sábado, 24 de septiembre de 2022

Del amor sin tiempo, ahora





Hace unos cinco años, en una entrada que se tituló Del amor sin tiempo, traje este poema y dije que alguna vez tendría que decir en qué circuntancias misteriosas y felices nació. Felices me parecieron bastante después. Misteriosas son todavía, en algún sentido.

Pero ahora es cuando llegó el momento de contar su historia.

A principios de la década de 1990, todavía hacía algunas cosas en periodismo. Entre ellas, dirigía en mi comarca El Juglar, una revista local que, con todo y eso de ser local, logró alguno de esos premios que suelen darse.

Había un diseñador excelente con el que nos entendíamos de maravillas. Era muy talentoso y no podíamos ser más distintos en casi todo, menos en una cosa: el gozo de la belleza, aunque –hay que decirlo– también en ese territorio teníamos diferencias. 

Por razones de amistad, en esos días ayudaba a un otro amigo con alguna publicación de otro género, que también requería de un diseñador. Le pedí al de El Juglar que hiciera el trabajo. Como un servidor se ocupaba pro bono, a él le pareció que tampoco debía cobrar por su oficio. Y a pesar de que hubo discusión sobre ese punto, así fue finalmente. De modo que ambos nos aplicábamos por amor al arte.

En uno de los últimos encuentros por ese trabajo, me contó que unos amigos se casaban en España y que él había ofrecido su arte para hacerles las participaciones. Era un especialista de muy alto nivel en tipografías y se ocupaba de eso en la UBA, además, en una cátedra prestigiosa. También tenía sus conceptos en materia de papel y tintas a usar y era casi obsesivo buscando la nobleza de los materiales.

Pero resultó que quería ponerle algo de poesía al oficio y no sabía qué. De modo que me preguntó si podía buscar algún texto lírico que sirviera para la ocasión, ya que ése era mi oficio, según él. No el de buscar, sino el de la poesía.

Estaba en deuda con su generosidad, de modo que no quería negarme y sí quería corresponder.

Temprano, una mañana de sábado, lluviosa y destemplada, y con nada de ganas de bajar a la ciudad, tuve que tomar el tren, vacío a esas horas de un día de fin de semana. Llevaba un libro para paliar el viaje a Babilonia, que siempre me disgusta. Unos ensayos de Josef Pieper sobre los mitos platónicos fueron los elegidos. Busqué un asiento, me arropé, veía los goterones apedreando los vidrios de la ventanillas. El aire frío se colaba por todas partes. Lamentaba mi suerte, pero habíamos quedado en reunirnos ese día para retirar el trabajo que le había pedido y que ya había completado.

Apenas al salir de la estación del pueblo, el tren bordeaba a su izquierda un paredón que lucía unas pintadas políticas de ocasión. Miré distraídamente las letras y, quién sabe por cuál asociación insólita, me acordé, sobresaltado, del pedido del diseñador con el que quería cumplir y había olvidado por completo. Mi angustia aumentaba tratando de recordar algo que pudiera servirle. No eran tiempos como los nuestros de estos días. No estaba disponible la biblioteca virtual que ofrece todo de todo, o casi. Pero la verdadera angustia venía de mi memoria raquítica. ¿A qué estante de mi memoria vacía iba a recurrir? Sólo recordaba unos versitos de Machado en Mairena, pero –gustándome y todo– a esa altura sonaban pobres.

Dos o tres estaciones pasé hundido en un sentimiento agrio de ingratitud vergonzosa. Pieper, mientras tanto, no podía abrir la boca: la urgencia no lo dejaba decir lo suyo. De hecho, casi ni reparé en el librito que tenía en la mano. Hasta que reparé en él. Cuando llevo un libro "para el viaje", suelo poner una o dos hojas adentro y llevo un lápiz. Esa vez puse al salir una hoja que ya tenía alguna que otra nota sobre Platón. Quedaba una espacio todavía.

Lo único que podía hacer era remediar el olvido con unas líneas propias. Y eso hice.

¿Era eso escribir versos por encargo? No supe que decirme entonces. Pero sí me lo pregunté una y otra vez durante años y en esos mismos años nunca estuve seguro de la respuesta. Si hubiera sido eso, me rebelaba la idea de tal modo que la rechazaba de plano, siquiera antes de considerarla. Y creo que, por entonces, era una reacción intuitiva.

Y así fue, hasta algunos años después, en medio de estos 30 años que han pasado desde entonces. Y pasó que me di cuenta un día de que el tú lírico siempre es el mismo, siempre corresponde a una sola persona. Y a sólo ella. O, para ser bastante más exacto, a un sólo amor, a una sola amada, siempre ella el de los poemas, aunque jamás se la nombre. 

Porque, como decía días atrás, el nombre que está grabado en el corazón, es el nombre de la persona con la que "se habla" en un poema, en todos los poemas, siempre: "Prendido está en mi alma vuestro gesto", diría Garcilaso, a su modo.

El caso fue que, en cuanto llegué a su estudio, el diseñador tuvo primero que oír la historia de cómo nacieron esos versos. Y eso, que a mi me avergonzaba y humillaba, a él le parecíó increíble y excepcional. Estaba tan entusiasmado que casi ni hablamos de lo que nos había reunido y en cambio se puso a especular respecto del tipo de letra y el papel que usaría, y cosas así...

Pasó casi un año, no volví a verlo. Pero una mañana, los de la casa me anunciaron que alguien me buscaba afuera para entregarme algo que me había traído. Era el diseñador que, con emoción, en la vereda misma, me entregó el original del poema que había usado para hacer la tarjeta. Un finísimo papel de algodón sin químicos, escrito con una tinta especial y con una tipografía que él mismo había rediseñado. Y es eso mismo que me entregó lo que ilustra esta entrada.

Al acto solemne de la entrega ritual, le agregó el cuento de la la suerte que corrieron los versos, después de aquella boda española. Y así fue como contó que se esparcieron por otras partes, porque algunos de los asistentes le pidieron permiso a los novios para usarlos en sus respectivas bodas.

Gustavo –ése es su nombre– estaba más contento que un servidor, que más bien estaba sorprendido, y la suya era una alegría genuina y artística, una alegría despojada completamente de vanidad y sólo atenta a la obra de arte, que fortuitamente mi falta de memoria había ayudado a componer.

Hoy, en una charla con un amigo de visita, mientras hacía unos trabajos de carpintería, recordé el episodio, porque los temas derivaron hacia esos asuntos y porque también él conoció a Gustavo en aquellos años y a propósito de El Juglar.

Es el episodio lo que recordé hoy. No los versos, que son de las pocas cosas que recuerdo de las que pude haber compuesto. 

El misterio de lo que dicen y la razón de ese misterio, tal vez quede para otra vez. Tal vez no.