martes, 11 de diciembre de 2012

Mil años




Un día cualquiera de estos días, más tarde o más temprano, Julio Alak será Raúl Granillo Ocampo y Aníbal Fernández será Ramón Hernández. Y Mauricio Macri será Osvaldo Cacciatore y Daniel Scioli será Alejandro Armendáriz, Luis D'Elía será Vicente Saadi y Rodríguez Larreta será Carlos Aloé. Y valdrán en el calendario y en el recuerdo más o menos lo mismo unos y otros.

¿Qué? ¿No sabe quiénes son o apenas se acuerda?

Por eso, ve...

Pero aunque sus nombres fueran perdurables (como la Coca Cola, el Che, Perón, Trostky, Hitler, Rucci o Juan B. Justo...), lo mismo da, me parece. Los hombres a veces tenemos esa cosa rara de pensar en eternidades terrenas. Ya sé, ya sé: non omnis moriar..., dice Quinto Horacio y cualquiera con él, claro. Cómo no. Y, en la historia, en parte es verdad.

Mil años puede ser el nombre de la esperanza, sí. De una esperanza que sea más que historia, incluso en la historia. Raro, pero puede ser. Según cómo se piense y se diga.

Más frecuentemente, mil años es el nombre de la inmanencia y de una intensidad metafísica, diría, que busca llegar hondo, a las raíces del mundo. Todo milenismo, medido en años de hombres, es una mirada histórica que no ve más que historia en la historia y que cree que las raíces del mundo son la historia misma. Es decir, la historia hecha a mano y sudor de hombres, excluyentemente. Es el mundo hecho a imagen y semejanza del hombre.

Y como eso no existe, es más bien el nombre de la desesperación.

Suena épico y grandioso, pero mientras sea eso es desesperado lo mismo.


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Cristina Kirchner (la viuda de Néstor Fernández, dicho por qué no en términos políticamente correctos...) tiene un problema: quiere terminar una revolución honda y raigal y que dure mil años y más. Y no tiene nadie cerca que viva mil años y querría ser ella la que viviera mil años para hacer y gozar de la revolución que quiere. Está difícil, es verdad. Pero: que lo quiere, lo quiere, sí. No es la única que lo quiere, pero es la que más lo quiere ahora, aunque haya otros cerca que quieren más cosas que las que ella quiere y algunas distintas.

La revolución que quiere es cosa fiera. Sobre todo por lo que tiene de dizque bueno. Y además por lo que tiene de malo, que es más hondo. Y esa revolución, en lo que tiene de hondo, creo que va a durar. No porque ella haya hecho bien su parte y lo que ha hecho sea difícil de deshacer. Sino, y más que nada, porque esa revolución es anterior a ella, es más honda que lo que ella pueda querer; y porque además la quieren muchos que son para ella la quintaesencia de lo deleznable, y la quieren en muchas cosas graves y hondas que unos y otros -ella y ellos: enemigos irreconciliables- quieren por igual, casi más que nada en el mundo.

Pero, a la vez y a como lo veo, ella tiene una ventaja que le permite seguir adelante, a ella más que a ningún otro: no hay a la vista nadie que se lo impida verdaderamente. ¿En los próximos mil años? Y tal vez ni en los próximos cien, ni en los diez que vienen siquiera...


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Salvo que aparezca un hobbit, claro.

Un hobbit: un tipo insignificante y comodón, un tipo que se diría más bien burgués y hasta en apariencia púsil de ánimo, que mal que mal esté dispuesto por buenas y sencillas razones a llevar como carga insoportable un anillo que hace y puede hacer mucho mal, y llevarlo hasta el fuego mismo que lo forjó y que por eso lo puede disolver.

Y un hobbit que esté dispuesto a joderse fiero en la empresa.

Y joderse tanto en la empresa que no le alcanzarían mil años de los de acá, de la historia de los hombres (y de los hobbits, se entiende), para curarse las heridas.