miércoles, 28 de marzo de 2007

En una noche obscura













Son varias cosas.

En primer lugar, es verdad: la noche perfecta -literaliter loquendo- tendría que ser plena noche, todo noche. Pero, nomás las palabras se acomodan de otra guisa, la cuestión se mueve apenas y una enormidad: "todo tendría que ser noche".

Quiere decir que todo tendría que ser noche. La noche como una entidad absoluta, omnipresente, noche en todas las cosas, y todas las cosas en completa nocturnidad.

Y, en tanto entidad temporal, también eterna. La noche eterna. Lo todo noche.

Claro.

Se entiende.

Pero.

La noche, en realidad, es casi una categoría relativa. Casi es una relación.

Y, si es una como relación, es una relación respecto de la luz, por decirlo de modo ligero y para nada ortodoxo.

El primer relato de la creación en el libro del Génesis, capítulo 1, se ocupa de estas cosas.

Las tinieblas cubrían la superficie del abismo. Dijo Dios: haya luz y hubo luz y separó la luz de las tinieblas.

(Siempre interesante cuestión eso de que hubo luz antes de que hubiera fuente material de luz. No menos interesante que la de la tiniebla que cubre la superficie del abismo y aquella tierra caótica y vacía...)

En el día cuarto -digamos 'recién en el día cuarto...'- separó el día de la noche y puso las lumbreras en el firmamento celeste (las aguas de arriba...): la mayor para el día y la menor para la noche. Para que hicieran de señal para las solemnidades y para los días y para los años. Y para separar la luz de las tinieblas, repite el versículo 18 de ese capítulo primero.

De modo que la noche perfecta sólo existe frente al día y a la luz. Entitativamente. Finalmente, es decir teleológicamente.

La naturaleza de la noche habla de alguna relación con el día. Lo obscuro es lo sin luz. Y no al revés.

Hay noches y noches, claro. Pero todas tienen que hacerse a la idea de su distancia respecto de la luz, y acaso de su dirección hacia la luz.

Era de noche, dice el relato, respecto de la salida de Judas del lugar en el que los apóstoles comían con Jesús, por ejemplo. Como está la noche de Getsemaní.

Y en medio de la noche caminan desalentados los discípulos de Emaús, también. Y a la misma noche se lanzan después de haber reconocido a Jesús resucitado. La misma noche. Ellos, no. Ellos no son los mismos. La diferencia es la esperanza. Y la luz, la Luz, que le puso fin a la noche. O la dejó sin efecto, por mejor decir, si el efecto es la desesperanza, la cerrazón y la amargura.

Y están las noches obscuras del sentido y del alma: ese modelado amoroso y negativo, seco, obscuro hasta la absoluta indeterminación, del que va de camino desde la vía purgativa a la, precisamente, iluminativa.

Claro que están las noches líricas, también. La noche de los poetas. Como la noche de los amantes, aquella a la que Shakespeare le dedicó bellísimas palabras en el acto segundo de la tragedia de Romeo y Julieta.

Como está la noche del Nacimiento, como está la noche de Epifanía.

Como están los sueños de las noches de verano.

Bien.

Y está la vida. Aquello de 'miseria y sol', que repito de Camus.

Y es verdad que si la noche es asimilable a la miseria de la historia, al dolor de la historia, también es asimilable a la miseria personal, al dolor de la vida.

Y entonces el sol es su opuesto.

Por eso, aun, la noche es alguna relación con el día.

¿Lo todo noche es la noche perfecta?

Pues, más bien no.

La noche perfecta podrá ser -tendrá que ser- bien obscura, seca de consuelos y de alegrías. Dolorosa. Terrible. Aguda. La noche perfecta. Será necesario. Pero no suficiente.

Para ser noche perfecta tiene que estár preñada de luz, tener en su cuna, en las entrañas de su tiempo, la luz.

Para ser noche perfecta, por raro que parezca, no puede faltarle la luz.


Y así en la vida, y así en la historia.



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No conviene aclarar, porque obscurece. Así aconsejan. Pero esto no es una aclaración.

El caso es que la entrada anterior, movió la misericordia y la generosidad de alguno. Y me beneficié con eso. Lo cierto es que aludí allí cosas, males y tristezas, que no me estaban pasando a mí - y no que a mí no me pasen cosas...-, pero que me conmovieron como si fueran propias, en un sentido muy específico. Cosas que pasaron todas juntas, y que pasan cerca. Lo suficientemente juntas como para que tengan el aspecto de una noche cerrada y lo suficientemente cerca como para que uno sienta la noche alrededor.

El día sigue adelante, al final de la noche.

Y todo a su alrededor, como esa luz del día primero de todas las cosas.