sábado, 29 de junio de 2013

La amante del rey y la reina amante

Van a tener que sufrir un poco si ésta que sigue les resulta una desprolija reflexión personal.Y tal vez parezca que, habiendo asuntos más urgentes o densos, uno se los toma a la ligera o simplemente los ignora, poniendo el ojo en cuestiones que en principio le importan únicamente a un servidor.

No voy a pedir disculpas por eso porque, de hecho, no tengo modo de no ver lo remoto en lo inmediato, al menos en esto de lo que voy a tratar.

Porque hay que ver cómo en todas las cosas aparecen de una forma u otra rastros de asuntos más viejos en la historia de los hombres, y, por lo mismo, diría que universales. Y más que asuntos, moldes. Por cierto que no importa mucho que lo que rodea al caso sea alto o trivial, encomiable o nefasto, porque después de todo así suelen ser las cosas humanas amasadas con esas harinas mezcladas, cosa que de algún modo viene con la natura, tal y como nos la legó Adán.

Y así es como en un trazo se filtra en la historia un hecho rengo que toca en algo las fuentes de la tragedia -de la antigua tragedia literaria, quiero decir-, aunque more moderno, concedamos, y con esa nota precisamente se desluce no poco, qué se le puede hacer. No tanto porque el asunto sea moderno sin más, sino porque al tener algunas de esas notas -que son más bien de la substancia de hoy, eso sí- se desluce creo que irremediablemente.

Como fuere, y si les cuadra, hagan el esfuerzo de considerarlo de este modo que diré y vean si no.

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Miriam Quiroga, dicen, fue por varios años la amante de Néstor Kirchner que fue el esposo de Cristina Fernández. Cristina Fernández sabía que Miriam Quiroga era la amante de Néstor Kirchner y sabía que por eso Néstor Kirchner la tenía cerca.

Hasta allí nada nuevo. El rey tiene una querida y la instala en la corte, y la reina lo sabe; le importe o no, tiene que soportar la presencia de la querida -que se maneja discretamente, tanto como el rey- y la reina no puede hacer nada al respecto, más que masticar despecho, odio y resentimiento. O aun tener sus propios amantes. E incluso esto mismo en acuerdo implícito o explícito con el rey.

Néstor Kirchner, un día, muere súbitamente. Cristina Fernández inaugura un funeral continuado y un luto reverencial que se transforma en oportuno culto político, con la pretensión de que tal cosa sea rentable, cuando menos en términos políticos. Y, por supuesto, inmediatamente eyecta a Miriam Quiroga de todos los lugares que solía frecuentar, señal de que algo sí le importaba que fuera la amante de Néstor Kirchner. Al fin de cuentas, Cristina Fernández es mujer y una que se tiene a sí misma en altísima estima. Miriam Quiroga queda de este modo a la intemperie y acosada por el mundo del poder mayor, porque su único cobijo en el gran gobierno era el de Néstor Kirchner, que ya no está.

Hasta allí, tampoco nada nuevo. Digamos que muerto el perro se acabó la rabia... del perro. Pero no la de la reina que, ya dueña absoluta de la corte, destierra a la querida del rey que la muerte depuso. Asunto de pasiones o de poder, tanto da, porque el resultado para la querida es el mismo, aunque no para la reina, por el momento. El culto por conveniencia al rey muerto tampoco es del todo exótico o novedoso, porque garantiza la dinastía, por ejemplo, en especial si fue querido por las gentes. Además, el patetismo que se pone en marcha al ver sufrir y llorar a alguien que ha perdido al que no deja de nombrar como el amor de su vida, dicho siquiera en términos de propaganda, tiene un útil efecto conmovedor y empático. Lo dicho: nada nuevo.

Poco más adelante, una trama bien urdida y persistente -en beneficio de los que se oponen, cualesquiera y por cualquier motivo- comienza a contarle las costillas a Néstor Kirchner, especialmente en cuestiones de manejos de dineros mal habidos y especialmente de dineros públicos obtenidos malamente al amparo del poder público, con el objeto primero de herir políticamente a Cristina Fernández, y si fuera posible de herirla de muerte política. Como efecto colateral importante, la embestida periodística busca trozar la fama del occiso, mostrando cómo todo lo visible e invisible que ha hecho Néstor Kirchner -movimiento político incluso, con todos sus integrantes- lleva el signo de la corrupción marcado en la frente, con el consiguiente descrédito, al punto de que cualquier discurso político por filantrópico y social que se lo presentare, aparezca y se vea como un subterfugio para mantener el poder y seguir haciendo negocios sucios al amparo del poder.

En términos modernos, nada nuevo tampoco. Y digo en términos modernos porque en la época en que había reyes -que significaran algo, se entiende- no había periodistas ni medios. Y como eso signa la cuestión de modo indeleble, no hay manera de llevarlo ut sic a tiempos pasados. La trama trágica muestra a partir de allí un marcado y ácido sabor a plástico. Que haya habido botarates y hasta auténticos esputos del Averno en tiempos idos, no quita el hecho de que, desde hace tiempo, los hombres públicos se hayan degradado, y creo que no hay modo de negarlo. Y es una degradación que es a la vez causa y efecto de la degradación de lo humano, individual y social, lo que tampoco es fácil negar. Porque de algún lado salen y son, a la vez, ejemplares para los demás, para bien o para mal. Pero, y a su vez, la intrínseca hipocresía de los medios y de la tarea periodística misma ha incidido fuertemente no sólo en la percepción de las cosas por parte de quienes no conocen los reveses de las tramas, sino en la acción misma de las personas y en particular de las personas públicas que, por su propia degradación pero más aún bajo la mirada omnipresente y extorsiva de los medios, han optado maquiavélicamente por parecer buenos siempre y en cualquier circunstancia..., hasta que los pesquen; y, cuando los pescan, ya saben que deben decir que es una campaña contra ellos y, peor, contra la mismísima Patria, con mayúsculas, que son ellos, obviamente. De los dirigentes políticos parecería no puede esperarse de habitual nada honesto. Pero aun cuando la actividad mediática se propusiera hacer el bien, mire lo que le digo, que es en la minimísima cantidad de los casos, es casi de suyo una tumba para la verdad y las buenas intenciones. Y si sale algún bien de allí, más bien será per accidens. Esto, que es de la naturaleza de lo moderno, pervierte tristemente el hilo trágico de esta que podría haber sido una mejor historia, y que apenas se recupera un poco en el capítulo siguiente.

Llevada por las cosas de la vida, sus propias cosas y la vida mediática y la vida política que la cercan y de la que es partícipe no inocente, Miriam Quiroga resulta un testigo ahora privilegiado para probar las acusaciones contra Néstor Kirchner. Pero para testificar y que su testimonio sea relevante tanto como demoledor, tiene que demoler en primer lugar a Néstor Kirchner, el amado que fue su amante, y llenarlo de oprobio y escarnercerlo públicamente, por más que quiera justificar con ambigua benevolencia las tropelías de un líder social dizque comprometido con los que menos tienen, por quienes no descansa ni mira si para ayudarlos debe hacer inmundicias. Visto así, no ya el cuerpo del difunto amante tanto como su memoria, no su vida real sino su vida histórica y arquetípica se verá en el riesgo serio de enlodarse irreversiblemente, bien que revolcada en el propio cieno que genera. Ahora bien, ¿valdrá la pena? ¿No es un costo altísimo -un costo afectivo altísimo para Miriam Quiroga- para lograr la demolición de Cristina Fernández? ¿No sería dramáticamente más consistente y humanamente más comprensible que el silencio a cal y canto protegiera a quien tanto amó, si es verdad que tanto amó?¿Es una venganza (ya que es más bien inverosímil el solo y límpido amor a la verdad) de Miriam Quiroga contra Cristina Fernández y los cortesanos que la defenestraron voluntariamente o no? ¿Es una venganza íntima contra el propio Néstor Kirchner, su amado amante, vayan a saber ellos mismos por cuál agravio que quedó sin levantar? ¿La desesperación, el resentimiento, la impotencia, la soledad, el mal amor? Hasta allí, Cristina Fernández no ha dicho una sola palabra pública sobre Miriam Quiroga, lo cual es algo comprensible. Sí en cambio habló Cristina Fernández incansablemente sobre el amante de Miriam Quiroga, Néstor Kirchner, a quien no deja de exaltar como a un padre de la patria y a quien siempre recuerda como el compañero de toda una vida.

Es en este mismísmo momento en el que el costado trágico de esta historia -que no me enojaré para nada si algunos insensibles califican de historieta- sale a relucir. Es aquí el punto en el que se inserta la tragedia: la decisión de la mujer amante del rey que será la que ofrecerá la víctima para el sacrificio: el propio rey, su amante. Su víctima, su amante, precisamente será valiosa como víctima en la misma medida en que le es valioso a ella como persona: porque lo ha conocido íntimamente, lo ha amado, le ha sido próxima, muy próxima y entrañable. Pero es el caso que, cuanto más útil y propiciatoria sea como víctima, más deslucida quedará como objeto de sus afectos, y así quedará en algo ella misma como amadora de él. Cuantas más acusaciones pueda formular respecto de la perversidad del rey, más deslucida resultará la naturaleza de su amor a semejante engendro de venalidades y maldades, aun descontando el hecho de que ese hombre le estaba prohibido. ¿No es acaso que en mucho somos lo que amamos? ¿No es acaso que no puede haber verdadero amor sino entre quienes algo hondo tienen de iguales? Y aquí la historia real importa en cierto sentido menos que la trama dramática de esa tragedia. Pero hay algo más. Y algo esencial a esta trama de tragedia. Porque a esto mismo que se dice de la amante del rey habría que agregar los espejos y los juegos de espejos distorsionados que importan en la cuestión. La reina muestra trazas de haber sido la compañía adecuada y proporcionada a la turbia existencia del rey. Ella como él parecen el uno para el otro. La amante, parecería que no. La amante parece más buena que la reina. Pero mientras la reina eleva a la santidad civil al rey pretendiendo así también elevarse con él, la amante lo sepulta en la ignominia, sepultándose con él. Sin embargo, la reina, que ha hecho un culto del bienamado rey, debe enfrentar ahora (¿y tendrá que admitir?) que sostiene el culto político y personal (en ese orden, es verdad) de un hombre que -según el testimonio público de su amante- por lo pronto tenía una amante y le era infiel a la reina, y lo era con una amante que dice de él que era un desenfrenado ávido de poder y riquezas, y un estafador y un ladrón de ricos y de pobres, y que aprovechaba su reinado para robar sin tasa, por ambición y codicia, claro que con algunas hebras de pasión por el país. Bonito asunto para una tragedia en esa bonita piel de hombre. Para la reina. Y para la amante. La reina que ensalza al canalla como virtuoso, la amante que defenestra al amado por canalla. Y las dos dicen que lo han amado y que es un prócer, pardiez...


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Toda tragedia tiene un efecto necesariamente catártico y purificador. No para los personajes de ella, que son la ocasión, sino para los espectadores, que deben ver, y experimentar sobre todo, la rectificación y purificación de sus pasiones en el desarrollo y el desenlace del conflicto, y eso sólo si la tragedia está bien urdida que quiere decir bien y rectamente planteada. De todos modos, el efecto conmovedor de una tragedia funciona igual y eso es gravísimo porque, así como bien planteada produce la catarsis purificadora, mal planteada conmueve lo mismo pero torciendo y enturbiando lo que está llamada por su potencia a rectificar y purificar.

El final feliz de una tragedia es precisamente esa catarsis, más allá de la suerte penosa que corran en la trama quienes estén en escena, una suerte que habitualmente es catastrófica porque debe corresponderse insobornablemente con el conflicto, el curso de los hechos, los avatares de la vida, el carácter trágico de los agonistas y las decisiones que más o menos libremente toman respecto de sus acciones y su destino, con la intervención divina, claro, presente de un modo u otro en toda verdadera tragedia.

Así vistas las cosas, creo sinceramente que se puede poner el ojo trágico en Miriam Quiroga por las razones que digo y según el relato que he hecho. Tanto como creo que por la naturaleza bastante desangelada de los asuntos y por los personajes en juego, el empeño bien puede fracasar, cosa que podría ser lo más probable.

El primer intento está hecho, a modo de borrador siquiera, y ustedes me perdonen la lata pero estas cosas literarias, que son cosa mía, me pueden.