jueves, 24 de septiembre de 2009

El día y la noche

¿A usted le cantan los gallos? ¿No? A mí, sí.

Venía hace poco de una reunión nocturna, a la madrugada, y el gallo de enfrente –que siempre canta– cantó a esas horas con un ánimo y un timbre tales, que me recordó, inmediatamente, que había negado a Cristo muchas más veces que las tres de Pedro.

Lo cual no me hace mejor que Pedro, sino peor, fíjese lo que le digo. Y tanto peor. Porque en estas materias, más es menos.

Me fue de gran consuelo el canto del gallo en medio de la madrugada. A veces pasa. A veces ciertos cantos de ciertos gallos le recuerdan a uno no solamente la floración del día y las luces que advienen, todavía en la noche de la vida. A veces el gallo nos recuerda más inmediatamente la oscuridad, nos recuerda que andamos en cierta oscuridad. Y que se viene el día y la mañana, claro que sí.

El gallo, siempre, aunque mida traiciones y desatinos, es esperanza. Siempre.



Y lo que son las cosas. ¿Nunca le pasó confundirse con la luz, más que con las sombras? Y no con la luz del día, esa que anuncia el gallo, sino con las luces de la noche, si se entiende lo que quiero decir.

Más de una vez, anda uno perdido en la vida. Perdido de no encontrar su casa. Las cosas que le son a uno “su casa”, no la casa de uno, literal y necesariamente. Aquellas cosas hacia las que estamos yendo –sabiéndolo o sin saberlo– y que son como el término -puerto y objeto- de nuestros afanes. Y hasta el puerto que teníamos señalado en la frente al nacer. El término que debe ser y no siempre sabemos que es. Pero es. Aquello incluso que de algún modo nos mueve suavemente sin que lo sintamos o sepamos del todo.

Podría pasar que fueran luces a la distancia lo que uno no distingue. O que las luces que ve no fueran las luces que uno anda buscando. O que no fueran aquellas que lo guían hacia donde va. Luces son, claro, pero no lo son para mí.

E, incluso, si no son las luces de aquello que a uno le es su casa, es lo mismo que nada, me parece. O casi nada. Relumbrones podrán ser, o no. Luces que confunden más que iluminar, por buenas que fueren.

Puede pasar, claro que sí.

Se viene la noche, el follaje de las cosas de la vida ni siquiera deja pasar la luz de la luna, que, con ser luna y todo, a veces es misericordia de luz en medio de la noche, atisbo de luz. Lo suficiente como para que uno no ande en tinieblas.

Claro que la luz de la luna no es la luz del sol, pero a veces uno no está para luz de sol, por falta de ojos. Y apenas le dan los ojos para la luz de luna. Pero puede pasar que ni eso, por el follaje de la vida. Y con esa cerrazón de noche sin luna por el follaje y luces confusas a lo lejos, se haga difícil llegar a casa.

Y a veces pasa, por volver adonde salimos, que el canto del gallo nos recuerda dónde estamos. Y a dónde vamos. O hacia dónde estábamos yendo cuando nos perdimos.