miércoles, 14 de septiembre de 2005

A Tucumán, de ida y vuelta

Un viaje rápido al norte. A Tucumán.

La tierra del insigne tucumano, con quien estuve. Dediqué una mañana a visitarlo y me quedé a almorzar con él, en su casa.

Vi que se apaga, que se va yendo. Él lo sabe y lo dice. Pero lo dice de un modo que no admite réplica. Sin resentimiento ni amarguras.

Lo miraba hablar, vino de por medio, un mediodía frío, al pie de un cerro brumoso y helado, cobijados en unos sillones tibios, en una sala silenciosa de su casa de las afueras. Del otro lado de la ventana, trabajaba un viejo en un campo enfrente, unos chicos pasaban por la calle de tierra desde las chacras al colegio. Los lapachos quietos respiraban sus flores blancas, rosadas. Y amarillas, doradas, casi exuberantes.

Todo lo que decía tenía -estuviera de acuerdo con él o no- una precisión envidiable. Se puede ser preciso y oportuno a los 80 años si uno está haciendo negocios o política. Lo he visto en varios.

Pero haciendo historia, poesía o teología, es bastante más difícil. Hay una memoria y una ilación para esas cosas -creo- que es muy difícil sostener en el tiempo. Porque el que no ve, no ve. Aunque ya haya perdido la vista. Y el que ve, ve. Aunque tenga una vista de águila.

Se estará yendo, seguro que sí, pero se está yendo de un modo noble, criollo, digno. Y humilde, envidiablemente humilde y silencioso.

Hundido en su sillón, bastón en mano, abría grandes los ojos cuando yo decía cualquier cosa y se inclinaba hacia adelante, como si fuera a tomar apuntes de lo que decía. Me acordé entonces, con infinita vergüenza, de que siempre hacía eso. A cualquiera que hablara lo miraba con una atención que no tenía nada de pose. Y al final, como sin querer, como asientiendo y acordando, centraba la cuestión -todavía lo hace- de un modo sereno y callado.

Después, se recuesta otra vez en el sillón, abre los ojos, mira a través de la ventana a ningún lado y contesta.

Apenas una frase o dos. Centrales. Y hace un silencio. Y vuelve a mirar a ninguna parte (no es verdad: mira la cosa...) y vuelve a hablar, ahora más largo, un párrafo, dos, a lo sumo tres.

Y el asunto queda planteado, zanjado y concluido. Incluso cuando no queda definido, aunque solamente haya formulado claramente la pregunta.

Sonríe con una sonrisa que tarda en aparecer en los labios, que viene de los ojos, diría, primero, un rato largo, antes de 'bajar' a la boca. Y cuando llega allí es franca y entera. Real.

Se queja de desmemoriado. Y no es verdad. Le pregunto por amigos que hace tiempo no ve: "siempre me interesa tener noticias de ellos..." Y no sé cómo hace, pero las tiene y sabe cosas y les sigue el hilo a las vidas de otros, como un patriarca antiguo, que ve lejos sin moverse. Retirado pero vivo, potentemente vivo.

Me llamó la atención: no vive de recuerdos. Los recuerdos están vivos, se mezclan en la conversación y son datos no memorias de prócer, son señales, consecuencias, causas. Pero nunca recuerdos de esos que se congelan con la edad. Están vivos.

Este hombre, pensé, se nos va a morir vivo. No como otros que están muertos bastante antes de morir. Dios me dé eso.

En algún momento, empecé a sentirme mal. Me dolía la cabeza desde la mañana; por el trajín, supongo. Me apenaba no estar al ciento por ciento.

Así que, resignado, humillado, me recliné en el sillón y dejé que pasaran los silencios, y que hablara él cuando quisiera. Y por largos momentos se callaba y miraba por la ventana, del otro lado. Quién sabe cuán lejos del otro lado.

Almorzamos breve con su mujer, ágil, mimante, atenta, alegre, cómplice.

Tuve que irme a alguna hora.

Es la segunda vez que vuelvo la mirada y lo despido, pero esta vez me iba yendo yo. Una sonrisa y los ojos tan típicos de los hombres muy viejos, acuosos. Pero brillantes y atentos.

Estaba lejos de la ciudad, caminé un rato, los lapachos y sus flores doradas estaban imperdibles.

Tucumán estaba helado en estos días.

Hay una cosa que no es tristeza, ni melancolía. Con eso a cuesta, toda mi juventud, todo lo que sé de él, todo lo que enseñó y aprendí como sin querer, con eso y todo estaba dando vueltas por Tucumán, acompañada mi juventud por el insigne.

Pensé que era yo quien me iba esta vez. Y pensé que en más de un sentido eso era así: cuando muera, será él quien se esté quedando y nosotros los que nos estaremos yendo. Tal vez él está ya en algún lugar. Tal vez ya llegó. Y espera.

Sentí una especie de cansancio, de fatiga. Por lo que me queda, pensé.

Tal vez, si Dios quiere, estará en Buenos Aires el mes próximo.

Anoche, mientras trataba de dormirme en el viaje, pensé que ya no iba a mirarlo como a uno que se va. Ya no lo voy a mirar dejándolo atrás. Porque está adelante. Y hacia allá tengo que mirar. Y hacia allá tengo que ir.