domingo, 24 de abril de 2005

Un amigo me manda un texto de Jorge Vocos Lescano, de un libro del cordobés que no recuerdo (porque siempre anduve por sus versos): El Tiempo más hermoso, 1959.

El aire

A veces me quedaba las horas, solo, mirando. Si alguno de los amigos venía entonces por mí, no conseguía nada y pronto lo despedía. Hasta el mismo Sapo Peralta, que me quería tanto, y que casi nunca dejaba de traer algún petiso para que yo anduviera, muchas tardes tuvo que volverse en seguida, protestando, sin entender. En casa, mis hermanos decían: está con luna. Pero no era como ellos pensaban, ni tampoco me encontraba solo. Mis ojos habían descubierto la presencia del aire y mi corazón se abría ya, dichoso, a la gloria de su amistad. Esto era todo.

¿Cuándo, dónde, cómo se me reveló el aire? En verdad, no lo sé. Por otra parte, y como eternamente me pasa con lo que voy viviendo, jamás se me dio por hacerme tales preguntas. ¿Para qué? Alguna vez -lo demás poco importa- sobre mi cabeza sentí el peso de una mano, leve, fresca, serenísima. Al volverme, él estaba. Y yo lo vi, lo vi, dulce y hermoso, innegable y cierto como mi madre, como el ruido de la acequia, como el cajón donde guardaba los juguetes. Y en su mirada había un temblor lejanísimo de flores, de mañanas naciendo, y aunque sus labios no decían palabra, de su sonrisa, de su figura toda se desprendía una fragancia, brotaba una música de puros silencios, incomparable, que me ganaba y me envolvía el ser, que llegaba a las cosas y las tomaba, y me las mostraba, y me las iba entregando, así, como sacándolas de un pañuelo de colores, y todo sin darme tiempo, sin que a mí ni siquiera se me hubiese ocurrido preguntar. Y entonces supe que él, el aire, era dueño de la luz, y que en los veranos no tenía descanso, porque debía andar de un lado para otro, llevándola, repartiéndola, ya por las anchas copas de los carolinos, ya por los arenales desnudos de la costa, ya por el lomo y las crines de los caballos sueltos por el campo. Y que en las noches tampoco dormía, porque la claridad de las estrellas es la que los sueños piden, y él tenía que seguir andando, moviéndose, para buscar y tocar sus dedos encendidos las sienes de alguna mujer, o las ramas de esos pinos que sólo crecen para sostener algún día los globos y los regalos y el júbilo de la Navidad. Y supe, además, porque en ese momento lo entendí todo de una vez, que quien tuviera el privilegio de verle y de creer en él, como yo en ese instante, ya nunca, nunca llegaría a sentir el corazón ensombrecido por la distancia y el olvido y tantos otros desvelos que por entonces ni sospechaba y cuyo sentido, después, el tiempo me fue enseñando. Porque no hay rincón a donde su aliento no llegue, porque de algún modo él sigue siendo el mismo y permanece idéntico al que fue en la primera hora del mundo, y porque su gracia, en definitiva, no es otra que la de mantener unido a cada uno con los rostros y los nombres que ha querido, con toda esa vida con la cual, desde que nacemos, estamos golpeando a las puertas de la eternidad. Y él había venido, para participarme de la hermosura, para incorporarme a las maravillas que su transparencia esconde. Y estaba allí, y para que yo le viese, y en señal de amistad, de pronto había extendido una mano y la había dejado deslizar por mis alborotados cabellos.

Desde entonces, puedo decir, no ha habido casi momento de mi existencia en el cual él no haya estado presente y yo no lo haya visto. Aunque nadie lo supiera, hasta intervenía en mis juegos, como otro compañero más, y en ocasiones su ayuda me resultaba valiosísima. Gracias a él, muy pocas veces consiguieron ganarme alguna carrera, fuese a pie o a caballo, o vencerme en un combate de barriletes. Cuando la dicha o la pena eran muy grandes, nada podía hacerme tanto bien como el marchar a su encuentro, o el quedarme sentado en la galería, desentendido de todo, esperándole. Era el alivio, la certidumbre, la paz. Su fidelidad ha sido ejemplar y a través de los años, hasta hoy, nunca se alejó demasiado de mi lado ni dejó de acudir a mi requerimiento. Y si ahora tarda un poco más en aparecer y mostrarse, la culpa es sólo mía. Porque, desdichadamente, yo no he sabido ni he podido conservar íntegra mi capacidad de asombro, la confianza aquella del niño que fui, única condición que él pone para otorgar su amistad.

El texto se vale solo. Pero hay dos o tres cosas.

La expresión 'capacidad de asombro', sola, sin resonancias de cliché, allá por los '50 y mucho antes. Traten de verla y oírla sola, sin el barro del camino que recorrió desde entonces: usada para llenar 'un discurso vacilante', usada para no decir nada, para parecer naïf (que queda tan bien...), para no parecer burgués, una tilinguería.

Es una bonita expresión. Todo el realismo está en germen allí. Lástima que se arruinara y desgsatara. O tal vez era demasiado importante para seguir indemne.

Algo menor. Podría pasar, y no sería nada extraño por el sentido del texto, que el autor personificara al aire. Lo tratara como a una persona. Ahora bien, el pronombre enclítico en 'esperándole' está en el original. En estos estos últimos años, la Real Academia -por el arraigo del uso en España- admitió para el masculino la posibilidad de usar tanto lo como le como pronombre en caso acusativo referido a personas. Pero no está admitido en el caso de referirse a cosas. Hoy, si el aire fuera considerado cosa simplemente, es leísmo. En aquellos años, no importa si lo consideró cosa o persona, era leísmo. Innecesario.

Tercero, y último (but not the least): allí están los poetas "no haciendo nada", mirando al aire, al "vacío", y viendo todas las cosas que hay donde hay 'solamente' aire. Dios nos perdone la torpeza de golpearles el hombro, "ya que no estás haciendo nada..."

No, no es reversible.

Porque el que está mirando todo lo que hay donde parece que hay solamente vacío, también parece que no está haciendo nada.

Pero el que no está haciendo nada, se queda mirando el vacío.

Puede pasar que el que mira el aire, sin hacer nada, esté en pose de poeta. Pero ése no sólo no hace nada, tampoco ve nada.

Sólo es poeta -al menos poeta- el que ve.