jueves, 10 de noviembre de 2022

El gris que brilla. Apuntes sobre la realeza de Trancos.


Buena parte de su vida extensa pasó Aragorn vestido con la ropa opaca de los Montaraces. 

Dúnadan, heredero de reyes y rey él mismo, con una misión por delante que podría amedrentar a cualquiera en tiempos oscuros, Aragorn hijo de Arathorn es una muestra en cifra de la virtud de la magnanimidad.

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El apetito de poder desordena. Lo primero, la propia persona. El hombre que ambiciona –pudiendo ambicionar, pues se le ha prometido un reino– tiene habitualmente de sí un concepto excelente. Tanto como el destino que cree le pertenece y ambiciona. Y ese amor de sí mismo será tan desproporcionado y corrosivo como sea sin tasa su apetito de gloria.

El apetito de poder también hiere y mata a otros. Aun antes de matar físicamente, los transforma en peldaño de una escala en cuya cúspide sólo cabe uno –el ambicioso– y desde donde nada se distingue hacia abajo. Y nada importa.

No es ésta una tara propia y exclusiva de los grandes, o de aquellos que llevan impresa en su frente y cincelada en su corazón una grande empresa. Pero es verdad que son éstos, los que tienen pasta de pioneros y conquistadores, los que corren mayores riesgos en lo que toca al olvido de sí mismos.


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Es cierto también que quien tiene por delante el camino de las estrellas, se dispone habitualmente a un largo camino de arduidades. "A lo alto por lo áspero", dice el adagio latino y así suele ser.

Pero lo que distingue a un hombre grande puesto a la tarea de un destino a su medida, y aun mayor que su propia medida, es la intelección del bien que sostiene y adorna la causa. A ese bien objetivo de su causa acomoda el hombre grande los medios para conseguirla. Y no permite, no tolera, que ningún medio desluzca la causa y la afee. No es su bien personal lo que le llena los ojos. 

Por lo tanto no se entiende el desprendimiento, la magnanimidad –el ánimo grande–, que acompaña las acciones de los hombres grandes, si no se considera antes lo que ese hombre ha visto y en consecuencia ha aceptado. Y lo que ha visto, invariablemente, es que su propio bien, su gloria, su fama, se ordenan al bien de su finalidad. Que se cumpla lo que debe cumplirse.

La figura del Precursor, San Juan el Bautista, es el talle exacto de esta virtud en los hombres. Todas las notas que luce el Bautista se adecuan a Trancos. 

Ese Trancos que será rey, del que se puede decir que no hay hombre mayor que él, a quien por derecho se le debe el honor, se coloca al servicio de algo mayor que sí mismo. 

No podría hacer esto si no fuera grande su alma. Lo más definitivamente personal de sí se opaca y al mismo tiempo se vuelve como traslúcido o aun invisible. De modo que quien lo vea en ese servicio no vea todavía al rey, no vea la gloria, sino su propio sacrificio, su propia abnegación y adhiera a la causa por la que tanto se niega a sí mismo alguien con semejante estatura e incluso tan grande magnetismo personal. 

Grande ha de ser el motivo que requiere un sacrificio tan admirable y tan contagioso. Un sacrificio y una negación de sí mismo que invitan a ser imitados. 

Vestido con harapos, sin que pueda disimularse del todo la inmensa dignidad que brota de su naturaleza, solo y apartado, con el único aplauso del viento en el desierto durante largos años, la descripción vale tanto para el Precursor como para Trancos.

Ambos de un gris refulgente. Sumergidos por propia voluntad a los pies de algo más grande. Conduciendo a otros, sí. Pero no conduciéndolos a sí. No atrayéndolos a su servicio. No adueñándose de otros. 

Antes bien al servicio de otros. Y de aquella causa que los enciende y los forma interiormente.


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Hay un episodio relacionado con Aragorn que ilustra este punto inmejorablemente. Es la historia de su amor por Arwen Undómiel, hija de Elrond, el Medio Elfo, señor de Rivendel.

Por lo mismo, por su linaje tan subido, Elrond se opuso en un principio a los amores de su única hija mujer y aquel mortal.

Es cierto que Aragorn era del alto linaje de los Numenoreanos. Lo supo cuando tenía apenas 20 años, de boca del mismo Elrond, en cuyo reino vivía protegido de la maldad de Sauron. En ese mismo año, en Rivendel, Arwen y Aragorn se encontraron por primera vez.

Elrond dilataba todo lo que podía los esponsales. Finalmente se habrían de consumar una vez que Aragorn revelara su realeza y, derrotando a Sauron en la Guerra del Anillo, unificara los tronos de Gondor y Arnor y fuera el primer rey de los reinos vueltos un solo reino. 

Pero para que ello ocurriese habrían de pasar desde la primera mirada que cruzaron Arwen y Aragorn, cerca de 70 años. Y la condición que había puesto Elrond, precisamente, era la de que el heredero de Isildur lograra aquella tarea, casi imposible, de la unidad de los reinos.

Grande fue el sacrificio de Arwen al abandonar el destino de los Elfos y ese sacrificio tuvo su premio en los primeros 120 años de la Cuarta Edad, en los que reinó junto a Aragorn.

Pero no menor fue la espera de Aragorn. 

Durante los siguientes casi 70 años desde su primer encuentro, la mayor parte del tiempo Aragorn fue Trancos, un Montaraz, un hombre del desierto, de botas bien calzadas pero gastadas y sucias de barro, su capa verde oliva y su aspecto cansado. Perseguir a los súbditos de Sauron, las batallas y las noches de cierzo en los páramos, los días y años de trajín, lo habían hecho un individuo poco confiable a primera vista. 

Pero "no toda la gente errante anda perdida; / a las raíces profundas no llega la escarcha...".

Fue detrás de esa apariencia que Frodo vio a Aragorn, sin conocerlo aún: "Si hubieses sido un espía del Enemigo...bueno, hubiese parecido más hermoso y al mismo tiempo más horrible..."

Sus ojos grises llevan una llama que no se extingue y que brilla para mostrar que es quien es. Pero, no más allá de los ojos durante todos esos años y ni siquiera muchas veces.

Por eso las apariencias lo condenan. Ante los que comienzan a ser sus amigos y compañeros de lucha, Trancos ha esperado que lo aceptaran por lo que es. O por lo que parece, sin más. Peregrin Tuk, sin saberlo definirá el aspecto de Trancos y el brillo oculto de Aragorn: "Las apariencias están contra ti, a primera vista, por lo menos. Pero luce bien quien hace bien".

Y ese es un fragmento apenas de lo arduo que enfrenta Trancos.

En esta desaparición de la persona real (en su doble sentido), Aragorn desaparece en beneficio de algo superior a sí mismo.

"Un hombre perseguido se cansa a veces de desconfiar y desea tener amigos...", dirá con nostalgia de algo que todavía no conoce en realidad: la gloria del triunfo.

En el momento en que se transfigura ante Sam Gamgee, Trancos parece más alto: "Si quisiera el Anillo, podría tenerlo... ¡ahora!", dirá en la habitación de la posada de Bree, ante un pequeño grupo de hobbits boquiabiertos y aterrorizados. Pero enseguida suaviza el semblante en el que brilla la luz dominante de sus ojos, sonríe. Un poco más adelante toma la espada por el pomo, sobre el que acababa de apoyar la mano amenazante, y al extraer la hoja, se la ve quebrada, inoperante todavía, hasta que vuelva a ser forjada para coronar su larga y penosa misión.

Pero a pesar de estar rota, Trancos la lleva al cinto. Es la espada del rey: "De las cenizas subirá el fuego", dice la profecía que lo acompaña. 

Y él mismo hace una profecía de sí: "Soy Aragorn hijo de Arathorn, y si por la vida o por la muerte puedo salvaros, así lo haré". Con estas palabras, la cenizas grises que cubren al "descoronado" se sacuden y dejan paso al que vuelve. Al que ofrece su vida, porque es quien es, para salvar a otros. Y así adquiere, aun, una figura mayor que la del Precursor.

Estamos en el último tramo de la misión del heredero de Isildur, apenas falta un año para que recoja los frutos de una siembra penosa, oscura y magnánima. 

La Comunidad del Anillo no se ha puesto en marcha formalmente todavía. Lo hará llevada de su mano.

"Si las gentes simples –dirá en el Concilio de Elrond hablando de sí y de los Montaraces– están libres de preocupaciones y temor, simples serán, y nosotros mantendremos el secreto para que así sea".


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No quiere el Anillo, no quiere la gloria, ni siquiera se nota –y se dice– que del triunfo de su causa depende que su humano amor por la hija del Medio Elfo tenga alguna posibilidad.

Tanto que perder, tanto en juego, tanto propio en el tablero de una guerra fatigosa y terrible. Y Trancos, cubierto del polvo del camino, cansado, apenas encanecida su negra cabeza, no piensa en sí, no reclama nada para sí, ni siquiera la honra que se le debe: "Por mi parte perdono tus dudas. Poco me parezco a esas estatuas majestuosas de Elendil e Isildur tal como puedes verlas en las salas de Denethor. Soy sólo el heredero de Isildur, no Isildur mismo", le dirá a Boromir en Rivendel.

Por eso no sorprenderá que una vez derrotado Sauron y adquirido su reino, Aragorn distribuya honores, tierras y regalos de una manera espléndida y magnífica. Hasta parecer pródiga y desmesurada. No lo es en modo alguno.

Lo viene haciendo desde el comienzo, desde que se lanzó a los páramos del Norte con unos pocos Dúnedain, entregado a una guardia invisible y continua. No hay diferencia en su actitud, ningún cambio. Simplemente ahora dispone de más bienes para dar y los da con la misma largueza con que antes dio sus años opacos. Tampoco ahora le pertenecen todas esas cosas recuperadas, en el sentido en que hablamos habitualmente de que algo es nuestro.


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Decíamos al principio que el apetito de poder desordena al que posee tal pasión y hace sufrir a los que soportan al ambicioso y posesivo.

Contrariamente, se benefician aquellos que están en manos del hombre magnánimo. Primero porque su yugo es suave; después, porque de él se recibe siempre más de lo que se espera.

Hacia el final, tras un año de fatigas, de regreso hacia la Comarca, en la posada de Bree, Gandalf y Cebadilla Mantecona –siempre reticente a la figura del ajado Trancos– mantienen una conversación reveladora. Especialmente para el posadero.

Y es Gandalf el encargado en esa conversación de cerrar con sus palabras las reflexiones suspicaces que al señor Mantecona le ha despertado a menudo el Montaraz. El rey cuidará tu tierra, la dejará vivir en paz y vivirás feliz en ella. "La conoce y la ama", dice Gandalf. Y le gusta tu cerveza y "dice que siempre es buena".

¿Quién es él? Hasta que entiende quién era Trancos.

"Trancos –exclamó cuando pudo respirar otra vez–. ¡Él con corona y todo, y un cáliz de oro! Bueno ¿dónde vamos a parar?".

"A tiempos mejores, al menos para Bree –respondió Gandalf".



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(Publicado por un servidor en la revista de la Asociación Tolkien Argentina, Mathoms, año 3, número 4 – Mayo de 1997