domingo, 8 de mayo de 2005

En un tiempo, hace bastante, 'los chiquitos que piden' eran alguna parte del paisaje urbano, citadino, de las estaciones terminales de los trenes. Muchas veces con algún mayor que era padre o madre o hermano mayor o que hacía figura de. La calle, a veces, en las paradas de los semáforos. Al abrir la puerta de los taxis en alguna parada concurrida, compitiendo a veces con los mayores. A veces en los subterráneos, con estampitas religiosas o laicas. Y siempre a ciertas horas.

Después, desde hace unos años y va in crescendo, ya se los pudo ver a todas horas y en todas partes, ciudad o barrio o pueblo de las afueras. Y en cualquier estado: descalzos, desabrigados en inviernos helados, sucios, desgreñados, borrachos, 'fumados', 'aspirados', sentados en los umbrales baldíos, sin ni siquiera pedir, mezclados entre la gente por cualquier calle, limpiando vidrios de autos, peleándose unos con otros. A cualquier hora: madrugada, mañana, noche.

Se volvieron adultos de pronto y adultos peligrosos o descartables. Se volvieron sombras penosas y acongojantes. Lacerantes, con sus apenas tres, cuatro, seis, diez años de mugre, de ojos perdidos, sin alegría ninguna, intoxicados, vejados, cara y traza de salir de ningún lado e ir a ninguna parte.

Siempre fueron, pero ahora lo son inmensamente más: uno de los escándalos del mal, el emblema de la desgracia caída sobre el inocente. Y de todos los inocentes, son casi la figura epónima del inocente.

Son -junto con el hecho mismo del mal- uno de los obstáculos más peliagudos que tiene la fe en Dios: el sufrimiento del inocente.

Los sábados por la mañana, a veces, hago una salida al pueblo. Alguna compra, alguna cuenta que pagar, mirar un poco, ver.

Ayer había sol y estaba frío. Y salí.

Mientras iba a pagar unas cuentas y a buscar algunos trastos eléctricos para completar un arreglo en casa, caminaba por las calles del pueblo, viendo, mirando un poco.

Me salió al cruce una niñita, de las que piden en la calle.

Hay infinitas maneras de pedir, muchos guiones, muchas mímicas y escenas, aprendidas, enseñadas, improvisadas. También esas cosas entristecen. A veces fingen una necesidad, una tristeza que para nada necesitan fingir: la tienen en herencia, la llevan en la sangre y en los ojos, les es propia.

La niñita me cruzó, me miró, me sonrió y me dijo: 'Hoy es mi cumpleaños'.

Estaba feliz, radiante. Morena de cara, pelo largo, lacio, oscurísimo. Apenas bien vestida, más o menos abrigada, con zapatillas, sin medias.

-Hoy es tu cumpleaños... ¡Fantástico! ¿Y cuántos años cumplís?

-Ocho..., cumplo ocho años..., sonrió y millones de dientes blancos aplaudían desde su boca enorme.

Confieso que nunca sé qué hacer en esos casos. No importa tanto darles algo, por ahí se empieza y es hasta casi mecánico. Lo que importa es qué hacer además, qué hacer después, qué hacerse uno con eso. Con ese cumpleaños, por ejemplo.

Es cosa absolutamente mía, concedo. Pero más que en ninguna otra cosa en este mundo, son esos chiquitos que deambulan y piden (o no), que se desintegran, que se malogran y son malversados, más que en ninguna otra cosa es en ellos que la escatología se me vuelve algo muy distinto a una exégesis, a una interpretación.

Uno puede hacer cosas por ellos. Aunque no tantas que pueda hacer tantas cosas por todos ellos.

Pero yo sé (yo espero) que cuando Cristo vuelva empezará por ellos, y será a ellos a los primeros que les hará justicia.