martes, 19 de abril de 2022

Cenizas quedan


¿Estará bien: donde hubo fuego, cenizas quedan? 

No sé. Las cenizas se pavonean un poco allí, a mi entender.

Porque el asunto no son las cenizas. El asunto es el fuego. Porque sin fuego, no es un refrán, es una verdad de Pero Grullo. Algo ardió, se consumió y quedaron cenizas. Y listo.

Fuego sin cenizas, puede ser que haya, aunque difícil, porque cenizas son lo que queda de lo que el fuego consumió al arder. Pero, precisamente, mientras haya fuego, ¿quién se ocupa de las cenizas (como no sea para que no ahoguen el fuego...)?

Por otra parte (y es el punto), ya sin fuego, ¿a quién le importarían unas cenizas frías?

El refrán es rengo por algún lado. Claro que se entiende lo que quiere decir, pero allí, insisto, las cenizas suenan sobrevaloradas. Sin fuego, son eso: cenizas. Es decir: polvo (según la etimología). Y el polvo es como nada, en cualquier lenguaje simbólico o poético.

Sí, ya sé. No soy tan tonto...: así dicho como se dice, se quiere decir que cenizas de aquel fuego traen a la memoria aquel fuego, y esa memoria aviva las cenizas ahora en forma de recuerdo o reminiscencia, y así siguiendo... 

Pero, si ese quedan de cenizas quedan vale algo, es porque lo que queda es algo del fuego aquel. Y no valen nada las cenizas sólo porque de aquel fuego queden cenizas. La reminiscencia no es reviviscencia, es solo algún rastro de la cosa, pero sin la cosa. El fuego es la cosa. Lo que cuenta. Es, casi, la diferencia entre la vida y la muerte, y casi sin casi. No por nada las cenizas son la muerte, también.

Un carmen de Catulo, el famoso 101 –Multas per gentes o Ave atque vale, según su principio o su famoso final, trae un ejemplo de lo que pueden valer las cenizas.

De Verona a la Tróade, en Asia menor, va Catulo a la tumba de su hermano, al que solamente conocemos por estos versos y otros pocos en otros dos poemas. Allí, frente al túmulo, canta una elegía breve ante las cenizas mudas. Pero como no es frío el afecto que se tenían y dura aún en el corazón del poeta, eso hizo que, trajinando a través de naciones y mares, él fuera a postrarse lloroso ante la tumba de su hermano y celebrara, ante aquellas cenizas, los ritos ancestrales con los que despedirlo hasta la eternidad. Eternidad en la que espera que con amor ardiente y fraterno su hermano reciba aquella ofrenda. Las cenizas son mudas, pero el fuego de ellas y en ellas habla por ellas y conversan al fin con Catulo en el corazón de Catulo. Es el fuego el que pone la nota de eternidad a las cenizas, como lo ha hecho con la ofrenda. Fuego que, en este caso y de este lado de la muerte, empapa con lágrimas la ofrenda, lágrimas que lejos de aplacar el fuego, lo enardecen. A ese fuego, a esa vida, le confía Catulo su ofrenda. Las cenizas, allí, valen a condición de que sean fuego también ellas, es decir, vida, del otro lado de la muerte. Et si non, non...

Multas per gentes et multa per aequora vectus
advenio has miseras, frater, ad inferias,
ut te postremo donarem munere mortis
et mutam nequiquam alloquerer cinerem.
Quandoquidem fortuna mihi tete abstulit ipsum.
Heu miser indigne frater adempte mihi,
nunc tamen interea haec, prisco quae more parentum
tradita sunt tristi munere ad inferias,
accipe fraterno multum manantia fletu,
atque in perpetuum, frater, ave atque vale. (*)

También hay muchos ejemplos cenicientos y variados en las Odas y Epístolas de Q. Horacio, con parecido sentido.

Pero.

El asunto es el fuego, insisto. No las cenizas.

Tal vez por eso, más antiguamente, en español por ejemplo, refranes de esta laya apuntaban mejor y acertaban más.

Así por ejemplo aquel que dice: Donde hubo fuego, siempre quedan rescoldos. Rescoldos que no son cenizas nada más y menos frías cenizas. Aunque ese siempre es algo presuntuoso, diría (y los españoles, de puro sentenciosos, suelen ser algo presuntuosos...), porque no siempre quedan rescoldos que sobrevivan y no se vuelvan al final cenizas.

Hay otros varios, ya sin tacha alguna: do no hay fuego, no se levanta humo; donde fuego no hay, humo no sal; donde no hay fuego ninguno, no sale humo, o con la variante no se levanta humo

Se los considera ejemplos negativos del primero. Y a mí no me lo parecen, sino al contrario. Otra vez: el acento no está puesto en el humo (ni en las cenizas) sino en el fuego. Como que, insisto, en el primer caso los rescoldos no son cenizas frías, sino al revés, porque arden aún, aunque se cubran de ceniza. Importan mientras ardan aunque la llama ya no suba sobre ellos, claro.

Pero allí está para el caso también otra pieza famosa: el soneto de Francisco de Quevedo, sobre el amor más fuerte que la muerte (que es como decir: el fuego más fuerte que las cenizas):

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

¿Donde hubo fuego, cenizas quedan? Entiendo, sí.

Pero para hablar de amores es poca cosa, si lo que queda es cenizas y no polvo enamorado, polvo que arde. Una metáfora pobre del amor son las cenizas, una metáfora inexacta si falta el fuego que las dignifique. Fuego que nunca puede suponerse así como así nomás presente en las cenizas, por el sólo hecho de que hayan quedado cenizas de un antiguo fuego, al cabo testigos insuficientes de algo que alguna vez el fuego hizo arder.

Cuando eso pasa, si el fuego no ha dejado sino cenizas frías, "es inútil remover las cenizas de un amor", como dice con toda razón la muchacha del tango de Contursi. Porque falta el fuego, precisamente.


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(*) Conformémonos con esta traducción de ese poema de Catulo, al que le han escapado grandes poetas porque dicen que su tono es irrepetible...

Arrojado a través de muchos pueblos y muchos mares,
vengo a estas desdichadas exequias tuyas, hermano,
para obsequiarte con el último regalo que se les debe a los muertos
y a conversar, aunque sea en vano, con tus cenizas mudas.
Ya que la fortuna te me arrebató,
¡ay! pobre hermano indignamente arrancado de mí,
recibe esta ofrenda que –fiel a la antigua costumbre de los antepasados–
he traído como triste regalo para tus exequias:
recíbela empapada en el llanto fraterno
y que pueda con ella, hermano, para toda la eternidad, despedirte, adiós...