miércoles, 13 de enero de 2010

Sueño de una noche de verano (conversaciones con Abraham)

Creo que miraba sin mirar. Parecía buscar algo en el suelo e inmediatamente después en algún lugar cerca del horizonte, o en la foresta alrededor. Tal vez fuera un gesto intencional, nada más; pero era un gesto plástico y simpático.

Había un silbido lejano de casuarinas, persistente y mordiente. Inquietantes figuras altas y negras se mecían como lanzas despenachadas o mástiles flameantes en un mar de tormenta, detrás de la pequeña laguna, como quien va para el camino real. Clareaba el día. Con los ojos entrecerrados por el humo del fuego que habíamos hecho casi al filo de la barranca, se respiraba lentamente.

Pensaba, se ve. Algo quería decir.

Soplaba esta vez el raro viento del sudoeste. Hace tiempo no sopla: vigoroso, huracanado, temible. Fantástico. Un viento de revelaciones. La mañana ya se veía que sería fría, pese a correr enero. Ayer mismo, un calor húmedo. Hoy, ya no. El humo traía un aroma extraño en verano; la madera se quemaba chisporroteando y las llamas, anárquicas, se colaban por las astillas y las hacían estallar. El ruido del fuego llenaba el silencio lleno de ruidos de la madrugada y el viento acompañaba.

-¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable?, dijo en voz muy baja y sin entonación casi.

-Soy el autor de todas las entradas de esta bitácora, qué puedo decir..., respondí el disparo lo más rápido que pude. Me di cuenta de que iba a ser pasado por la trilla.

Como al acaso, como si no me hubiera prestado atención, continuaba: -Tal vez haya cincuenta entradas que lo merezcan. ¿Borrarías toda la bitácora, en vez de perdonarla y sacar nada más que esas cincuenta? Creo que no harías semejante cosa. No te veo borrando lo justo juntamente con lo culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte.

Sonreí.

-Tampoco yo creo ser capaz de semejante cosa, dije. Si encontrara cincuenta de esas entradas -soy tan justo o culpable como cada una y ellas lo son por mí, en todo caso-, entonces 'perdonaría' a toda la bitácora, y las suprimiría sólo a ellas.

Siempre con la mirada como perdida, siguió una bandada de pájaros negros que trazaban ángulos imposibles en el cielo. Mientras, hacía cimbrar unas ramas de sauce, dejando que el viento fuerte las levantara como plumas.

Nos habíamos acercado al filo de la tierra y nos sentamos casi sobre la barranca, más cerca de las brasas y los tizones humeantes: mirábamos el paraje ancho que había por delante, pocos árboles y una bruma lenta y entre celeste y rosada que andaba reptando sobre el calor de la tierra por el frío del aire.

-No me quiero meter en lo que no es asunto mío, pero… quizá lleguen a ser cien. ¿Borrarías todo si en vez de cincuenta son cien?

Ahora era yo el que perdía la mirada. Claro que había pensado en eso. Tantas veces había pensado en ese asunto.

-No, dije con la voz ronca por el humo: encuentro esas cien, y el resto de la bitácora se queda, aunque es verdad que no es tu asunto, por otra parte.

-¿Y si llegaran a trescientas?, tentó el tiro rápidamente, pero sin cambiar el tono desvaído.

-Si es así, voy por esas trescientas, y sigue todo como está.

-Claro, susurró como si hiciera cuentas. Parecía tener algo cansado en la voz y, a la vez, cierta calma alegre. Aunque quizá, puesto a mirar, resulten quinientas…

-No me extrañaría para nada; pero si hay quinientas, hay quinientas…, dije casi sin mover los labios, mientras recostaba la cabeza sobre el tocón de un viejo fresno, cortado hacía poco.

Un remolino súbito levantó tierra a lo lejos y se oyó en el montecito el crujido de unas ramas secas que caían como granizo. Pasaron unos teros. Cada vez había más luz y hacía más frío.

-¿Qué se yo? Cada cual sabe, no digo que no. Pero, en realidad, si uno se pone a pensar, revisando y leyendo con tiempo podrían ser setecientas..., trazó como una hipótesis inocua, mientras encendía otro cigarro.

-Entonces, ¿qué remedio? Tengo que hacerme cargo, si ése es el caso, y tendré que vérmelas con esas setecientas entradas, concedí.

El aire estaba cada vez más liviano. El viento era suave ahora y unas nubes rápidas le daban vértigo a la escena y al paisaje. Apenas había un resplandor al este y parecía el sol. Bastante más lejos, sabíamos que estaba el mar, que no veíamos, pero creíamos oír.

-No creas que lo digo por molestar, sonrió sin afectación y con cierta picardía; pero, ¿no es verdad que quien dice setecientas podría muy bien decir mil o tal vez...?



El silencio ahora era tan liviano como el aire. Como si no hubiéramos estado hablando, los dos mirábamos de a ratos hacia adelante, de a ratos hacia el fuego. A veces, el cielo. Los cigarros se apagaban entre los dedos, apenas si fumábamos.

Pasó casi una hora de esa nada que se había vuelto densa, pero sin expectación y para nada molesta. Si cantaba algún pájaro, tímido, era para volver al silencio inmediatamente, como si hubiera dicho su bocadillo de extra en la escena. El fuego languidecía, volaban cenizas de tanto en tanto y un rojo cansado en la madera se iba haciendo cada vez más gris.

El límite entre la noche y la mañana se ensanchaba, difuminado.


La conversación y la noche habían terminado.



Era la hora.



Me levanté y me fui.