Los años sembraron rosas y jazmines de arena.
Y el tiempo cultivó semillas de arena.
Era de arena el sol, de arena el río,
eran de arena la noche y la mañana fría.
Y había un mar de arena:
sin oleaje ni espuma, sólo un campo de sal y arena.
Los años hirieron de muerte espigas y retoños.
Y el tiempo abrió surcos secos en la tierra fértil.
En el aire se esparcía cada noche, cada tarde,
un veneno aromado que retorcía raíces
y horadaba infecundo la carne y la sangre.
Los años borraron senderos,
y el tiempo en sus huellas perdió a los caminantes,
confundió los pasos,
los enfrentó a los abismos acantilados;
y quedaron de pie ante los hondones,
que acechaban con púas de espinos
y acunaban tormentas.
Paciente y desvelada, sobre la piedra firme,
en su pura altura pura,
esperando un amor que la devele,
dispuesta a su destino de servicio y entrega,
la belleza cobija a la palabra.
Y allí callan las dos.
Y esperan.
Hasta que llega el tiempo.
Hasta que llega un día el día
en que se levanta el son de lo que llega.
Y ambas hacen su obra.
La belleza exorciza el vacío y la nada,
y la palabra refugia.
Y la belleza sostiene,
y vierte su bálsamo en la herida estéril
que hace estéril la mirada, las manos, el corazón.
Y deja su simiente.
La belleza exorciza la mentira,
cura los ojos que abrazan fantasmas,
ilumina el pecho asediado por la risa
que finge el paraíso mientras oculta el cielo;
una sola palabra verdadera disuelve el espejismo
y abrasa la nada, ya en cenizas.
La belleza exorciza el egoísmo y la vanidad:
siembra silencio entre la cicuta
y calla su estertor infecundo.
Y lo que era nada, ya no es.