Sé que esta entrada es extensa, extensísima. Pero diría que –salvo las de un servidor– vale cada línea de este texto de John R. R. Tolkien,
Mythopeia, que dejo completo para que lo aproveche quien lo quiera (el original en inglés, otro día).
Se sabe que el poema es una respuesta a una famosa conversación en la tarde-noche del 19 de septiembre de 1931 por los alrededores del Magdalen College, en Oxford, entre Tolkien, C.S. Lewis y Hugo Dyson, con este asunto de la validez de los mitos como eje, entre otros asuntos mayores.
Pero se engaña fácil quien crea que se está hablando de literatura y nada más. Cierto: es, al menos, literatura. Pero no es solamente literatura. O, diciéndolo mejor, la literatura es mucho más que lo que creen quienes creen que la literatura es solamente literatura.
Y Mythopoeia es un buen ejemplo.
Por eso mismo creo que vale la pena ver en estos versos todo lo que ellos puedan decirnos, aun de las cosas más inmediatas del tiempo presente. El modo de ver esos mismos tiempos y sus púas, por ejemplo. Algo que, los que no saben lo que es la literatura en su fino fondo, difícilmente puedan ver o gustar.
No lo veía Lewis –con todo y su penetración y cultura– hasta que Tolkien se lo mostró. Y con Lewis se lo dijo a cualquier Lewis –o menos que Lewis o más que Lewis– que tampoco lo vea.
MITOPOEIA
A aquel que dice que los mitos son mentiras, y por tanto sin valor, aun dichos «a través de plata».
Filomito a Misomito
Miras los árboles y así los denominas, (los árboles son árboles y «creciendo» es «crecer»); caminas por la tierra y recorres solemne uno de los globos menores del Espacio: una estrella es una estrella; materia en una bola obligada a seguir un curso matemático entre lo regimentado, lo frío, lo inane, donde átomos destinados son heridos a cada momento. Por mandato de una Voluntad que obedecemos (como debemos), pero sólo oscuramente aprehendidos, grandes procesos ocurren; el tiempo se desenvuelve; desde oscuros orígenes hasta metas inciertas como cuando en una página sobrescrita y sin clave, con letras y pinturas de variados matices, una innúmera multitud de formas aparece, algunas torvas, o débiles, o hermosas o raras, extrañas entre ellas, excepto las emparentadas con un remoto Origo, mosquitos, piedra y sol. Dios hizo las rocas pétreas, las plantas arbóreas, la tierra telúrica, los astros estelares, las criaturas homúnculas que andan por la tierra con nervios que el sonido y la luz estremecen. Los movimientos del mar, el viento en las ramas, la hierba verde, la lenta rareza de las vacas, el trueno y el relámpago, pájaros que giran y gritan, el barro que sale del barro a vivir y a morir, todo debidamente registrado, imprimiendo los pliegues cerebrales con marcas distintas.
Sin embargo los árboles no son «árboles» hasta que se los nombra y se los mira y nunca así se los nombra hasta que aparecen quienes despliegan el complicado aliento del lenguaje, débil eco y oscura imagen del mundo, pero ningún registro ni fotografía, siendo adivinación, juicio y carcajada, reproduce a aquel de agitado interior por hondos movimientos admonitorios, emparentados con la vida y la muerte de los árboles, las bestias, las estrellas cautivos libres que socavan barrotes de sombra, extrayendo lo ya conocido de la experiencia y apartando la vena del espíritu. De ellos mismos sacan grandes poderes, y mirando atrás contemplan a los elfos que trabajan en las sutiles forjas de la mente, y luz y oscuridad entretejidas en telares secretos. No ve ninguna estrella quien no ve ante todo hebras de plata viva que estallan de pronto como flores en una canción antigua, que el eco musical desde hace tiempo persigue. No hay firmamento, sólo un vacío, o una tienda enjoyada tejida de mitos y adornada por elfos; y ninguna tierra sino la matriz de donde todo nace.
El corazón del hombre no está hecho de engaños, y obtiene sabiduría del único que es Sabio, y todavía lo invoca. Aunque ahora exiliado, el hombre no se ha perdido ni del todo ha cambiado. Quizá conozca la desgracia, pero no ha sido destronado, y aún lleva los harapos de su señorío, el dominio del mundo con actos creativos: y nunca adora al Gran Artefacto, hombre, sub-creador, luz refractada a través de quien se separa en fragmentos de Blanco de numerosos matices y continuándose sin fin en formas vivas que van de mente en mente. Aunque hayamos puesto en los agujeros del mundo elfos y duendes, aunque hayamos levantado dioses y casas de la oscuridad y de la luz, y sembrado la semilla del dragón, era nuestro derecho (usado bien o mal). El derecho no ha decaído. Aún seguimos la ley por la que fuimos creados. ¡Sí, hilamos sueños no realizados, engañando así a nuestros tímidos corazones y demostrando el feo Hecho! ¿De dónde viene el deseo y el poder de soñar y el de juzgar que algo es hermoso o feo?
No todos los deseos son ociosos, nunca en vano ideamos cumplimientos, pues el dolor es el dolor, no deseado por sí mismo, pero enfermo; o reforzar o someter la voluntad es torpeza, y del Mal sólo esto es terriblemente cierto: hay Mal.
Benditos los corazones tímidos que el mal odia, ese jilguero en la sombra y sin embargo la puerta cerrada; que no buscan parlamento, en un cuarto guardado, aunque pequeño y desnudo, sobre un rudo telar hacen telas doradas para el día lejano esperado y aceptado bajo la oscilación de las sombras.
Benditos los hombres de Noé que construyeron las pequeñas arcas, aunque frágiles y con pocos viajeros, y con vientos contrarios avanza hacia un espectro, el rumor de un puerto que la fe adivina.
Benditos los hacedores de leyendas con sus versos sobre cosas que no se encuentran en los registros del tiempo. No son ellos quienes olvidaron la Noche, o nos invitan a gustar deleites organizados en islas-loto de bendición económica condenando a las almas a ganar un beso de Circe (y como imitación, producido a máquina, la falsa seducción del dos veces seducido). Lejos vieron esas islas, unas más hermosas, y aquellos que las oyen y las que han de tener cuidado. Han visto la Muerte y la derrota última, y no obstante no retrocederán desesperados, pues a menudo han vuelto la liza a la victoria y a amables corazones de fuego legendario, iluminando Ahora y oscuros Días idos con luz de soles aún no vista por hombres.
Me gustaría poder cantar con los trovadores y mover lo no visto con un golpe de cuerda. Me gustaría estar con los marineros de los abismos que cortan las delgadas planchas en faldas montañosas y viajan en una misión vaga y errante, pues muchos han ido más allá del fabuloso Oeste. A los locos sitiados y a mí nos dirían que en una fortaleza guardan el oro, impuro y escaso, pero lealmente lo traen para acuñar la borrosa imagen de un rey distante, o tejer en telas fantásticas los brillantes heráldicos emblemas de un señor invisible.
No caminaré con vuestros monos progresistas, erecto y sabio. Ante ellos se abre el abismo oscuro adonde el progreso lleva si por misericordia de Dios el progreso termina, y no deja de embarullar los mismos cursos estériles cambiándolos de nombre. No iré por ese camino llano y polvoriento, indicando esto y aquello por esto y aquello, vuestro mundo inmutable donde el pequeño hacedor no participa del arte del hacedor. No me someteré sin embargo a la Corona de Hierro ni dejaré caer mi pequeño cetro dorado.
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Quizá en el Paraíso el ojo se extravíe; contemplando el Día imperecedero viendo el día iluminado, renueva de una verdad reflejada la imagen de la Verdad. En seguida mirando la Tierra Bendecida verá que todo es como es, y sin embargo libre. La salvación no cambia ni destruye ni el jardín ni al jardinero, los niños o sus juguetes. No verá el mal pues no hay mal en los cuadros de Dios sino en el ojo malévolo, no en la fuente sino en la elección maliciosa, no en el sonido sino en la voz desentonada. En el Paraíso ya no parecen fuera de lugar; y aunque hacen cosas nuevas no hacen mentiras. Y así seguirán, pues no están muertos, y habrá llamas en las cabezas de los poetas y arpas donde precisos caerán los dedos: allí del Todo cada uno elegirá para siempre.