martes, 5 de agosto de 2008

Miscelánea de días (III)

Me parece raro ahora, pero la verdad es que lo primero que supe de Aleksandr Isayevich Solzhenitsyn, lo supe no por libros o políticas sino por una película que se hizo en el '70, Un día en la vida de Ivan Denisovitch, que además era su primera novela sobre prisiones y campos soviéticos. La vi en uno de aquellos cines que pasaban pelícluas raras, fuera de circuito, de arte, a poco de su estreno.

Era una película dura. Muy rusa, como suele decirse, y eso porque seguía la novela muy fielmente y no por sus autores que eran de distintas nacionalidades. Lenta, ominosa. El protagonista era el frío, más bien. La soledad. La rutina penosa. El dolor. El miedo.

A la distancia, y entre campos de hielo y sombras de hombres, recuerdo siempre una escena. Entre los confinados, había un noble. Andrajoso, harapiento. Un viejo, medio pelado, alto, refinado, de una mirada impresionante. A la hora de la única comida, de entre los harapos sacaba un pedazo de género mugriento, indefinido. Envolvía con esa servilleta una especie de cuchara de madera y con ella tomaba una especie diríamos de sopa. Un agua en la que flotaban hilachas de cosas y, en la escena que digo, un ojo probablemente de pescado. Erguido, semisonriente, grave, el viejo tragaba el ojo llevándose la cuchara a la boca con naturalidad y elegancia. Al terminar de comer, con cierta ceremonia, limpiaba la cuchara y la guardaba.

El fragmento de la carta del presidente ruso a la viuda y a los hijos de Solzhenitsyn, que acaba de morir (en diciembre habría cumplido 90 años), no es gran cosa. Salvo el hecho, claro, de la carta misma del presidente ruso en la tapa del boletín oficial de la Madre Rusia.