de usarla. 

Así entiendo particularmente el Terror dieciochesco: obediencia ciega a un diktat ideológico, que, como todos sabemos, siempre es un recorte mañoso de la realidad real, en perjuicio de la realidad y en beneficio del ideólogo. No hay nada nuevo bajo el sol. Podrá tener el mote de Revolución (que no exculpa en absoluto y más bien lo opuesto) o cualquier otro, pero siempre será una deformación de lo político el creer que el sometimiento sin más de una sociedad de hombres es lo mismo que el gobierno de una sociedad de hombres.

Gandalf sostiene que si no se puede devolver una vida no hay que apurarse a arrebatarla. El hecho de que sea un personaje de ficción no significa que no haya dicho algo verdadero. La propuesta del Dr. Guillotin respecto del uso masivo (y misericorde, según él) del filoso artefacto decapitador, es finalmente el emblema de otras formas incruentas de descabezar.

La guerra, sostenía Sun Tzu, es el último recurso y a la vez dictaminaba dos apotegmas sensatos –mire Ud. por dónde coincide con Gandalf–: 1. Los que no son totalmente conscientes de las desventajas de servirse de las armas, no pueden ser totalmente conscientes de las ventajas de utilizarlas. 2. Cien victorias en cien batallas no es la mayor habilidad. Someter al ejército de los otros sin batalla es la mayor habilidad. Es aplicable esto último, precisamente a la política y al modo de gobernar. Más allá de que esta última consigna tiene otro sentido en la doctrina militar de quien sostenía también que la guerra es fundamentalmente engaño.

Pero gobernar es conducir, timonear. Es sabido. Y desde antiguo el modo humano ordinario y preferente de gobernar es el que mejor se adecua a la naturaleza de los gobernados. Y del gobernante. La persuasión es la herramienta política por antonomasia. Basta oír los innumerables discursos de la Ilíada para advertir que, aun en medio de los combates, los hombres siguen siendo seres racionales, sujetos, por cierto, a pasiones a veces descontroladas, pero que precisamente se gobiernan y se las vuelve a su cauce con la razón. La violencia con que se puede (y es necesario) responder a veces a una ofensa o daño, se mide y toma la dimensión debida también racionalmente. En las personas y en los estados. 

Así las cosas, tal vez uno de los mayores cargos que deba hacerse a la Modernidad sea el desquicio de la razón, que predicó y promovió. Y de las pasiones. Y de la voluntad. Una tarea que se inició y continúa, claro, en nombre de la humanidad y del progreso. Ese desquicio, en apariencia incruento, es un modo más sofisticado de decapitar a un hombre y de embarullarle el corazón. Y todo hecho de un modo más sutil (y más durable) que el brutal golpe de la cuchilla oblicua de la Place de la Concorde.


Su majestad, la Poesía

La reacción rebelde de los románticos a la normativa de los racionalistas de la Academia dieciochesca, dejó una herencia nefasta para el arte: la subjetividad desbocada. La poesía, pese a lo que parecía una resurrección, estuvo a punto de perecer. No murió pero, de allí en más, el péndulo de las expresiones poéticas no dejó de bascular entre los extremos del sentimentalismo, la extrínseca fotografía servil de la realidad, los hondones de un presunto mar interior inconsciente, y así siguiendo todavía sigue. 

No que no hubiera grandes poetas, que los hay siempre en todo tiempo. Y a ese respecto hay que notar que una característica común en los grandes artífices es la percepción poética e intuitiva de que detrás de las apariencias –por encantadoras que puedan resultar– hay un sentido y una luz potente que son, aunque invisibles para el mayor número, vivificantes para el espíritu, incluso en medio del dolor o del misterio. Sentido y luz que los grandes poetas saben que no ponen ellos. Sólo ven o vislumbran. Y lo expresan. 

En 1938, Leopoldo Marechal –al recibir el Tercer Premio Nacional de Poesía 1937– habló en su discurso acerca de Los Poetas y la República de Platón. Con ingenio, repartió razones en contra y a favor de la posición platónica, según la cual los poetas podían ser peligrosos para la vida social. A favor de los poetas habló primero y entre otras cosas dijo: “Esa es, justamente, la misión del poeta entre vosotros. Si os creéis afirmados en la tierra, él os llamara de pronto a vuestro destino de viajeros; si descansáis en el gusto efímero de cada día, él os recordará el “sabor eterno” a que estáis prometidos; si permanecéis inmóviles, él os dará sus alas; si no tenéis el don del canto, él os hará participes del suyo, de modo tal que no sabréis al fin si lo que se alza es la música del poeta o es vuestra propia música. Hablando por todos y con todos los que no hablan, el poeta se hace al fin la voz de su pueblo: los pueblos se reconocen y hablan en la voz de sus poetas.”

Lo cual es enteramente verdad. No hay comunidad de hombres en la historia que no haya crecido sin el aliento de sus poetas, de los que han cantado sus orígenes y sus paradigmas heroicos, sus hazañas o glorias, exaltando virtudes y entusiasmando a los hombres para alcanzarlas, fundando el amor a la divinidad, a su tierra e historia. Entre nosotros, sin ir más lejos, muchos pueden repetir los consejos de Martín Fierro a sus hijos, y pocos pueden recitar siquiera un artículo de la Constitución. Otro tanto ocurre entre los inuit del Ártico o entre los millones de kirguises que viven en Kirguistán, China, Kazajstán o Tajikistán. El recitado de su Manás, el mayor poema épico conocido hasta hoy y que canta la memoria de un héroe del mismo nombre del siglo IX, es entre ellos una de las principales fuentes de educación y esparcimiento. Y si le hacemos caso a Cicerón, en la Roma de Virgilio pasaba lo mismo que en la Hélade hija espiritual de Homero, como el propio Platón atestigua. Y otro tanto en cualquier parte de este mundo en la entera historia, una cuenta que no debe extenderse en obsequio a los lectores.

Hay algo más que encanto en la belleza de este mundo. La misión de la poesía es hablar de las invisibilidades poderosas que anidan en lo visible. Implica una dimensión humana sustantiva que si es amputada o malversada, vacía las cuencas de los ojos del espíritu y seca el corazón de los hombres. Y pocas cosas ponen al hombre en condición de esclavo como la decapitación de la belleza. La importancia social de esto es mayúscula y es inherente a la política y al gobierno de los hombres. Porque ella nace de la cabeza y corazón y va a la cabeza y al corazón.

La palabra –y en particular la palabra poética– es más que un arma poderosa (usted perdone, mi admirado don Miguel Hernández, en esto no lo sigo del todo…). Decía también el poeta español Gabriel Celaya, en versos partisanos y conocidos, que la poesía es un arma cargada de futuro. Pero eso es tomar de rehén a la poesía, prostituir la belleza que ella hace y busca, hasta transformarla en arma y munición, en un artilugio manipulador al servicio de una causa política, en general aunque no solamente. Y eso está mal. La poesía es un modo de conocimiento que, a través especialmente de la belleza, infunde luz en el alma y esa luz mueve al amor. Conocimiento y amor, otra vez. Cabeza y corazón, otra vez. Corazón y cabeza que un gobernante debe poner en juego al gobernar, así como debe buscar que se fortalezcan todo lo posible en sus gobernados.

Marechal, en sus palabras, y para cumplir con darle la razón a Platón en algo, termina diciendo: “Tradicionalmente la Política es, o debe ser, una hermana menor de la Metafísica, vale decir, una aplicación del orden Celeste al orden Terrestre: la constitución del Estado también se basa en principios inconmovibles, en un exacto conocimiento del hombre y de sus destinos naturales y sobrenaturales, en la justa ponderación de cada individuo y del lugar jerárquico que le corresponde, y en un sentido riguroso de las jerarquías. Supongamos ahora que al poeta (criatura sentimental a menudo y tornadiza casi siempre) se le dé por negar el orden en que vive, y pretenda inventar uno nuevo, según las reglas de su arte: si nadie lo sigue, habrá introducido, al menos, un germen de duda en lo indudable; si lo siguen unos pocos, dejará tras de sí un fermento de disolución activa; si lo acompañan todos, la destrucción de la Ciudad es un hecho (…) ¡Y quién sabe si el caos en que vivimos no es obra de poetas que han hecho de la verdad un peligroso juego lírico!”


Diario La Prensa, 10 de abril, 2022