domingo, 26 de octubre de 2008

Negocios (V): Un disparate (II)

Así las cosas, parece que hay un problema con el sistema de signos y con los signos del sistema. Es verdad: los movimientos al interior del sistema se han complicado. Y mucho.

Pero, ¿por qué eso sería un problema?

Se entiende que cuanto más complejo es un sistema, más débil y vulnerable es. Pero si esa misma complejidad es un mecanismo de poder –que ha dado pingües resultados hasta ahora–, no parece consistente quejarse de ella, si finalmente se la ha entreverado precisamente para hacerla todo lo invulnerable y predecible que se pueda. Que no todos tengan la llave, no tiene por qué significar que cualquiera o cualquier cosa pueda vulnerarla.

No. No parece que la complejidad morfológica, sintáctica y semántica del sistema haya puesto al sistema en cuestión. Pronto, antes de que nos demos cuenta, otro sistema tan complejo como aquel que todo el mundo quiere ya mismo en la horca, reemplazara al difunto no difunto sino apenas reciclado y conveniente manipulado, para que no sólo sea maquillado sino también adecuado a nuevos desafíos de homogeneidad.

Simplificando ingenuamente el asunto, parecería que aquí se trata de hacer que la enorme cadena de engranajes siga funcionando, asegurándose de que a nadie se le salte la cadena. Es cierta complejidad tóxica la que perturba la marcha del engranaje complejo, no la complejidad misma. En todo caso, además de tóxica, a esa complejidad o a las maniobras complejas al servicio de un apetito, no se las juzga en realidad por ser desaforadas sino por desestabilizantes y anárquicas, y no porque en realidad lleven anarquía al apetito, sino porque ponen en peligro el sistema. Y no el sistema de bienes y riquezas en intercambio, sino el sistema de signos.

Lo que se ha advertido de pronto es que los signos cobran una vida autónoma y que acicateados por el vértigo del apetito (y el apetito del vértigo también, porque se juega un juego virtual con cartas virtuales y contrincantes virtuales), los signos se rebelan. De pronto, complacer la rebelión de los signos de intercambios semejantes empieza a romper la malla. Y esa malla está pensada para no romperse y para controlar toda clase de fugas, todas las fugas posibles, no solamente los fallidos del sistema por inconsistencia o errores o desboques apetitivos.

Allí es entonces que, en la imaginación de todo capitalista sensato (y de cualquiera que aspire a hacerse con el sistema de signos que gobierne la globalidad, como ya dije), debería aparecer el peor fantasma, la peor amenaza a conjurar: el desorden, las fugas imprevisibles, la pérdida de control.
ver

Cuando un capitalista -y no sólo él, lo cual es curioso también- habla hoy de una nueva moral para el capitalismo, creo que no está diciendo otra cosa sino que no es posible permitir que semejante ingeniería quede en manos de repentistas, de irresponsables, o de improvisadores, o de outsiders. No es admisible que puedan establecerse reglas particulares para un sistema de signos que pretende volverse autónomo pero universal. Tan autónomo como global. Y más y más se irá asociando la inseguridad e inestabilidad -y hasta la propia injusticia e inequidad- con la falta de globalidad y previsibilidad, que a estos efectos son perfectos sinónimos.

Es importante, entonces, definir aquí global o mundialista; todo el planeta está precisamente ahora mismo tratando de hacerlo para dar con la definición adecuada que en principio conjure el descalabro y después asegure la marcha hacia adelante. Me parece que es sencillo. Hace bastante tiempo que se viene ensayando definir los términos de la globalidad, más de un siglo y, si bien se mira, más de dos siglos.

Se puede pensar y decir que los modelos fracasan. Fracasó uno con el emblema de la caída del muro y fracasó el otro con el emblema de la caída del otro muro. De una parte, de la otra, y hasta desde los terceros, se puede decir que los sistemas muestran sus fallas, que el enemigo -de cada quien en cada caso- no es infalible. Pero, y aunque esto tenga algún sentido, no es lo importante en lo que a globalidad se refiere.

Porque, en realidad, global significa finalmente tener a mano y disponibles los mecanismos que permitan establecer nuevas reglas sobre el cadáver mismo de las recién muertas. Y no tiene la más mínima importancia si las occisas lo fueron por un paro cardíaco o porque se las asesinó.

Global significa, en realidad, la libre disponibilidad para fijar reglas, que es lo mismo que decir desechar unas y generar otras en su reemplazo a voluntad. Quien tenga ese poder, tiene en su mano la globalidad. Y en este esquema se necesita por definición la globalidad, porque poder fijar reglas sólo para algunos es lo opuesto a tener el poder.

Si el capitalismo se horroriza ahora de que se pueda generar riqueza irreal, es porque se horroriza de que se pueda deshacer en el aire esa riqueza. Y no le importa -nunca le importó- que esa riqueza fuera irreal. Sí le importó que esa riqueza, en cuanto riqueza real o irreal, fuera efectivamente y siempre el asiento de su poder.

Que alguien tenga en sus manos, más o menos libremente, el poder combinar la trama de signos y de ese modo tenga en sus manos la posibilidad de hacer estallar los mecanismos y el sistema mismo, le resulta perverso e insufrible. Así al capitalismo, como a su presunto opugnador, que no es menos aspirante a ser el beneficiario de la globalidad.

Entonces hay que revisar todos los engranajes, cada polea, cada transmisión, cada tramo, cada pieza. Se podrá concluir en que hay que simplificar el sistema, se podrá concluir en que se necesita una tabla de premios y castigos más disuasiva, una tabla de sostenibilidad que haga temblar al infractor o al creativo que ande por allí buscando los circuitos olvidados o poco frecuentados del sistema para colarse por allí con productos nuevos de su imaginación. Incluso, podrán hablar de nuevas reglas que defiendan ahora sí y finalmente los ahorros del plomero suizo y la pensión de la enfermera noruega. Podrán llorar el mea culpa sobre las cenizas de los dogmas del mercado, incluso y sobre todo con lágrimas genuinas que serán más de decepción que de arrepentimiento. Y más y más cosas podrán ser.

Pero al revisar todo el sistema, teniendo como ya se tiene la oportunidad global de revisar el sistema, si yo fuera capitalista (incluso si fuera su simétrico opuesto), me daría cuenta -ya me habría dado cuenta hace rato- de que, si tengo que controlar los puntos de fuga y anarquía desbocada, el punto menos gobernable de todo el edificio es el dinero, el metálico, la moneda de metal, el billete de papel, y no tanto sus signos sucesivos en conjunción sistemática.

Y me daría cuenta de ello simplemente parado todo un día a la puerta de una iglesia, o viajando en tren en Buenos Aires, desde las afueras hasta cualquiera stazione Termini.

Voy a pegar un terrible y disparatado salto en el argumento de este disparate para ejemplificar esto que estoy diciendo.

Mientras haya dinero, habrá limosnas. Y limosnas en dinero, no en especies, lo cual le da una enorme libertad tanto al que da como al que recibe.

Todo un sistema elaborado sobre -y que pretende- la previsibilidad de la ruta de bienes y riquezas, la trazabilidad de ingresos y gastos, de inversiones y ganancias, tiembla cada vez que cualquiera -cualquiera- se toma libertades con los signos dentro del sistema. Por ridículo que pudiera parecer, el poderoso caballero tiene hoy por hoy esa facultad y es casi el único de los signos que la tiene. No fue hecho para eso, claro. Mucho menos fue promovido para eso, y tal vez para lo contrario. Y hasta por eso mismo en parte es un signo con bastante mala fama histórica.

Pero, como una burla tal vez involuntaria al sistema mismo que él hizo tanto por fundar, este bisabuelo lejano de todos los signos del sistema que es el dinero, no tanto por sí mismo sino por cierta rémora de voluntad autónoma de sus usuarios ni siquiera muy consciente ni con buenos propósitos tal vez, permite burlar una y otra vez al Gran Ojo. Y, como todo el mundo sabe, nada es tan corrosivo para un sistema de signos como la coexistencia de otro sistema de significaciones que opera con absoluta prescindencia del sistema oficial.

Un simple mortal, pongamos un mendigo, por lo pronto se ahorra tiempo y trámites; se ahorra toda la fraseología bancaria y las humillaciones a las que obliga, que al tiempo que tentándolo con aparentes libertades le ofrece en realidad vigilancias y restricciones. Ahora bien, el mendigo obtiene igual su crédito, sin tener que dar explicaciones de sus hábitos sexuales o de sus enfermedades congénitas, ni del tamaño de su heladera o de cuántas veces va al baño por la noche. Él no tiene tarjeta de débito o crédito, no tiene el honor de figurar en el registro de deudores ni el otro supuesto honor de no figurar. Él no existe, digámoslo derechamente.

Por curioso que resulte, mientras exista el dinero, tal y como lo conocemos y con esa libertad al portador, el mendigo seguirá recibiendo su crédito no bancario, seguirá siendo elegible para inversiones informales, seguirá accediendo al mercado de capitales libres, y será un consumidor de bienes y servicios difícil de 'trazar'. Y todo ello lo hace por fuera del sistema.

Podría anotarse en un registro de indigentes y recibir sus cartillas de racionamiento semanal y hasta su seguro social, y hasta una habitación para dormir, y vacaciones en un complejo turístico del ministerio de menesterosos, todo pago. Podría. Pero por alguna razón se resiste a hacerlo.

Eliminemos el dinero y veremos cuánto queda de la resistencia de nuestro buen amigo a ser medido, tasado, clasificado y organizado. Quitémosle la libertad al portador de la que goza con un billete en su mano –el mismo billete que horas antes estuvo en las manos de cualquiera- y habremos sentado un precedente importantísimo para hacer más previsible el sistema. Y para hacerlo mucho más poderoso.

¿Por qué digo todo este disparate?, se preguntará usted, mi buen amigo.

En fin, se hizo tarde ahora. Mejor otro día le contesto.

Plata no hay, pero tiempo algo nos queda.