miércoles, 9 de noviembre de 2022

Sobre el amor de Tom Bombadil y Baya de Oro, hija de la Mujer del Río



Un amor es un afecto complejo entre los humanos.

La cuestión es si Tom Bombadil y Baya de Oro son humanos, del mismo modo en que quien esto escribe es humano, del mismo modo en que era humano quien los creó para la ficción literaria.

Y la respuesta parece indudable: Tom Bombadil no es humano en el mismo sentido. Sus notas accidentales –cuerpo, pelo, ojos, rubicunda faz– lo hacen aparecer como un sujeto sencillo, un hombre corriente, de buen humor, talante apacible, algo distraído. Atento y poderoso cuando atiende a los sonidos interiores de los árboles y el Bosque; no hay Túmulo que se resista a su palabra susurrante, a su canto fresco, los ponies le obedecen, el río le ha entregado sus secretos –y su hija– sin violencia ninguna, como si no se los entregara, como si se los devolviera a quien le pertenecen.

Baya de Oro lo sigue como el agua le obedece, como la piedra le es connatural, como los árboles lo escuchan, como los ponies se alegran de verlo. Y no es desmedro para ella ese asentimiento ante el natural señorío de Tom Bombadil.

Así es el amor que se tienen. Su dama Baya de Oro, su señor Tom Bombadil.

Sin embargo, para el gusto de humanos corrientes, y no sólo de apariencia humana, hay alguna nostalgia en esta peculiar amistad de Baya de Oro y Tom Bombadil. Quizás lo provoca la aparente falta de pasión, ciertamente que de pasión carnal; pero de cualquier pasión. No hay posesividad alguna, pese al “su” del tratamiento cordial que se dispensan mutuamente. No hay deseo, no hay concupiscencia, no hay “tendencia”, ni apetito. ¿Será un amor desencarnado? ¿Símbolo de algún tipo de amistad espiritual, en cifra y apariencia de casto matrimonio?

Pero no falta femineidad en Baya de Oro, no falta cierta sensualidad en el adorno de su cabello o de su mesa, en el viento y la lluvia delicados que refrescan y perfuman el aire de su casa, como ornamentos y no como fenómenos naturales.

Son como la substancia del amor matrimonial sin los accidentes, son como la amistad sin las obras de la amistad, como el desear sin la pena del deseo, como el sentir sin el ahogo del sentimiento. Y aún así no está ausente la presencia física del otro, o el arreglo personal, cargado de interés por agradar, uno complacido en agradar a otro.

Y hay emoción y espera en el amor de ambos; hay alegría en el reencuentro y regocijo en la mención y en el recuerdo del otro ausente. Hay delicadeza y búsqueda de complacencia del otro, interés en la mutua felicidad, en el mutuo bien.

Si es un amor real, ¿cuál de los amores humanos es? Si es un símbolo, ¿qué significa?

Habría que detenerse un instante en la historia general y decir quién es Tom Bombadil, quién es Baya de Oro. Para no complicar la imaginación de los lectores digamos que otros seres de la obra de JRRT comparten con Tom Bombadil su naturaleza.

Es con seguridad un ser angélico, no sabemos si mayor o menor. Quizás su misión está en el orden de lo natural, como guardián de la naturaleza. Y en la medida en que el bosque, el agua y las colinas representan ese orden, que en cierto sentido excluye lo humano, Tom Bombadil es el señor de todo ello.

Es semejante a Gandalf, aunque su aspecto es menos imponente y su participación queda en sordina respecto del curso más general de los sucesos. Lo que no significa que no sea más antiguo que el gran Istari y muy probablemente mayor que él. No resulta heroico y sus intervenciones parecen sí teñidas de un cierto desinterés, digamos cordial, por las grandes líneas de la historia, sin atender con pasión política los asuntos humanos. Es el Antiguo, el sin padre. Más antiguo que la primera gota de lluvia.

Su esposa es Baya de Oro, hija de la Mujer del Río, la bella Goldenberry, un habitante del Bosque Viejo. Bella, suave, gentil, conoce a su marido con un conocimiento sin tiempo. Sabe quién es como si nadie tuviera que habérselo dicho. Y casi nada más, o mejor dicho nada más.

El resto es la mirada que el lector le echa a esta pareja de seres a través de la fascinación de los ojos de los hobbits. Hay quienes los conocen, de un modo que se percibe antiguo, y que descansan su inquietud por la suerte de los pequeños viajeros, sabiendo que están en los dominios de Tom Bombadil y Baya de Oro.

Pero una y otra cosa resultan al final inexplicables. Lo que ellos son, lo que de ellos sabemos en realidad, no alcanza a explicarnos con certeza de dónde salen y –en el punto que ahora más nos interesa– de qué material está hecho el amor que se tienen.

Lo cierto es que hay afecto y es un afecto antropomórfico. Si Tom Bombadil es un ángel, con la encarnación que le significa su misión de guardián de lo plantado en Arda, le vino también el amar a los segundos nacidos con el amor con que ellos se aman entre sí. Si Baya de Oro es una mujer, y lo es, ama como ama una mujer. Curiosamente, en este caso, desprovista de las notas con que el folklore conyugal reviste habitualmente a las mujeres. No es quejosa, es leal, no murmura contra su marido, lo respeta, lo sirve sin que su sometimiento sea humillante, lo conoce profundamente y lo da a conocer describiéndolo con la mirada que el amor pone en los ojos del amante.

Y lo ama como se ama a algo superior, sin que quede explícito que lo es por su origen y naturaleza.

La correspondencia a estos sentimientos tan finamente delineados por JRRT en Baya de Oro es de una curiosa simetría por parte de Tom Bombadil. Y mientras él piensa en regalarla con flores, aromas y canciones, apura el paso para llegar a tiempo pues su amada espera. Si un ángel se encarnase y amara a un ser humano, seguramente amaría de este modo y angelizaría ese amor, sustrayéndole no la concupiscencia sino la extrema carnalidad, la excluyente, cuya satisfacción nos encamina al egoísmo.

No la despreciaría, pero la llevaría por fuerza a la altura de su propia naturaleza espiritual. Encarnado él mismo, como aparece en la figura de Tom Bombadil, él mismo conoce en su humanidad los afectos humanos y los modos humanos de estos afectos. Y lo que tienen de mejor en sí mismos, como propios y adecuados a la naturaleza humana, lo asumiría también y se humanizaría ese amor.

Lo dicho hasta aquí no debe llamar la atención. Hemos visto a JRRT transitar el camino de las posiblidades en otros pasajes y en otros personajes de su obra.

Desde el punto de vista mítico este amor conyugal es una posibilidad y como tal se presenta en el curso de la historia.

JRRT no está obligado a sacar conclusiones. Pero sí a ser coherente en lo que atañe a la naturaleza de los personajes y sus acciones. Y así ocurre en este caso donde la figura de este matrimonio se transforma en paradigmática, en la cordialidad de su trato mutuo que desborda en la afabilidad y hospitalidad para con los otros y en otro desborde, el de la fecundidad espiritual, acorde con lo que aparece como la misión de este guardián de lo plantado en Arda, que ayuda a crecer las cosas, de algún modo las alimenta, les corrige el crecimiento y lo rectifica cuando se tuerce, como lo haría un padre, un tutor o un encargado.

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(Publicado por un servidor en la revista de la Asociación Tolkien Argentina, Mathoms, año 4, número 5 – Abril de 1998)