sábado, 28 de mayo de 2005

Cuerpos viles

No era una broma lo que decía días atrás sobre de la disposición de la materia como una de las formas de la caridad.

Por supuesto que uno sabe de las manifestaciones grandes de las virtudes grandes. Como si dijera la imagen de la Madre Teresa en Calcuta, abrazando a un leproso. Y así podemos hacer pasar por la imaginación todos los ejemplos de virtudes que seamos capaces de recordar.

También podríamos vernos a nosotros mismos -en una serie de postales imaginadas e imaginarias- como protagonistas de actos sublimes, como de estampita o de hagiografía.

En la vida moral, en la vida intelectual, en la vida espiritual. Podemos imaginar -y soñar, como a veces hacemos- el gesto espléndido del desprendimiento de todos nuestros bienes, el perdón perfecto, hasta la oración perfecta, la levitación o el milagro producido por una fe recta y enorme.

Pero.

Hay hebras deshilachadas de virtudes enormes, se me figura, que son de difícil acceso, a veces con dificultad mayor que los actos sublimes.

Viajaba como de costumbre en tren a Buenos Aires. Era uno de esos días en los que todo es trabajoso en el tren: caminar, pararse, leer, conversar. Mucha gente, mucho ruido.

Lo sencillo es enfrentarse a un asiento que se desocupa súbitamente y ver de dejárselo a mujeres o ancianos, por ejemplo. Son gestos mecánicos, si se quiere, casi de educación. Y casi de desdoblamiento de la personalidad. El educado -el bien educado- hace lo que tiene que hacer, casi diría del modo en que debe hacerlo. Con amabilidad. Y hasta con sonrisas y frases de ocasión, sinceras, simpáticas. O miradas al efecto, que valen lo mismo. El otro, el cansado, el que tiene ganas de sentarse a leer o a dormitar, ve a su mano hacer el gesto de cortesía y le reprocha el mecanismo, y ve la mueca de los labios y censura la sonrisa sospechándola falsa.

Allí, en el tren, observando el pasaje interminable de gentes, advertí que hay una hebra más.

Casi diría que el mundo podría dividirse en dos, por ejemplo según el modo de caminar por un pasillo de tren, sabiendo que deben sortearse obstáculos impenetrables: los otros cuerpos humanos.

Están los que saben y procuran no molestar. Están los que o no advierten o no les interesa advertir la impenetrabilidad de la materia.

O se camina de costado o se camina de frente. Y la diferencia no es poca.

Advierto, mientras observo, que niños -muy particularmente 'niños de la calle'- y viejos, son proclives a ignorar los cuerpos ajenos. Las causas podrían ser comprensibles. Sin embargo, también parece a veces que algunos viejos, así como prácticamente todos esos niños, hacen una cierta gala de esa ignorancia. Y no digo que sea malévola, necesariamente.

En eso estoy, cuando me doy cuenta de que el sonido es materia también. Como cualquiera de los otros estímulos sensibles.

Dieciocho vendedores ambulantes en 54 minutos, fue la estadística de ese día. Como dato anejo, bien podría contabilizar los más de treinta ofrecimientos de papeles y volantes de publicidad que me hicieron en un trayecto de casi ocho cuadras, cuatro de las cuales fueron por Florida.

De los vendedores ambulantes, algunos son particularmente invasivos. Por ejemplo, el que carga un aparato reproductor de compactos y vende compilados de géneros populares. Tiene que hacerlos oír, como argumento de venta. Y tiene que hacer oír varios, un potpourri. Y nos toma de las imaginarias solapas del saco y nos reclama a los gritos su atención.

No es todo lo que se oye. Tengo que ser reiterativo y traer a cuento los celulares, su panoplia creativa de ring tones y la voz del protagonista in praesentia -más alta que la voz social que se usa en los viajes y en la calle, en general- para hacernos saber obligadamente de qué va su vida, su día, sus negocios, sus amores, sus trivialidades, sus diversiones...

En fin, la lista sigue. Hay más sentidos que dos y, por lo mismo, muchas oportunidades de tener a mano al otro y su extensión material, para ver qué nos hacemos con él.

Recuerdo, a próposito de esto, que hace unos años un sacerdote predicaba en una meditación acerca del sentido del olfato como ocasión para faltar a la caridad. Especialmente, frente a los mendigos. La cuestión era darles rápidamente una moneda y apartarse de su hedor, lo antes posible. Extraña limosna. Es cierto que oler bien es una forma de gentileza. No es menos cierto que rechazar a cualquiera que tengamos enfrente por el mero hecho de que no queremos sino percibir olores agradables, es algo peor que la temida discriminación: es faltar a la caridad.

La ciudad -lo corroboré días pasados en que viajé al campo- es un lugar particularmente peligroso, también en este sentido.

Se me hace que, por muchas razones, la ciudad tal como la tenemos en nuestros tiempos, es inhumana. No es una novedad, ni es inédito esto que digo.

Pero también parece que es un territorio extremadamente exigente para la práctica de estas hilachas desvaídas de grandes virtudes. Por cierto que hay mucho en la vida social ciudadana que perturba al espíritu, lo mortifica, lo ahoga, lo maltrata. Pero, en especial, pienso ahora en lo que a la materia, al cuerpo y los sentidos, se refiere. A la materia en sus más elementales y en apariencia menos heroicas manifestaciones.