jueves, 13 de septiembre de 2012

Romance de la casa vacía




El muro blanco dormita
al sol tibio de la siesta
y vigila con un ojo
la calle empinada y seca.

Busca unos pasos de alondra
que tantas veces oyera
correr por el huerto adentro,
refrescarse en las acequias,
trajinar por la cocina,
descansar bajo la higuera.

(Y hubo otros pasos de roble
que anduvieron por las sendas
del monte yendo a la caza
de venados y corzuelas
y que al alba ya se oían
volver a la casa quieta.)


La voz que el muro esperaba
oír en la tarde, en vela,
y que al tomillo del aire
enamoraba de veras,
ya es un silencio de cal
porque la voz ya no suena.

(Hubo otra voz que tronaba
como en el río las piedras:
el río secó su cauce
y aquella voz que trajera.)


Allí vivían dos ojos
como los que nadie viera
y un corazón que, de amante,
otros diez más parecieran.

(Hasta el muro se llegaban
dos ojos de luz tan recia
que, si siempre fuera noche,
con ellos jamás lo fuera;
  tan dulce en ellos latía
el amor que va en sus venas.)


Van diciendo los susurros
-siempre lo mismo: las viejas...-
que, un día, una mujeruca
que andaba encorvada y renga,
que se la vio por la villa
y nunca más se la viera,
como al descuido dejó
embrujos junto a la puerta
y en las hendijas del muro
sembró conjuros y hierbas.

Y al tiempo ni voces tuvo,
vacía la casa en pena.
Ya nadie caza en el monte.
Ya pasos no hay en la huerta.
Dos corazones había
y ahora ninguno queda.

Blanco el muro y la ventana
sus soledades bosteza,
sin nadie más que una sombra
que la guarda desde afuera.
Hay otra sombra que adentro
nada guarda y nada espera.