jueves, 9 de noviembre de 2017

El secreto


Claro que es un secreto
, dijo S. con angustia, un verdadero secreto. Preferiría que no existiera. No saberlo. No tenerlo. No llevarlo. Yo no sé qué hacer con un secreto...

M. miraba el río ancho y turbio con las manos apoyadas en los contrafuertes de cemento. El silencio se llenaba con el vaivén del agua rítmica. Parecía un asunto sencillo. La expresión perdida, desdeñosa, decretaba que había resuelto la cuestión.

Con un secreto, dijo al fin M. la voz muy baja y monótona pero que parecía parodiar una lección de química, solamente puede hacerse alguna de estas tres cosas: callarlo a cal y canto y entonces seguirá siendo un secreto y nadie lo sabrá porque será un secreto, denso y ardiente como el magma de las profundidades o silencioso y frío como una noche de invierno; o divulgarlo, y ya no será algo secreto, pero, y aunque muy degradado y sin gracia, al menos será algo todavía, habrá quedado en la categoría mediocre de la anécdota; pero también un secreto puede ser olvidado por completo y ya no será ni secreto ni nada. Es lo peor que puede pasarle. Si no vale la pena, si su substancia es débil, si es de hoja caduca, el secreto se olvidará y desaparecerá, se disolverá día tras día, año tras año y se hundirá como esa ramita... 

Ahora se acodaba en el contrafuerte y parecía mirar de veras una rama endeble que apenas flotaba allá abajo sobre el marrón del agua.

No es para nada fácil. Se necesita algo de lucidez y un poco bastante de coraje, es verdad, dijo M. como si mantuviera otra conversación con alguien más. Sólo hay que guardar los secretos que importe recordar, los que valgan la pena de callarlos, de guardarlos en secreto, aunque muerdan desde adentro. Los demás no merecen siquiera la gloria poco heroica de ser expuestos a la luz del día o a la cerrazón de la noche...

S. oía con avidez nerviosa mientras su corazón se debatía irresoluto y apremiado. Nada de lo que oía le servía para mitigar el miedo y la desazón. Miró con nostalgia el horizonte más allá del río y vio la tormenta que trotaba hacia el oeste, a punto de desbocarse.

¿Lloverá?, preguntó con un interés poco convincente.

M. entendió que la pregunta sólo buscaba alivio, como si la lluvia pudiera lavarle la tristeza y el miedo. Como si un trueno pudiera aturdir lo suficiente el grito sordo de una confidencia mal llevada o de una historia muda y terrible. Empezó a soplar el aire. M. se encogió de hombros con una sonrisa, levantó la vista al horizonte, barriendo con los ojos entornados la línea de nubarrones, tal un cazador que busca el blanco. Volvió a levantar los hombros meneando apenas la cabeza como ante lo irremediable, sonriendo con desgano. Y ya no le contestó.


De El camino frágil (obra inédita), fragmento.