jueves, 3 de diciembre de 2015

El Libro de las Acuarelas /17



El puma


Que había un puma en el valle lo sabían todos, aunque dar con él era cosa difícil, casi imposible. Se sabía, también, que apenas si hacía daño a los humanos y a sus cosas, porque se mantenía poco menos que invisible y alimentándose de salvajina.

Lo que nadie sabía era por qué el puma no se había comido a la liebre.

- No todavía..., decían en las casas, porque seguido se hacía comentario de aquella rareza.

Pero el tiempo pasaba y la liebre seguía en los campos del valle.

Del puma se sabía poco, y eran sus huellas y signos los que se veían, más que a él mismo.

Unos decían que un ronroneo en el bajo del mallín, alguna que otra vez. Una oveja arrastrada al otro lado del arroyo, aunque no era seguro que la tropelía fuera suya. Una vez el orín del puma en la piedra hueca de la sierra mocha, desde donde, al atardecer y oscureciendo, seguramente, oteaba su caza y elegía presas que tenían que ser chicas por la fuerza, porque grandes por allí no había.

La vez que hubo seca fue una temporada larga y fiera. Desesperante. Mucho resto de animal hubo por todas partes. Pero de la liebre, ni noticia. Lo más campante.

Hasta el puma se decía que había andado más cerca. Por lo menos uno de los peones dijo que lo vio una vez rondando el corral chico, antes de amanecer, vaya a saberse.

Ella tuvo sus crías dos o tres veces, y hasta se las vio corretear en el descampado, ya crecidas. Alguna cazaron los mozos. Pero no a ella.

Así como eran las cosas, la liebre parece que empezó a animarse a andar al descubierto. Y si no se hizo familiar en las casas, al menos era reconocible y así se sabía que era ella y no otra. Una oreja medio doblada en la punta y un color más claro que el habitual. Era ella, sin duda, la que se veía de tanto en tano por la huerta o el maizal, cerca del molino, en el abrevadero.

Sobrevivía al puma misteriosamente, no sólo a las escopetas de los muchachones.

*   *   *

- No se la va a comer..., dijo un día de lluvia el mayoral, mientras trenzaban tientos en la matera.

- Mirá que no..., sonrió el Mencho Luna.

- Pues, yo digo que no..., bajó la cabeza el viejo y miró las llamitas.

- Será que no la puede alcanzar, en todo caso..., se animó el Mencho que sobaba un cuero de oveja.

- ¡Qué no la va a poder alcanzar...! No hable zonceras, hombre...: el puma la alcanza cuando quiere. Pero no quiere. Por eso digo nada más que no se la va a comer, sentenció el mayoral y abstraído removió un poco las brasas del fogón de la matera.

Al rato, retomaron la cuestión, ya a las cansadas. El Mencho Luna era seguidor, sobre todo en las cosas inútiles o sobre las que no era entendido. Pero se cuidó muy bien de discutir al mayoral, que era el hombre de más baquía en todo el valle, la sierra y el monte. Y el mayoral ya había dicho lo suyo, sin dar muchas vueltas, ni explicaciones.

- Peor para él..., dijo el Mencho, con tal de decir algo más.

- Eso no sé..., quién sabe..., ahora se distraía el mayoral como si el asunto ya estuviera olvidado.

Y ahí fue que cambiaron de tema.

*   *   *

Atardecía rápido el día porque ya era bien entrado el otoño.

De pronto, por primera vez, estallando en la calma rumorosa de la tarde, se oyó el ronquido hondo y fuerte del puma en la sierra.

Un solo rugido seco y terminante rebotó en el valle, suspendió el aire e hizo levantar la cabeza estólida al ovejerío; enmudecieron jilgueros, algunas cotorras y las calandrias; ladraron apenas, con un ladrido apagado y temeroso, los perros de la casa y hasta hubo silencio inquieto en el monte de los álamos, que nunca callaban sus hojas. De las gentes, ni hablar.


*   *   *


Fue la primera y única vez.

Se decía que el puma dio vueltas un tiempo por el valle y las sierras. Todos lo afirmaban con seguridad, pero nadie había visto más que alguna huella que otra de su paso. Hasta que ya no se vio nada.

Créase o no, el caso fue que a la liebre sí que ya no se la vio más después de aquel episodio.