viernes, 19 de septiembre de 2008

Indigencia contingente (VI)

Recibo algunos mensajes valiosos que me han dado pasto asaz para rumiar sobre estas cuestiones, y desde perspectivas variadas.

(Ruego, al mismo tiempo, que se entienda que las cosas dichas aquí son apenas apuntes -más o menos hilvanados y en todo caso provisionales- y no un tratado. Y mucho menos un tratado conclusivo sobre el cielo y la tierra... Y digo esto, amablemente, porque los beneméritos lectores me están haciendo trabajar a rajacincha con sus intensas aportaciones, una más difícil que la otra, una más jugosa que la otra... Que si sabía esto, me callaba la boca y, hablando de pasto, seguía con mis experimentos en jardinería.)

Sin embargo, tendré que esperar para digerir todo aquello, porque antes, y pese a la amenaza de no decir nada al respecto, creo que cabe hacer alguna observación sobre el fragmento de Foucault.

El sentido, insisto, me parece nítido: No ya las cosas, eso de ningún modo. No ya la referencia de las palabras a las cosas. No ya buscar el camino que nos deje más acá del discurso o el puente que nos cruce más allá de él. No. Nada. Nada sino el discurso mismo.

Y eso me lleva a pensar en la mediación. Y en el signo que es signo de mediación, precisamente.

Lo humano, creo, (no sólo lo humano pero sí especialmente lo humano), está signado por el signo, está signado por la mediación.

Diría casi que el signo es en cierto sentido la humanidad misma. Diría casi que el signo existe en relación con lo humano, por lo humano.

Visto esto mismo de parte de las cosas, he dicho en esta bitácora muchas veces que los símbolos bajan.

Esto quiere decir algo parecido a aquello que mentaba aquí hace algunos años, hablando sobre aquella cuestión de la Suma Teológica que trata sobre si las cosas son buenas con bondad divina. Y más específicamente se relaciona esto con el comentario ecuánime que santo Tomás hace respecto de las posiciones -y controversias- de Aristóteles y Platón acerca de la participación. Y le concede razón a Platón en cuanto a que hay como un eidos que reverbera en las creaturas. No les quita entidad, no las disminuye ni las opaca, no iguala lo creado con lo divino. Esa relación entre ellas y aquello de lo que son reverbero simplemente dice que ellas son como la manifestación visible de algo invisible. Y lo son. Como he traido alguna vez también aquella cuestión repetida en san Pablo acerca de lo visible y lo invisible y sus relaciones no solamente en el modo como conocemos aquí, sino respecto de aquello que conoceremos de esto mismo allá, cuando veamos esto mismo cara a cara y no ya mirando como en un espejo.

No le quita ni un gramo de realidad a las cosas decir estas cosas de ellas, no las desproporciona ni desnaturaliza. Sólo advierte que la entera realidad de las cosas incluye de algún modo en su naturaleza ser signo.

Bastante lateralmente, recuerdo ahora un ensayo de C. S. Lewis que dice algo más o menos similar o que aplico a estas cuestiones. En Transposición (está en El diablo propone un brindis), Lewis sostiene que lo más alto no encuentra en lo más bajo una correspondencia única. En una paráfrasis de esto mismo -como verá el que lo lea- se diría que tenemos menos palabras que cosas a significar.

De mi parte, esto es perfectamente comprensible pues, del lado de las cosas, hay una densidad inmensa y nuestra medida -tal y como es nuestra naturaleza aquí y ahora- no lo es, en buena parte -también contada la caída original y sus secuelas- por aquello que santo Tomás llamaría la opacidad e imperfección de nuestro intelecto -y de nuestra capacidad de significación, por lo tanto- en razón de nuestra corporeidad, en razón de que no somos una substancia separada de la materia.
El alma intelectiva humana por su unión con el cuerpo tiene su mirada inclinada hacia las imágenes; por tanto, no es informada en orden a entender algo a no ser por las especies recibidas de las imágenes. ( QD, De Anima, art. 16, c.)
Y si tuviera ganas de molestar a los lectores, debería hacer algún comentario sobre este pasaje que afirma, al igual que otros, que la limitación de nuestra inteligencia parece tener una particular vocación por los signos. Digo solamente ahora que si es una imperfección, si es una limitación, no ha impedido las maravillas que el hombre logra con el discurso de la razón, con los signos del arte y de la palabra.

Pero está, por la otra parte, el hombre. Él es el destinatario primero del signo. Para él es el signo en primer lugar. No solamente él es, desde que es, imagen y semejanza. Sino que por las imágenes y semejanzas, por la significación y los signos ejerce su humanidad, individual y socialmente.

De todas sus acciones humanas la mayor es la de conocer (si amar no es también conocimiento y si conocer no es también amar) y es en ella donde la acción significativa campea señorial. Porque es un verdadero portento que precisamente a través de signos -esto es, con cosas que son las cosas sin ser las cosas- el hombre alcance la verdad, el bien y la belleza de lo que es.

Que a través de lo que no es, vea lo que es.

Pero, al mismo tiempo y en este mismo sentido, es un portento que lo humano se identifique con aquello que de algún modo se anula, se anonada, se nadifica a sí mismo en el mismo momento en que cumple su cometido.

Eso pasa al conocer. Eso pasa al hablar.

Y esa potencia de transparencia es la que hace del signo algo tan notable, tan digno. Ese modo de servir es ejemplar y conmovedor. En el servicio mismo que brinda el signo como realidad tan íntimamente humana, el hombre tiene no solamente un camino hacia el realismo, sino un programa existencial y moral.

Más se entrega y trasluce, más plenitud alcanza.

Y hay que llegar finalmente a la Redención. Porque también (¿también? ¿o primero?) allí el Icono -que encarna el eidos primero y ejemplar de lo humano tal y como lo tiene presente ante sí Aquel que lo ha concebido- cumple su cometido sígnico en el mismo momento en que se anula a sí mismo; en el mismo momento en que mayor servicio presta, significa y plenifica, a la vez. Esto es, se anonada, trasluce, desaparece. Y hace aparecer, y hace ser. Y así como, en el origen, de un modo similiar hizo lo humano creándolo, en el acto redentor lo recrea, lo rehace. Restaura la imagen, restaura la semejanza.

Cuando la palabra hace eso, hace de algún modo lo mismo que hace la Palabra. Porque es así como valoramos a las palabras: cuando nos hablan, cuando nos dicen algo, cuando entendemos, cuando entramos por ellas a las cosas que aluden o nombran. En ese mismo momento ellas -con su inmensa carga sugerente, significativa- desaparecen y quedamos ante el ser de las cosas.

La propia Palabra, redentoramente, hará otro tanto de modo sublime y primero, de modo que Ella nos dejará frente a frente con el Ser, aunque como es la Palabra, no desaparecerá, como lo hace la palabra: quien me ve a mí, ve al Padre.

¿Y Foucault?

Precisamente.

Esa pretensión de autonomía, esa pretensión de autosuficiencia del discurso, no atenta ya solamente contra las cosas y sus estatuto, no atenta ya contra la palabra como un vehículo semántico, como un puente. Su objetivo es el significar mismo, la misma significación, el signo mismo y con ello lo humano mismo.

Lo sabría o no Foucault, lo diría o no en estos términos que deberían resultarle rancios. Pero lo cierto es que, me parece, pretender ese abismo de significación que es la asutosuficiencia del discurso sin cosas ni palabras, es más que una abolición de la raíz metafísica de las cosas, más que una abolición de un medio expresivo. Es, en palabras de Lewis, la abolición del hombre mismo.